Moralidad Cuestionada

Moralidad Cuestionada

Pudieron ser los reflectores delante del escenario o los inagotables vasos de coñac que se servían como cortesía de la casa, o tal vez si soy justa, la misma clientela que gobernaba gran parte de la sala. No tengo muy claro lo que fue, pero ese día, ante la salida de Carmen al escenario, algo había cambiado en aquella oscura taberna en los suburbios de la ciudad. Todas las miradas se posaban sobre ella, con tal expectación de poder ver sus talentos artísticos una vez más. Figuraba con su gran esplendor como nunca antes lo había podido lograr. El mayor de los éxitos: la fama.

Lo que ignoraba la gran mayoría eran los grandes sacrificios que había tenido que realizar para llegar hasta ese momento. Sus días como cantante y bailarina de cabaré habían comenzado, y a lo mejor terminado, con el mismo nombre: Gerard. Incluso su simple recuerdo me provoca una extraña sensación de desagrado y una repulsión infinita. No era el mejor de los amos, pero incluso hasta la más salvaje de las bestias sabe quién tiene el látigo y el odio que siente al verlo jamás se cura.

Nuestra vida siempre pasaba de las fantásticas historias de las artes a una rotunda realidad que nos despertaba del sueño profundo. No éramos nada ni nadie. Nuestros rostros significaban menos que nuestros disfraces ante la sociedad parisina. Quizás eso fue lo que Gerard aprovechó para corromper nuestra alma. Eso, en conjunto con nuestra propia necesidad de realizar lo que muchos llaman el sueño americano. Ilusas fuimos. Torpes e ilusas.

Carmen era diferente a todas las demás. Era la favorita del público y, he de admitir, también de nosotras. Era buena amiga y nos quería como hermanas. Aun así, comenzó como todas. Cuando la trajeron no se esperaba mucho de ella, era frágil y no sabía ni bailar. Aprendía con gran torpeza y costaba creer que pudiera llegar a brillar como lo hizo unos años después. Su esbelta figura encajaba hasta en las más estrechas vestiduras y contrastaba, casi siempre, con su tono de piel.

Aun así, el sueño de oro que flanqueaba su mente la perturbaba enormemente durante los largos ensayos. Su perfeccionista forma de realizar las cosas la limitaba en casi todo lo que intentaba hacer. Se le veía perdida e inútil. Procuraba esforzarse al máximo; a duras penas lograba concretar los pasos para antes de cada función. Quizás fue su tajante ida al banquillo de los inocentes frente al escritorio del encargado, lo que hacía que su semblante temblara de un imprevisto espontáneo. Especulaba sobre los hechos, pero jamás me atreví a preguntarle de forma directa.

Todo cambio de una forma radical ante aquella propuesta del 21 de Enero; unas semanas antes del estreno. Sabía con certeza que desistiría de aquella opción. El precio que debíamos pagar era alto; para Carmen era solo una degradación antes de recibir el gran premio. Como si el éxito en sí necesitara demostrarse con llanto y sufrimiento. Un silencio callado y sumiso me dio a entender sus intenciones. No se habló del asunto. No era necesario.

Finalmente, ante la propia desgracia, Carmen se veía sola ante el mundo. Desalojada de su cordura y, quizás un poco más, de su propia valentía. Danzaba y bailaba a la perfección. Jugaba con sus trajes haciéndose cada vez más propia del personaje y, a la vez, perdiéndose a sí misma. La luz cayó de una forma serena, el sonido dramático del fondo acallo. Se acercaba el gran acto. Ante el deleitem sus ropas cayeron; su alma dejaba el cuerpo como el caído de su traje en el suelo. Entre los aplausos y aclamaciones, Carmen dejó de ser Carmen. Dejó de ser una de nosotras.

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