Era un día a finales de abril, el verano estaba por terminar para dar paso al invierno, era uno de esos días cuando los últimos rayos del sol se asoman entre las nubes de un atardecer naranja y me traslada directamente al mar. Eran las cinco de la tarde y yo estaba esperando en la estación del tren para regresar a casa, apenas tenía una semana de haber empezado mi nuevo trabajo y estaba muy emocionada pero un tanto insegura. Ocho meses atrás había estado desempleada, tenía muchas deudas acumuladas y mi ropa ya se había desgastado, ahora por fin el cielo se había acordado de mí y me abría una puerta, entonces se acabarían mis días aburridos en casa, llenos de ansiedad cuando llegaban las cuentas.

Ahora, una semana después de esa gran noticia mi satisfacción se comenzaba a desmoronar, mi jefe (un extranjero con muy mal carácter) tenía fama de cavernícola, nunca estaba satisfecho con el trabajo de sus empleados, era paranoico y siempre pensaba que todos conspiraban contra él, por lo cual aparecía de la nada en medio de las conversaciones de sus empleados, todo en el trabajo iba perfecto excepto cuando él aparecía, entonces todos entraban en pánico y por el nerviosismo de sentir su mirada sobre nosotros, como examinando con rayos X todos nuestros movimientos, cometíamos los peores errores para alimentar aún más a la bestia que llevaba dentro y que quería devorarnos.

Ese día, mientras esperaba en la estación del tren, veía el atardecer y deseaba estar en la playa, mi favorita, de aguas turquesa y arena blanca con pequeñas conchas incrustadas, y mientras divagaba entre mis pensamientos, una sombra opacó el sol que bañaba mi rostro y con voz grave me dijo: “buenas tardes, disculpa, ¿Sabes si este tren va hacia la estación central?” “Por supuesto, dentro de cinco minutos va a la ciudad”, le dije, más que complacida con lo que veían mis ojos. Era un joven apuesto, alto, fornido, su cuerpo de notaba que dedicaba mucho tiempo al deporte, de tez morena y cabello castaño, ojos color miel y con una barba corta y bien cuidada que resaltaba una quijada muy varonil. Aparentaba unos 28 años y parecía tímido pero muy amable. Después de un día nada alentador, Él y el atardecer era lo mejor que habían visto mis ojos esa tarde. Por fin llegó el tren y nos fuimos, aunque yo no habría tenido ningún inconveniente en esperar más contemplando aquella escena.

Por esas casualidades del destino nos seguimos encontrando en la estación del tren cada día, pero sólo nos limitábamos a decir hola y dedicar una sonrisa. Mi jefe y mi trabajo seguían siendo igual, pero después de unas semanas ya era más llevadero por el sólo hecho de pensar en esos breves momentos, ahora eso se había convertido en mi motivación, si podía tener un minuto de satisfacción al ver aquel joven en la estación; entonces ya no me importaba cuan insoportable podía ser mi jefe.

Un día de junio, por distracciones y el vaivén del trabajo cometí un gravísimo error, ese día me dieron un sobre blanco, sellado y con una dirección en el, debía entregarlo a un caballero como parte de un importante negocio que se estaba haciendo en Alemania. Esa mañana iba yo en el tren pensando en todo el trabajo del día, al llegar a la estación bajé del tren con mi mente un poco aturdida y caminé apresurada a cruzar la calle sin percatarme que un carro a toda velocidad doblaba la esquina, el conductor muy enojado empezó a gritarme que me fijara por donde caminaba.

Al llegar a la oficina estaba muy nerviosa así que fui la cocina y me serví un café, me disponía a sentarme cuando de inmediato recibí la llamada de mi jefe pidiéndome que fuera a su oficina, ni siquiera pude degustar mi café, porque cuando el jefe pedía algo había que hacerlo de inmediato, y mientras caminaba a su oficina me preguntaba si él pensaba que sus empleados tenían poderes psíquicos para adivinar lo que quería sin pedirlo o como un Aladino que al chasquido de sus dedos cumplían sus deseos.

Llegue lo más pronto a su oficina, él me dio el sobre y las indicaciones y de inmediato me retiré para hacer lo que pedía, regresé por mi café mientras el teléfono sonaba desesperadamente, así que, con el café en una mano y el sobre en la otra, corrí tan deprisa hacia el teléfono que resbalé y derramé el café sobre mi ropa y el sobre, fueron segundos que pasaron por mi retina en cámara lenta, mientras por mi mente pasaba todo tipo de pensamientos: ¿qué voy hacer? ¿Cómo le digo a mi jefe?, me van a despedir, ¿porque me pasan estas cosas justo hoy? De inmediato me puse en pie, tratando de secar el sobre con mi propia blusa sin obtener algún resultado, todos los documentos destilaban café y desafortunadamente, los chismes corren tan rápido en la oficina que aún no terminaba yo limpiar el desastre cuando ya mi jefe venía a ver lo sucedido.

No tenía necesidad de decir una palabra, su mirada y sus gestos habían hablado, con una mirada furiosa me fulminó, yo sabía que había llegado mi día, así como le había sucedido a otras personas anteriormente al cometer un ligero error; yo no podía esperar algo de conmiseración de su parte después de tremendo desastre, todos me miraban de reojo, con lastima y alivio a la vez por no ser ellos, cuando algo así sucedía, los comentarios iban por todos los rincones alimentándose de la desgracia ajena, y ahora era mi turno. Yo sabía que no había otra alternativa para mí y sin embargo, no le quise dar la satisfacción de despedirme, así que tomé todas mis cosas y con mi frente en alto, pero llena de vergüenza y bañada en café, dije: “estoy harta de usted, Renuncio” devolví la carta y salí de la oficina para nunca más regresar.

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