-¡Coño Teresa! ¡Era mi mejor amiga y se acostaba con mi marido!
-Relaja, Juana, relaja- le respondí con tono suave y colocándole la cabeza de vuelta en el agujero de la camilla.
Con los ojos mirando al suelo y los hombros menos tensos, Juana seguía farfullando entre dientes sobre aquel atroz episodio.
-Todo comenzó hace 10 años, cuando Marta trabajaba para mí en la residencia de ancianos. Era mi mejor amiga, así que cuando vino pidiendo ayuda, no dudé en ofrecerle trabajo. Daba pena verle con solo 5 años de casada y un matrimonio que iba en picada; el poco agrado hacía su marido era evidente.
-¿Duele aquí? –pregunté presionando con el pulgar el músculo esternocleidomastoideo, ubicado en el lado izquierdo del cuello
-Joder que si no- me respondió Juana entre lamentos.
Mientras el masaje circular desvanecía la tensión del músculo, mi paciente de unos 65 años, complexión media y cabellera castaña, reanudó el relato
-Marta estaba casada con su primo segundo, antes de estar con mi ex-marido, claro. Seis meses antes de morir, Ricardo sufrió un infarto. Se recuperó pero lo mantuvieron bajo medicación diaria. Un día, sin más, no amaneció. Encontraron su cuerpo extinto sobre la cama y a una Marta simulando un trágica pena por la pérdida de su hasta entonces pareja. La policía decidió cerrar el informe debido a los antecedentes médicos de Ricardo y nunca nadie sospechó de una muerte premeditada.
-Lo que debes saber- continuó – es que cada mañana, Marta me ofrecía un café cuando llegaba a la residencia. Recién llegaba de llevar a mis hijas al colegio, preparar el desayuno, dejar las camas hechas y la comida lista para calentar; que lo que más me apetecía era una taza de café, así que cada vez que ella ofrecía, yo asentía y lo bebía sin más. Coincidió entonces con un malestar que me atormentaba todas las tardes; mareos, cansancio, desorientación. No me explicaba qué me sucedía, de dónde provenían los repentinos cambios que deterioraban mi salud cada día más. Un día, al estar buscando azúcar en la cocina de la residencia, me encontré con un frasco de Aloperidol; confronté a una enfermera sobre aquello y sólo dijo que Marta lo guardaba ahí, que ella y sus compañeras tenían instrucciones claras de nunca cambiarlo de sitio. Y entonces lo supe, ¡lo supe Teresa!- me dijo casi gritando- Marta había estado poniendo gotas del medicamento relajante en mi café ¡Qué tonta había sido!…
-Relaja, Juana, relaja – le indiqué con la voz y las yemas de los dedos
-Sí, sí, estoy relajada
Juana llevaba desde entonces un collar de plata como amuleto para el mal. La solución para sus males, según el curandero del barrio vecino, era un vaso de sales a estrellar en la puerta de Marta, un jarrón con las cenizas de su fotografía y la medalla santificada siempre colgada a su cuello.
Nunca supe más de Juana. El collar al parecer, no le fue suficiente.
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