Nunca pensé que llegaría a esto. Siempre he procurado vivir con los pies en el suelo, y aun así…
No recuerdo cómo ni cuándo dejé de ser el joven idealista que lo tenía todo claro. El mundo real fue limando actitudes, frenando ímpetus, abriendo los ojos, poniendo “cada cosa en su lugar”.
Ahora, años después y algunos trabajos más tarde, me siento sucio, como un traidor a los principios por los que tanto había luchado, y nadie me había preparado para esto.
Ser un idealista era fácil, cuando no tenía conflictos con los que lidiar. Pero si tienes que alimentarte a ti y a una familia, cuando la empresa en la que estás no tiene que justificar tu despido, ni casi pagarlo, cuando el trabajo escasea, y las perspectivas para alguien como tú son, en el mejor de los casos, oscuras, entonces es cuando ser un idealista es prácticamente imposible.
Empecé por dejar de exigir mejoras. Luego, renuncié a reclamar algunos de los privilegios que se habían conquistado tras años de lucha. Luego, me tocó resignarme al perder algunos derechos “superfluos”, siendo el siguiente paso morderme la lengua para no reclamar los derechos más básicos. El resultado es que cuando me encuentro con alguien a quien hace tiempo que no veo, a la pregunta de “cómo estás”, contesto con un “trabajando” en vez de con un “bien”. Y me siento obligado a sentirme afortunado por tener un empleo, aunque me paguen poco y no pueda enfermar, aunque deba echar horas sin cobrarlas y tenga que hacer favores en domingo o sábado para que no piensen que no me importa la buena marcha de la empresa.
Porque ahora, la nueva situación es que si la empresa se va a pique es porque los trabajadores no arrimamos el hombro. Ahora, si reclamo paga extra, hora de descanso o vacaciones, o si se me ocurre negarme a “quedarme un ratito más”, soy yo el culpable de que la empresa se hunda. Y los compañeros me tacharán de insolidario, y en mi familia dirán que “hay que poner los pies en la tierra”, que, si la empresa cierra, soy yo quien se va a quedar sin trabajo y va a ser peor que quedarme sin cobrar las guardias.
El caso es que, con este panorama, lo que no cuento a nadie es que también yo viví por encima de mis posibilidades, y me siento como si hubiera robado en una tienda un cacharro que no necesitaba y encima me hubieran pillado, haciéndome pasar la vergüenza de señalarme como a un ratero.
Con todo esto, no le explico a nadie que todo esto ha sido porque el director de mi banco tenía plena confianza en mi nómina para pagar cualquier cantidad de dinero y se me llenó la cabeza de pajaritos… Y pensé que tenía derecho a una vida de comodidades, con un buen coche, una casa en condiciones y bien amueblada, incluso con poder irme de vacaciones a un crucero o a Disneyland. Y no se lo dije a nadie porque me avergüenzo de haberme dejado engañar, de haberme creído que podía vivir bien con mi trabajo.
Porque en realidad, lo que de verdad me duele de todo esto es sentir que lo que tenía era todo prestado; vacaciones, hora de descanso, que me tuvieran en cuenta, ganar lo suficiente para vivir holgadamente… todo eso era prestado, y han venido a reclamármelo. Me siento como si nada fuera cierto, como si despertara de un dulce sueño para volver a mi pesadilla.
Ahora todos me explican que era insostenible, que se veía venir, que estaba cantado, que parece mentira que un adulto medianamente inteligente y con los pies en la tierra se creyera todas esas historias sobre la hipoteca milagrosa, esa que se comía todas tus deudas y además te daba para un capricho, pagando menos que antes.
Sin embargo, cuando creí tocar fondo, que ya no me quedaban más renuncias que hacer, llega el momento del más amargo cáliz, el momento en el que alguien a quien quiero o a quien admiro, o alguien en quien confío o por quien siento respeto se deja caer en una conversación trivial con algún comentario del tipo “se lo han ganado a pulso, por no pensarse las cosas” o con un “se creían que iban a ganar siempre ese dineral en la construcción” o con cualquier comentario despectivo sobre los que, trabajando, queríamos disfrutar de lo mismo que los ricos o los que se habían ganado un puesto gracias a sus estudios o sus oposiciones.
Hoy soy uno de esos que tanto critiqué. He abandonado principios para no perder el trabajo, he renunciado a derechos por no perder un sueldo, uno que me permita pagar, comer y poco más.
Si hoy me encontrara con mi versión joven e idealista, ¿Qué haría?, ¿Le diría que lo que piensa no son más que tonterías y que la vida se encargará de hacérselo ver?, ¿le animaría a seguir sus ideales, advirtiéndole de los muchos obstáculos que hay por el camino?
Tengo claro que hay que vivir en la realidad y que el precio por tener una vida puede ser muy alto en términos de principios e ideales, pero no es menos cierto que son los sueños y los anhelos de muchos que vivieron oprimidos los que hicieron de nuestra sociedad lo que es hoy en día.
Espero de corazón que puedas perdonarme, joven yo, por no haber estado a la altura de tus sueños. Por no haber sabido defender tus ideales, por no haber tenido el valor y la fuerza de renunciar a lo material para avanzar hacia una sociedad que nos lleve a todos a un lugar más elevado moralmente, en el que valgan más las acciones solidarias que las de la bolsa y en el que el trabajo de cada uno contribuya al enriquecimiento de la sociedad y no al de unos pocos.
Atentamente, un extrabajador de la construcción reconvertido en nuevo esclavo del sector servicio.
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