LOS fantasmas no siempre hemos sido fantasmas. Antes fuimos personas con preocupaciones, con ilusiones, con rutina. Personas con memoria, con inquietudes, con fracasos. Yo, por ejemplo, era un hombre felizmente casado. A mi matrimonio le debo una hija, un pasado, una hipoteca. ¿Cuándo nos convertimos las personas en fantasmas? Me llamo Amado Storni. Permítanme que les cuente mi historia.
Han leído bien. Mi matrimonio era un matrimonio feliz. A Consuelo, mi querida esposa, la conocí en la fiesta de cumpleaños de un amigo común. Una rubia de pelo interminable, ojos zarcos y una sonrisa grácil hospedada en unos labios contorneados de carmín. Fui flechado por sus ojos al mirarme, por su voz al hablarme, por sus manos al tocarme. Ese mismo día nos prometimos amor eterno. Al mes, nos dábamos el “sí quiero” en el altar. Un año después, la pasión nos bendecía con el nacimiento de Daniela, una preciosa niña de ojos azules como su madre y de fácil afecto, como yo. Consuelo conquistaba el mercado de la moda íntima con “Tersa”, su firma en lencería; yo era ascendido a jefe de recursos humanos en una importante multinacional dedicada a la gestión informática. El tiempo nos duraba muy poco; éramos felices, quiero decir.
Pero un veintinueve de un febrero bisiesto, la suerte cambió de bando. Patty, la nueva directora ejecutiva, aterrizaba en la empresa para pintar de negro el rojo intenso de los números de las cuentas. Tenía el indómito carácter de quien le gusta imponer su criterio. ¡A cualquier precio! De esas personas a las que les gusta con desmesura el cumplimiento de las obligaciones de los demás. En cuestiones del querer, las flechas de Cupido nunca la acertaron. ¡Ni la rozaron! Sus relaciones se mantuvieron a flote por el interés de unas piernas siempre abiertas al sexo pero cerradas al amor. La suerte, la mala, hizo que aquella mujer sin afecto se fijara en mí. Y las rectas paralelas de nuestros destinos empezaron a tocarse.
Patty decidió que el universo de la oficina era demasiado pequeño y trasladó nuestra relación al bullicio de los garitos, los vertederos de amor donde la soledad se pinta de deseo. Y la mala excusa del exceso de trabajo empezó a justificar mis ausencias del hogar. El tiempo se reproducía a cámara lenta.
El día de mi muerte Irina, la secretaria de Patty, me avisó de que la jefa quería verme.
Un minuto después, mis nudillos golpeaban la puerta del despacho. A Patty no le gustaba que la hicieran esperar.
En su mesa había cientos de contratos. Cogió un montón. Al azar.
Con su áspera diplomacia me echó del despacho. Una hora después, Patty entraba en el mío. Sin llamar.
Se sentó en el brazo derecho de mi sillón. Atusándome el pelo, con tono acaramelado y conciliador, me susurró al oído:
Sus caricias me convencieron.
Aquella noche, después de la copa prometida y de otras cinco más, la muerte nos invitó a acompañarla cuando nuestro coche chocó frontalmente contra un camión.
Así es como las personas nos convertimos en fantasmas. Es la oportunidad que los dioses del reino de lo oculto nos brindan a los que como yo nos arrepentimos de nuestros errores. Patty, sin embargo, ha tenido peor suerte. Convertida en un espectro sin esperanza de perdón, se reencarna en los cuerpos de aquellos que odian más que aman; inquinas viscerales que la matan un día para volver a morir al día siguiente.
Desde esta cárcel sin barrotes disfruto de la niñez de mi hija. ¡Ya ha cumplido ocho años! ¡Cuánto se parece a su madre! En noches como ésta velo sus sueños. Y al sentirla dormida, beso su mejilla. Y en mi obligada soledad, recuerdo. Y sufro. Y lloro. Y en la razón de lo aparente, la pérfida angustia me obliga a dudar si las personas no serán los fantasmas y nosotros, los fantasmas, las personas.
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