LA RABIA DEL TONTO
Puede que este encargado me toque los cojones solamente para que dirija mi rabia hacia la veta; puede que no lleguea pensar que cada golpe de mi pico es un desahogo imaginado destrozando su cara; puede que no conozca los límites de la impertinencia y esté jugando mal las cartas de su poder insignificante. Hasta hoy le ha servido. Saco tanto carbón como dos de mis compañeros juntos y ¿de qué me sirve? Cobro lo mismo a final de mes. Sin embargo, soy incapaz de bajar el ritmo. Una rabia furibunda invade mi ser cuando empuño mis herramientas y descargo todos mis problemas contra el muro negro que tengo enfrente, como si castigara a la propia tierra, hiriéndola con el acero enfurecido que forma parte de mí. “No trabajes tanto”, me dicen mis compañeros, “pareces tonto”. Y sé que lo soy, pero el único consuelo que me queda es ahondar el agujero en el que paso mis días. El agobio se hace inaguantable cuando intento bajar el ritmo; los segundos se magnifican y el aburrimiento enciende mis nervios, volviéndome irascible e intratable.
No logro asumir mi papel de bestia de carga condenada a aguantar tan pesado arado, pero es el momento del día en el que más disfruto. Mi mente queda en blanco y es la furia la que controla mi cuerpo. Me dejo llevar por ella, pues la ira no piensa, solamente actúa. Así, llevo una semana sin salir de esta galería. Ya ni el encargado se acerca, pues sólo emito feroces gruñidos a quien osa dirigirse a mí. Los compañeros me traen bocadillos que devoro cual hiena hambrienta, gastando el tiempo mínimo, después del cual vuelvo al tajo con renovadas fuerzas. Nunca había sido tan feliz. Dentro de mi rabia destructora he llegado a encontrar la calma de mi espíritu.
Al décimo día salgo, físicamente destrozado. Mi encargado me informa sonriente de que he sacado los mismos kilos que dos hombres durante un mes completo. Me da una palmadita en la espalda y me dice, “Descansa un par de días chaval, pero prepárate, que sé de lo que eres capaz y no te voy a dejar parar”.
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