Ese día la temperatura al mediodía había sobrepasado los 34º, pero adentro, en la oficina, con el nuevo Split recientemente colocado, se estaba de maravilla. Ahí estaban las pagodas, en enjambre, junto a una bandeja a risotada limpia. Comían pan dulce entre los formularios B y los expedientes firmados y listos para enviar de paseo a la 316. Sus bocazas pintorroneadas de color fucsia aspiraban humo a la vez que fruta abrillantada que escupían para uno u otro lado, si la fruta todavía estaba muy verde. Hablaban bla ble bli de formas incómodas, de quejudas noticias, todas en cliché opinando sobre sandeces y temitas mayores como el cáncer de páncreas de Tota, a veces en tono más grave,todas asintiendo: “Oh, sí. Oh, sí”
¡Qué raza las pagodas! ¡Qué encanto!
Pero describirlas sería perder el tiempo, porque todos alguna vez estuvimos con una, todos alguna vez hemos requerido de sus servicios y hemos sido tratados o maltratados por ellas. No son malas… tal vez, en ciertas ocasiones pueden resultar hostiles o agresivas, pero… son los días, el clima, los papeles, la fotocopiadora que no anda. Hay que entenderlas porque con sus tiempos, horas más, minutos menos, las pagodas harán su tarea.
Lo importante ahora es contar esta increíble historia, la que tuvo lugar aquel 31 de diciembre en la oficina de Pagoda Ramírez, a las 11:59 AM, cuando de repente, sin que nadie se lo esperara, se declaró el asueto.
Cacarearon de felicidad. En un explicable movimiento que pareció mágico, cerraron la ventanilla de atención al público. Pagoda 1 sacó un álbum de fotos, y Pagoda 2 aprovechó para vender sus chucherías: joyitas enchapadas en oro y lencería por catálogo. Pagoda Ramírez no daba a basto con las tareas: contestaba correos, mientras imprimía planillas y se probaba en la mano algún que otro anillo con piedra fantasía. Mari abría un pan dulce, y Mirta preparaba el escritorio: sustituía lapiceros por cubiertos y resmas de papel por vasos plásticos. Entonces pasó. Que pagoda Ramírez colapsó. Así de repente. Lo vio todo: su apuro y el de las otras. Alguien golpeando incesante la ventanilla que no abrirían, y la mesa de oficina convertida en banquete de navidad. No se sabe qué le ocurrió (tal vez el pan dulce rancio de segunda marca) pero se quedó dura. Fue como un frío que le paralizó el cuello. Alcanzó a decir “ay” y se fue al suelo. Con silla y todo. Cayó para atrás y su cabeza rebotó como una pelota. Por un solo momento -único momento inédito en el historial de esa oficina- las pagodas se callaron. Hubo silencio y después revuelo. Pagoda Ramírez ya no respiraba. Sonaron los teléfonos. Se rumoreaban todo tipo de cosas. Emergencias Médicas no tardó en llegar aunque igual fue tarde. Improvisaron una camilla, la revisonearon y mironearon. Todas comentaron y se compadecieron. Cinco minutos de conmoción tremenda en aquel piso 13. Hasta que no hubo más que hacer. Pagoda 1 tomó el teléfono para comunicar un poco ansiosa la noticia a los familiares. Ensayó el discurso hasta que le salió. Pagoda 2, lamentó la fecha y dijo algo sobre un Vitel Toné que Pagoda Ramírez debía terminar para la noche. Entonces ocurrió: que Pagoda Ramírez parece que escuchó y su deber de Pagoda la trajo desde el más allá. Vino desde tan lejos tan rápido como pudo, con tos convulsa. Abrió los ojos como huevos y expectoró una nuez que pegó contra la pantalla del monitor que había quedado encendida.Otra vez silencio. Se incorporó confundida y mencionó algo sobre unas ventanas que nadie comprendió. El alivio se sintió en la risa y los abrazos de las otras Pagodas que pagodeaban.
Esa noche, Pagoda Ramírez preparó el mejor vitel toné que jamás hubiera hecho, y estuvo feliz y jocosa, y hasta dio un discurso en la mesa. Comió maníes a rabiar y champaña con gusto a fresa. Al otro día no se levantó. Había cumplido con su destino de Pagoda.
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