En estos momentos estoy en el balcón de mi departamento en San Luis Potosí, México. Tengo la cabeza con muchos pensamientos, demasiados. La mayoría son sobre mi situación laboral, o más bien sobre lo inexistente que ésta es. Son tantas ideas que circulan en mi cabeza que ni siquiera me detengo a admirar las bonitas plantas que he cuidado en estos últimos meses.
Antes de seguir, quiero aclarar que estas líneas solo son un breve desahogo de lo que vive una mujer profesionista sin trabajo, de 31 años de edad, recién casada, sin hijos y quien decidió renunciar a un cómodo puesto del gobierno federal para estar con su esposo trasladado hace más de un año a la ciudad de San Luis Potosí. No está de más aclarar que este escrito está muy lejos de apoyar o criticar a algún político o gobierno.
Hace un mes, me sentía mal porque debía ir puntualmente a las 9 a la oficina; odiaba los lunes porque debía enfrentar los pendientes, pero recuerdo que por la tarde ya me sentía mejor. Ahora es al revés porque los lunes por la mañana me siento muy bien, pero por la tarde siento el pánico de la improductividad, el pánico de llegar a la quincena y ver mi cuenta disminuyéndose. Todavía no tengo ningún dependiente económico, ni hijos que alimentar. Pero no quiere decir que no esté desesperada ni triste.
Cuando estás sin trabajo le echas la culpa al gobierno, a la situación económica del país, hasta a la universidad donde estudiaste por no haber tenido convenios con grandes empresas, pero la verdad es que si lo pienso fríamente, no encuentro aún a un culpable y, honestamente, dudo que lo haya porque la vida es más allá que un juicio.
Al principio creí que era mi responsabilidad, pero todos los días busco trabajo, tengo en la mente qué tipo de puesto quiero y empiezo mi búsqueda. Me contactan, voy a las entrevistas. Respondo exámenes psicológicos, vuelvo a ir a las entrevistas, pero no obtengo esepuesto tan suculento de 7 mil pesos que implica ir los sábados a trabajar. Para aquellos que lo duden, sí era sarcasmo el término “suculento”.
De tantas entrevistas fallidas ya hice mi discurso perfecto para enamorar a mis futuros jefes. El problema es que siempre tengo algún errorcito. En la última se me olvidó decir que no necesito hacer maestrías y que realmente mi vida perfecta era ser asistente y ganar 7 mil pesos. En vez de eso, la sinceridad me traicionó y terminé diciendo que en algunos años quería ir a Francia para estudiar y que me gustaban los retos y crecer laboral y profesionalmente. ERROR. No me contrataron. Apuesto a que se quedó la persona que está plenamente segura de lo que será en 10 años; la que no aspira para nada a ser mamá y la que está dispuesta a seguir en el puesto aunque a su marido lo transfieran a China. O lo más probable, se quedó alguien que supo mentir mejor.
Para mí, las entrevistas de trabajo es jugar póker: debes engañar, saber jugar aunque no tengas las mejores cartas y sobre todo, bluffear. Mi problema es que siempre comunico lo que realmente pienso. Soy mala para mentir y por eso es que nadie me cree cuando digo que nunca quiero ser mamá y me mandan a volar porque no sé qué responder a la clásica pregunta de “¿cómo te ves en 10 años? Sinceramente, nunca entenderé por qué siempre cuestionan eso los de RRHH, pero eso es tema de otro escrito.
Estar desempleada también me ha enseñado a que tal vez, realmente, gasto mucho de mi tiempo tratando de señalar a alguien, de tener un culpable cuando tal vez no exista. Estar sin trabajo es una situación que sencillamente hay que aceptar; no lamentarla. Aunque suene y parezca simple, el desempleo no es un gran problema porque se soluciona buscando trabajo y esperando a que te contraten. El problema real del desempleo es vivir ese tiempo, esa espera, esa incertidumbre porque las deudas son las más certeras y las que nunca fallan en llegar.
Estar desempleado también significa sentirse mal con uno mismo muy de vez en cuando porque a pesar de que sabesque no es tu culpa del todo, no puedes evitar el sentirte rechazado. No es nada más algo económico, sino que trasciende a tu autoestima, a tu aceptación. Sé que por eso escribo. Aunque no represente para mí ninguna ganancia de dinero, escribir significa conservar mi dignidad. Es un recordatorio de que todavía soy capaz de hacer algo con mi cerebro, de que todavía está ahí la razón por la que decidí estudiar Comunicación. De que está vivo todavía lo que el desempleo toma por muerto: la productividad anímica. Y sobre todo, escribir me recuerda también de que la hoja en blanco es el único lugar donde vale la pena ser sincera en su totalidad. Por lo tanto, sé que escribir no es un escape, sino mi pasión, mi lugar favorito porque es aquello que refleja mi esencia.
Lo que yo quería lograr con estas líneas era compartir mi vivencia del desempleo. No tengo una solución para evitar sentirse triste, rechazado, sin autoestima, sin seguro y demás ni tampoco puedo cambiar las políticas de la gente de Recursos Humanos. Sin embargo, me ha funcionado en estos últimos días hacer lo que mejor me sienta.
Sé que sonará simplista, además de aplicar a miles de trabajos y acudir a más entrevistas, y no quitar el dedo del renglón, un antídoto contra los sentimientos tóxicos del desempleo es hacer lo que nos gusta. En mi caso es escribir porque además de ser gratis, se fortalecen mis ideas, mi creatividad crece y, sobre todo, mi autoestima se alivia.
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