Matilda iba camino de su trabajo.

Vivía en uno de los extrarradios más lejanos de la ciudad. Necesitaba salir de casa a las seis en punto si quería llegar a su hora de entrada. Esto hacía que tuviera que levantarse a unas horas en las que la mayoría de la gente anda imbuida en sus sueños más profundos. Cada mañana repetía la misma rutina. Amanecía entre bostezos y tras una larga conversación con el despertador se animaba a recuperar la verticalidad apropiada de cada día. No llevaba muy bien lo de madrugar, y más desde que vivía sola. Llevaba dos meses sin compartir la cama, había dejado una relación de cuatro años por incompatibilidades imposibles de conciliar, así que tomo la vía rápida y dura, la de “hasta aquí hemos llegado”. Consideraba que era lo más sano y sincero que podía hacer. La cuestión es que al ver que no era la única que madrugaba tenía una sensación menos pesada, porque parecía que la resaca de sueño era compartida. Se solidarizaban el uno con el otro.

Ahora todo era muy distinto. Ya nadie le preparaba el desayuno con el café a su medida, en el que siempre exigía un punto exacto de temperatura y de azúcar. Lo mismo con la bollería. Cada día tenía que ser distinto si quería empezar con buen pie. De hecho, muchas veces se acostaba fantaseando con lo que tomaría al día siguiente. Era la mejor forma de arrancar con ilusión la mañana, el desayuno.

Aunque le llevaba su tiempo desayunar, una vez terminado el festín, era como una exhalación en ponerse la ropa de trabajo, maquillarse, peinarse y rociarse de perfume. Con algo más de diez minutos tenía suficiente para estar preparada.

Una vez en el tren le gustaba sentarse lo más cerca de la puerta del vagón, para poder sentir el aire fresco de la mañana al llegar a las estaciones. Lo asientos de la entrada no eran los más cómodos que había, pero si los que albergaban las mayores posibilidades de disfrutar de la vista de los pasajeros.

Las puertas se abrieron y empezaron a entrar en tropel multitud de pasajeros. Subían a la carrera, en busca de los pocos asientos disponibles que quedaban. Ella, por suerte, subía en la primera parada de la línea por lo que nunca tenía problema para poder sentarse.

Aquella joven se quedó junto a las puertas del vagón, a la distancia justa como para poder radiografiar su silueta al completo. Matilda no dejó de observarla. Quedó perpleja por su belleza. Una melena larga y sedosa, tenía un pelo joven, sano y frondoso. Su piel era tersa y parecía tener una textura y brillo que parecía recién horneada, como esos bollitos que tanto le gustaban para desayunar. La chica mostraba algo de inquietud, seguramente llegaría tarde a su trabajo y pegada a la puerta parecía apremiar la rapidez del tren. Todo lo que percibía de aquella joven le resultaba delicioso. No sólo a ella, los hombres que estaban a golpe de vista no cesaban de observarla, se convertía así, en una pieza de caza. Y ella sin darse cuenta, pensaba Matilda.

Hay que ver lo que es la vida, se decía así misma, acordándose de los años en los que la juventud y la belleza reinaban en su vida. No es que fuera muy mayor, pero si lo justo para que las arrugas y los defectos de la piel empezaran a hacer mella en su expresión. Su textura ya no era la misma que hacía diez años y la silueta se había transformado en algo en lo que no se veía identificada. Incluso hacía ya tiempo que evitaba los espejos, fuente de melancolía a su edad.

Aquella chica representaba ese momento de plenitud que tanto añoraba, en el que su sola presencia era suficiente para rendir el mundo a sus pies. Ahora hacían falta otra serie de talentos para mantener el interés de los desconocidos.

Para Matilda esto fue un golpe bajo, se quedó ensimismada entre sus pensamientos mientras miraba aquel cuerpo, le costaba encajar esta señal de la naturaleza, del cambio generacional que se hacía presente. Una llamada de atención para la que no estaba preparada y que le había pillado por sorpresa.

La seguridad que aquellas miradas le ofrecieron en su día, ahora estaban puestas en otras personas. La cruda realidad, con toda su verdad.

Las dudas se apoderaron de ella durante el tiempo que compartió el vagón con aquella chica. A lo mejor los defectos que veía en su pareja no eran tan graves como había pensado en un momento. Quizá podría haber sido más paciente y algo menos exigente. Puede incluso que sus puntos enfrentados no lo estuvieran tanto. Estos eran algunos de los pensamientos que pasaban velozmente por su cabeza.

Observando aquel joven y sugerente cuerpo se sentía vulnerable, lejos de poder competir en igualdad de condiciones.

En un momento Matilda decidió cambiar sus hábitos de comida, se terminaron esos desayunos tan calóricos. No podía ser, así no iba a ninguna parte si quería sentirse como aquella joven. Sin darse cuenta todos sus pensamientos eran presos de la belleza que la tenía cautiva. No sólo eso, su atención sólo estaba puesta en ella.

-Mi parada. Sin darse apenas cuenta del tiempo transcurrido había llegado a su estación. Se levantó como una exhalación, le pilló por sorpresa así que tenía que moverse rápido, sin darle tiempo a echar una última mirada. Imbuida en su frenesí terminó por tropezar con una baldosa defectuosa del andén. Se abalanzó precipitadamente unos metros y terminó por caer al suelo. Una mano se prestó a ayudarla a levantarse.

-¡Vamos Matilda, qué te caes! – Allí estaba su compañera Pili, lista para el rescate.

-Toma anda, coge un churrito, que todavía están calientitos.

Matilda se levantó enérgicamente, como si no hubiera pasado nada, se cogió del brazo de Pili y agarró un churrito con la otra mano.

El día prometía.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS