Llegué a esa escuela huyendo de otras, porque siempre me había aterrado ser maestra. Eso no era más que un castigo divino ya que hacía años, cuando era aún muy joven había despotricado de los maestros de escuela pública por lerdos y poco interesados en su labor. Tanto así que había hecho que mi madre, cuando estaba en cuarto de primaria y luego de haberme cambiado seis veces de escuela, me consiguiera una beca en el colegio de las hermanas de la presentación, pues yo prometía convertirme en monja alguna vez. De mis maestros de los primeros años recuerdo el tedio y la impaciencia. No tengo ningún recuerdo distinto que el de copiar del tablero lecciones inteligibles. No los recuerdo en actitud y disposición de enseñar.

De cómo llegué a postularme para una licenciatura en la universidad, debo decir que fue un acto involuntario. Yo quería estudiar filosofía y letras o periodismo, algo en todo caso muy relacionado con la lectura y la escritura, pero en el listado de carreras que nos enviaron de la universidad, alguna compañera me hizo notar en una que rezaba: Psico-pedagogía en Educación Infantil Especial y de golpe me pareció interesante, dedicarse tipo consultorio a trabajar con niños que tuviesen alguna dificultad de aprendizaje. Fue así, un relampagueo de curiosidad, como todas las decisiones que he tomado en mi vida.

Así que desde ir a las prácticas como estudiante, pasando por mis primeros trabajos, hasta verme enfilada en el sistema educativo de mi ciudad, me parecían el colmo de la vergüenza. Entonces fui de una ineptitud lamentable a la hora de planear, dictar clases o calificar, pues siempre pretendía imprimirle creatividad al asunto: sacar los niños de la escuela a recorrer las quebradas vecinas, dedicarme exclusivamente a que leyeran y produjeran textos, invitarlos a que investigaran y por ahí derecho, saltarme las normas, ser la maestra atípica y en exceso reactiva a todas las personas, modos y costumbres de la educación.

Fue así como pasé de escuela en escuela dejando olas de perplejidad y malestar que ya me precedía a donde fuera reasignada.

Cuando lo conocí a él andaba rogándole a todos los maestros que por favor participaran en el proyecto de cine y literatura que había montado con ayuda de la alcaldía prestándome un auditorio en las cercanías de la institución para hacer las proyecciones.

Él era viejo y el típico maestro de los que yo despreciaba porque solo hablaban del sueldo y de cuando saldrían a paro pidiendo un aumento. Yo era una cuarentona exuberante, muy bien casada con un alto ejecutivo de EPM, con dos hijos y un estatus del que muy pocos maestros podían vanagloriarse: vivía en un estrato alto, tenía mi propio auto y salía de vacaciones fuera del país. Mejor dicho, vivía en el Olimpo y miraba a los demás como simples mortales.

A él -me lo confesó después- le daban mariposas en el estómago cada vez que me veía, con mi esbelta figura, abdomen plano, preciosos senos reconstruidos después de la maternidad, eternos jeans, tenis y enormes pies, tratando de convencer a los maestros en reuniones y en charlas aparte de que hiciéramos las cosas distintas, de que no nos limitáramos a dictar clase: arar en el desierto. El caso es que me veía tan suplicante, tan necesitada de reconocimiento, tratando de hacer algo y de ser alguien que fui presa fácil.

Me saludaba de beso cuando me encontraba, escuchaba mis jaculatorias pedagógicas, llevaba a sus alumnos a las proyecciones de películas y me defendía de las atrocidades que se decían de mí: que estaba loca y que era una intensa. Pero sobre todo me escuchaba sonriendo. Y así tomamos la costumbre de hablar y hablar en cada reunión y cada vez que teníamos oportunidad.

Entre bromas y con malicia me decía que cuándo iríamos a tomarnos una cerveza. A mí no me apetecía ni lo encontraba provocador ni extraño, lo mío era la lógica y el intelecto, pero tanto dijo y mandó decir, que un día sin pensarlo le dije:

– Cuando quiera vamos y nos tomamos esa cerveza. Sin pensar en ir o en no ir.

La invitación se repetía, pero nunca se concretaba. Y tanto dijo y tanto hizo que terminé sabiendo el nombre de su mujer, que tenía 3 hijos a los que adoraba, que llevaba 24 años casado (yo llevaba 16 y 24 me parecieron una eternidad y una buena justificación para que hablara tan despectivamente de su mujer y su estado) y empecé a sentir lástima. Luego me contó que su verdadero amor lo había cambiado por un ingeniero rico cuando contaba con tan solo 20 años y que luego él se había casado con «una amiga que le caía bien» pero que nunca la había amado, que ella, su esposa había enloquecido porque él le había sido infiel muchas veces (de verdad enloquecido, de ser internada) que incluso llegó a tener una novia reconocida por mas de 10 años y ella lo había sabido siempre, amenazaba con dejarlo o con suicidarse pero que nunca había sido capaz de hacerlo.

Y se confesaba absolutamente solo.

El caso es que por pura curiosidad, por simple compasión empecé a pensar con frecuencia en él. Fue así como una tarde de sábado, habiéndome conseguido su número en la secretaría del colegio llamé a su teléfono celular y lo invité a ir a cine. El contestó que no podía. Esto me enloqueció. Me obsesionó. A poco estaba rogándole que saliera conmigo, que fuera un héroe. Que se expusiera por mí. Y así lo hizo. A su mujer tuvieron que internarla una vez más. Mi marido me dio una paliza y me echó de la casa.

Fuimos un escándalo general.

No nos importaba. Yo aullaba de deseo por él a todas horas. Eso, hasta que supe que mi marido había dejado de sufrir y se había enamorado de otra.

Entonces la que enloquecí fui yo.

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