A Luisa le suena el despertador a las siete y media todas las mañanas. No el móvil; el despertador. El mismo que le ha despertado los últimos, ¿qué? ¿veinte años? Por lo menos.
Se levanta y se pone el uniforme. Las duchas se las da cuando vuelve, casi de noche; no soporta el olor a limpiasuelos que se le queda impregnado en la ropa y en la piel después de cada turno. Da tres golpes en la puerta de la habitación que comparten las niñas:
-¡Vamos chicas!
Desayunan las tres y ella les acompaña a la escuela. La verdad es que podrían ir solas, pero le gusta hacerlo, en parte porque disfruta de la conversación que llevan por el camino, y en parte para vigilar. Sí, todavía cuenta con el privilegio de controlar con quién se relacionan sus hijas, al menos fuera del colegio. Le ha costado mucho esfuerzo protegerlas del bicho ese que les ha picado a todos, con los móviles, las tablets, los selfies y las tonterías, «San dios qué chorradas. Siempre inventan algo para volvernos idiotas». Sonríe un poco por fuera y suelta una carcajada por dentro cuando ve que sus hijas no saben de qué les habla un niño que se acerca chuleándose porque le han regalado un «airpad», o algo así era, ¡qué sabe ella tampoco! El crío se aleja, preguntándose seguramente el por qué de tanta indiferencia.
De las dos, la pequeña se pone a cantar la canción de Pippi Calzaslargas:
– Vamos a jugar a mi casa que es todo un castillo…
Y Luisa piensa en morderse la lengua, pero no puede; nunca puede.
– ¿Para qué quieres que parezca un castillo? ¿Para volverte tonta?
La niña suelta una risilla y continúa, que para eso se ha aprendido la letra entera:
– …una gran maleta llena de dinero, para que lo gaste en miles de bombones y caramelos.
Luisa vuelve a la carga:
– Para gastarlo en comida, ¡no en chorradas!
– ¡Mamá! ¡La letra de la canción es así!
Las tres se ríen. Quizás no lo sepan, pero siempre aceptarán sus diferencias, aunque a veces se les haga molesto.
Coge el autobús número doce que le lleva cada día a la nave donde trabaja limpiando de diez de la mañana a ocho de la tarde, con una hora en medio para comer. Ficha antes de las diez casi siempre. Sin sirena para entrar y sin canción que le endulce los lunes, ni los martes, ni ningún otro día. Se considera afortunada, eso sí, por tener un trabajo que no le exige demasiada concentración.
Nueve horas diarias que le han dado para sacarse psicología en su propia universidad imaginaria y hacer un master en sí misma. «Nunca salgo de trabajar igual que entro.»
Sabe que su oficio no es un oficio envidiado, pero también sabe que la gente envidia las cosas más estúpidas. La gente envidia ser envidiada.
Nueve horas diarias, que son diez, sólo que una de ellas es para comer en el trabajo.
Nueve horas diarias, que se multiplican por cada una de las preocupaciones que tiene Luisa en la cabeza -el día que las tiene-, y se dividen por cada una de sus alegrías; por cada una de sus buenas lecturas terminadas; por cada una de las flores que saca su azalea y que ella va descubriendo mientras la riega. No entiende que las personas no entiendan que son esas cosas las que nos salvan de nosotras mismas. Sabe que cuesta, pero también sabe que esa no es ninguna excusa.
A veces recuerda un tiempo en que compartía su vida con otra persona, y también con la persona anterior a esa; cómo las cenas animadas y sus sobremesas al volver del trabajo fueron dando paso a los silencios y los suspiros.
Y a veces reparte en sus nueve horas diarias breves visitas a otras compañeras que limpian otras zonas. Les da sustos si no le oyen llegar cuando llevan los auriculares puestos. Se los coloca ella y se pone a bailar, haciendo playback, hasta que alguna de ellas adivina la canción que interpreta. Algunas veces le pilla su encargada y le llama la atención mientras reprime las ganas de unirse a la carcajada.
La hora de la comida la pasan pasándose la sal de aquí para allá; aderezando la ensalada y también la conversación. Una dice que hay que obligar a los hijos a estudiar una carrera para que no acaben como ellas. Luisa pregunta qué tiene de bueno obligar a alguien a estudiar en la universidad y qué tiene de malo «acabar» como ellas. Sabe la respuesta, pero también sabe que es una respuesta aprendida.
El resto de la hora de la comida la pasan mirando el móvil que no pueden mirar durante las nueve horas restantes. Luisa sale a la calle, al polígono. Se acerca al bar-restaurante Valero y cuando no hay mucha gente comiendo entra a saludar a Benjamín, que siempre tiene la radio a tope y le canta los titulares de las noticias del día.
«Acabar como nosotras», piensa.
Trae a su mente la foto que tiene enmarcada en el salón. Seis mujeres que trabajan limpiando en el ferrocarril en Willard, Ohio, en 1940. Sonríen a la cámara con el sol de frente, orgullosas, cansadas, contentas, la mirada llena. Y luego piensa en su hermana, en su carrera y dos másteres, en su casa con jardín (y piscina, próximamente), en su «trabajo siempre de ocho a tres».
Sabe que la mayoría de personas que conoce envidian la vida de su hermana, pero también sabe la larga lista de personas a las que envidia su hermana. Y desde luego, sabe en qué foto estará ella; sonriendo, con el sol de frente.
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