—Es un trabajo de metiche. Se sientan, ven qué pueden reclamar a los padres y cada quincena cobran una fortuna —decía la señora de ropa gastada que ocupaba el asiento frente a mí en el autobús.

—No saben lo que es quebrarse la espalda —le respondía su acompañante—. ¡Qué vida la de los profesores!

Metiches, así se ve a los profesores en México.

La muerte por cáncer de una excelente alumna de tan sólo ocho años, la amenaza de un padre de familia cuyo «trabajo» es embarazar mujeres para luego prostituirlas usando a sus hijos como gancho, los fuertes problemas con otros compañeros de trabajo, la preocupación por la conducta agresiva y suicida de un alumno de seis años y el dolor de corazón al tratar con una madre que desea la muerte de su hijo…

Vivo con una profesora, cada año ella tiene desde veinte hasta treinta y séis hijos e hijas, sin contar a mi hermano y a mí. La conozco bastante, y la lista que mencioné hace un instante es sólo una pequeña parte de las muchas historias en su trabajo como metiche, como entrometida.

No dudo que aquellas dos mujeres trabajen mucho, no creo que sean malas personas, tampoco tengo algún mal sentimiento hacia ellas, pero me hubiera gustado que no bajaran hace un momento. Tengo algunas historias que contarles, a ellas y a quien quiera escuchar.


Daniel

Los grados favoritos de mi mamá son primero y segundo año, sí, esos años de los que muchos huyen por la entrega y paciencia que se necesita para que en la mente de un niño, esas formas raras lleguen a significar letras, después palabras y finalmente aquellos símbolos sean algo en su imaginación.

¡Oh!, ¡qué ven mis ojos! —exclama la profesora recién entra al aula—. ¿De dónde salió tanta guapura?, ¿quién cocinó tanto niño sabroso e inteligente? ¿A poco son de verdad? —Le aprieta las mejillas a una niña y ésta se ríe.

¡Somos de verdad! —gritan al unísono.

¡Qué bueno!, porque les quería presentar a alguien muy Graciosa, Grande, Gorda, Generosa y… Gelatinosa… ¡La señora «G»! —Escribió la letra en el pizarrón—. ¡Un aplauso para la señora G!

Todos aplaudieron emocionados, todos menos uno.

¡Maestra, Daniel está dormido! —indica una niña.

La profesora se acerca a él y frunce el ceño, es la tercera vez en la semana que se queda dormido. Le sacude con cuidado el hombro y el delgaducho niño abre los ojos con lentitud.

¿Te trajeron lunch? —cuestiona ella.

El niño niega.

¿Desayunaste?

El pequeño niega otra vez.

Mi madre manda a otro alumno por una torta y le da a Daniel un jugo que tenía guardado.

Continua con la clase una vez que el niño está comiendo, deja actividad y le pide a Daniel su libreta para mandar un recado.

Recuerdo ese día, fue hace poco. Mi mamá llegó a casa muy ansiosa. Sirvió la comida, escombró un su habitación y me pidió que fuere con ella al cuarto.

Cierra con seguro —me ordenó. Lo hice.

En cuanto la vi, noté sus ojos vidriosos. Antes de que pudiera preguntarle algo me dio su celular indicándome que leyera un mensaje que le enviaron.

Un tal «Tlacuache» le decía que dejara de meterse en donde no le incumbía, que si se enteraba de que andaba indagando en la vida de Daniel ella y su «bonita hija» iban a conocer a su gente.

Ella no sabía cómo habían conseguido su número, me dijo que buscando encontrar a alguien que se responsabilizara de su alumno descubrió que su familia era la más temida del pueblo.

Una semana después, Daniel y su familia dejaron el peublo.

¿Cómo ayudas al inocente con las manos atadas?


Rodrigo

Con una mente brillante, las energías de un caballo salvaje y la inmadurez de sus once años, Rodrigo está sólo en el salón. No podrá irse hasta que su madre hable con la profesora.

En cuanto mi mamá ve que se acerca la señora se adelanta a encontrarla, no me dice nada, a veces de entre tantas cosas olvida que no tuve clases y estoy con ella.

Entro al aula para sentarme junto a Rodrigo. Dada la situación parecerá extraño que diga que mi madre lo apreciaba mucho igual que yo.

Ambos damos un vistazo por la ventana hacia nuestras madres.

Me va a matar… o peor, me hará vivir con ella y su marido el resto de mi vida —se lamenta él.

¿Por qué sería tan terrible vivir siempre con tu mamá?

—Tengo una idea —dije sonriendo—. Iré con mi madre para decirte lo que están hablando.

A él le pareció buena idea, así que sin causar mucha sospecha me paré junto a mi madre.

Maestra, preferiría que me hubiera llamado para decirme que Rodrigo se calló del techo y murió, a que me dé otra queja de él —dice la mujer con un tono frío en su voz.

Me quedé tan impresionada que no quería oír más, así que regresé adentro del salón.

—¿Qué dijeron? —me susurra él.

No recuerdo si le respondí con la verdad. Aunque si se trata de sinceridad, su madre se encargó de que a él le quedaran claros sus deseos a lo largo de los años.

La última vez que lo vi, tenía los ojos rojos y un extraño cigarro en la mano, estaba con otros dos chicos. Llamé la atención de mi madre hacia él, íbamos en el auto. Al verlo, ella se detuvo un momento y sólo pudo gemir, mirarme con tristeza y seguir manejando.

A estas alturas, diez años después de que fuera su alumno, mi madre todavía se pregunta si quizá, si hubiera sido más metiche, el mundo de Rodrigo sería diferente.

Una vez le pregunté por qué había decidido ser profesora, ella sólo me sonrió con entusiasmo.

Ser profesora es más que enseñar. La satisfacción de la profesión está en entrometerse, por mucho que ello duela o desgaste.

A pesar de todo, ella ama ser metiche.



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