Ellas se hacían llamar “Las chicas de La Banca”, en franca alegoría a la gran banca de roble donde se sentaban a compartir comida, chismes y pedazos de prójimo.

Literalmente los que no cabían en la Banca, eran tratados con tanta y sutil sevicia, que muchos empleados que entusiastas comenzaban su carrera en el Banco, huían derrotados por correos que no recibían respuesta, proyectos que no se hacían realidad y portazos cuando se daban ideas contrarias a su “Modus operandi” relajado y conformista.

Por eso cuando la señorita Smith llegó a la empresa, después de 12 años de ausencia, la miraron primero con curiosidad por sus gafas cuadradas, su pelo siempre amarrado en un moño en lo alto de la cabeza y tacones que arrastraba pesadamente. Luego de ver que nunca hizo el más mínimo esfuerzo por sentarse en la banca, la empezaron a despreciar.

Según los chismes de pasillo había sido una de las primeras empleadas de la empresa; Pero un día se marchó, con el corazón hecho trizas, encontró una nueva misión que la llenaba de angustia y amor su corazón. Por eso ellas, sin piedad, contaban que utilizaba sus desgracias para ganarse la compasión del gran jefe. Pocas de las personas que quedaban de aquella época defendían el hecho de que sus informes eran impecables y hablaba de la empresa con una pasión que parecía suya.

La señorita Smith, acostumbrada a tantas luchas, nunca había sabido defenderse de los odios gratuitos, los ignoraba, porque había optado por aceptar el hecho de que su extrema timidez y gran soberbia no le permitían granjearse amistades. Estaba segura de que su peor defecto era que nada la deslumbraba: es difícil vivir sin que nada le parezca a uno maravilloso y por eso no admiraba particularmente a nadie.

Sus grandes gafas no ocultaban lo despectiva que era frente a posiciones radicales o a la personas ignorantes por voluntad propia. Alzaba las cejas sin pudor cuando veía que a las 9 de la mañana no había acabado la tertulia de los desastres amorosos del día anterior, a la cual por supuesto, nunca era invitada. Empezó a sentir que contrario a lo que soñó, su regreso no fue feliz.

Quizás fue un cúmulo de cosas sin importancia, su coraza tan perfectamente diseñada con lágrimas de tantas derrotas ya no parecía tan fuerte. Ella, que se enfrentaba a desafíos que muchas personas creían no poder lograr, como aparecer en directo en televisión y hablar sin parar y sin libreto de su marca; ella que se creía tan valiente, decidió desistir. Nunca había necesitado tanto trabajar, el dinero escaseaba en casa, pero es que cada desaire, cada omisión, cada momento difícil fueron convirtiéndose una montaña de cosas sin resolver y así empezó a sentir que era invisible.

Quería gritar que ya no era la Clara Smith de los años 80, que se sentía una mala versión de sí misma. En el fondo sabía que su jefe la menospreciaba disimuladamente, que las finas líneas de expresión ya eran surcos que mostraban el paso inexorable de la vida, que su cabello no era ese manojo de crespos que la hacían tan sexy —ahora, incluso, los recogía en lo alto, para no sentir calor—, y que sus gafas, innecesarias, la escondían del mundo. Ya no se sentía segura de mostrar sus piernas y para bien o para mal aceptaba, mejor que su jefe, el hecho de que era una mujer madura, no una muñeca de exhibición.

Lo decidió la mañana que se dio cuenta que llevaba tres días con un informe, que no lograba terminar. Se dolió de sí misma por débil, por no tratar de ser la de antes, pero es que la de antes no tenía miedos atravesados, la de antes buena o mala, era diferente. Ahora tenía kilos de más y entusiasmos de menos, eso no la apocaba, pero la estremecía saber que este reto en particular de ser la gran ejecutiva, ese sueño de dejar huella, ya había pasado.

Por eso un día huyó. La llamaron a una reunión que sabía llena de detractores y burlas; mientras recorría el pasillo, que más le parecía un patíbulo, se quitó los tacones como levando anclas y corrió hasta donde sus pulmones de fumadora la dejaron. Corrió a un lugar, donde se sintiera viva, y no la estuvieran matando a punta de recordarle que estaba muy vieja . Huyó hacia sí misma y allá se quedó.

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