Poco y mal. Como siempre, he dormido poco y mal. Un rayo de luz de Caravaggio sobre mi rostro me hace reaccionar del modo contrario a San Mateo en la vocación. Me obliga a fruncir el ceño, a refunfuñar, a maldecir e ir poco a poco desbloqueando los sentidos. Observo el reloj y marca las siete de la mañana. Pienso en voz alta y vocalizo lentamente. «Estoy en… ¿Dónde narices estoy? En Florencia». Sí, otra vez Florencia.
Sentado sobre la cama, pienso si levantarme definitivamente o dejar que se vayan sin el guía del grupo. Pienso, repienso y vuelvo a repensar. De hecho, pienso si existe la palabra repensar. «Si me pagasen por pensar… o mejor aún, por repensar…»
Vuelvo a mirar el reloj. Las 7:01.
El mundo va lento, muy lento. Me acuerdo de una frase sabia de mi abuela «El tiempo vuela y las horas no pasan».
Después de una ducha rápida, me visto y bajo a desayunar. Me siento oliendo el café, pero al ver como se aproximan dos personas del grupo, me vienen a la cabeza los momentos como cuando uno se encuentra frente a las puertas donde dice: «Solo personal autorizado». Haría pegatinas con esa frase y le añadiría «por lo menos hasta que me beba el café». Haría pegatinas y las colocaría en la frente, bien visible. El fondo negro y las letras en amarillo chillón. Que se vieran desde España, traducido a los cuatro idiomas cooficiales. Y al italiano. Por si acaso.
—Hola, buenos días, ¿puedo hablar contigo un minuto? Ya sé que no es la hora del desayuno, pero te he llamado a la habitación desde la recepción, y al ver que no estabas, he supuesto que estarías desayunando.
«Buena apreciación. Llamarme a las siete y media de la mañana a la habitación, es un síntoma de que no me pagan lo suficiente».
—Hola Antonio. Buenos días, sí claro.
—Verás. Es que María, sufre de ansiedad y ayer se encontró muy mal. Con taquicardias.
La propia María, que parece que dicha ansiedad ha coartado su vocabulario, asiente con movimientos rápidos y cortos y con la mirada etérea a lo Jack Nicholson en Alguien voló sobre el nido del cuco. De un modo velocísimo, Antonio me va describiendo las andanzas de María mientras asiento con movimientos más lentos que los de la protagonista de la historia. «¿Cómo cojones no va a tener taquicardias? Hicimos más de 500 km en el autobús. Una persona se perdió en Siena y estamos en plena ola de calor. Ayer 40 grados. En Asís el menú consistió en sopa ardiendo y alubias. Después nos traen a este hotel dónde Cristo perdió el mechero, y hoy es el día que menos madrugáis. A las siete y media de la mañana».
—Ella no quiere quedarse aquí —prosigue Antonio— quiere ver los horarios de los trenes y marcharse directamente a Venecia. No quiere estar aquí― a Antonio se le dobla la voz. Los ojos se tornan vidriosos en clara evolución a un llanto desconsolado, mientras eleva el tono de voz— ¡Es que no me entiendes! Es que se me va a morir, se me va, y no quiero. ¡Nos vamos a Venecia nosotros dos y punto!
«¡La madre que me parió! ¿Y Tú eres el cuerdo? Pero ¿Quién sufre de ansiedad de los dos?»
—Tranquilo. No pasa nada, no te preocupes. Verás; ayer fue un día difícil. Son muchos quilómetros, mucha tensión con las horas del autobús, las prisas, el calor…
Ante tanto grito, la gente se gira violentamente mirando a los tres pirados del centro del comedor. «Sus caras me dicen que están viendo a Tim Roth y a Rosanna Arquette gritando―Te quiero Bunki. ― Te quiero Jalimori. A continuación sacan la pistola y atracan el local».
Finalmente, consigo establecer un punto de equilibrio y cordura entre los tres. Optan por calmarse y deciden ir a desayunar, mientras otras dos parejas discuten por quién es el que había pescado el curasán antes. La lucha por el último curasán. Evito cruzar miradas y vuelvo a mi café. Está helado.
Unos minutos más tarde la gente va llegando al autobús. Subimos y empieza el ritual de salida. Primero a contar. Faltan dos. A Contar otra vez. Faltan dos. Cuando me decido a bajar del autocar e ir a la recepción, observo a los ausentados dándose cariñitos por el hall del hotel.
—Señores, hemos quedado hace quince minutos— les espeto.
—No. Somos los más puntuales. Has dicho a las ocho y cuarto—. Me comenta con aire de superioridad—Estoy segurísima.
«Claro. Todos han entendido a las ocho excepto vosotros. Las cuarenta y ocho personas que han llegado a la hora que tocaba, tienen problemas auditivos. Los listos. Los especiales, sois vosotros. No te jode».
—No. Habíamos dicho a las ocho en punto. Venga, vamos— les comento en un tono conciliador—que el resto del grupo ya está esperando en el autobús.
—Es su problema. Que hubiesen bajado a la hora.
Zanjo la discusión acudiendo a la razón y a la sensatez, sabiendo que una retirada a tiempo es una victoria. Me trago el ego, la tozudez y decido callarme y asentir. Subo al autobús y observo como dos señoras octogenarias están sentadas en mi sitio.
―Es que nos mareamos― dice una mientras su compañera ronca como un puma amenazado.
Respiro hondo. Vuelvo a respirar y pienso en inventar el verbo re-respirar como sinónimo de conservar la elegancia y la profesionalidad.
«Pagaría por ser Rocky Balboa repartiendo mamporros en un autobús. No, mejor aun, Michael Douglas en Un día de furia. Pagaría por ser Samuel L. Jackson en Pulp Fiction y recitar el pasaje de Ezequiel 25-17 delante de 49 personas. En vivo y en directo. Mejor aún. Sin duda, me arruinaría por ser Robert Duval en Apocalysis Now. Miraría al conductor diciéndole: —¿Hueles eso? Es Napalm. Me encanta el olor a Napalm por la mañana».
Miro el reloj. Las 8:20. Vuelvo a pensar, a repensar, y concluyo: Viajar es un placer.
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