Son las veintiuna y treinta, y, con dieciocho segundos. Lo observo en un reloj digital situado en el techo, lo tengo encima de mi cabeza, el tamaño es similar al de mi cuerpo, acabo de abrir los ojos. Estoy atado de manos y pies, aunque en los brazos tengo algo más de movimiento, mi cabeza está rodeada por un casco y lleva una gafa. La luz en la habitación donde me encuentro es tenue, unas tiras de líneas de colores amarillo y azul similar a la de una llama ilumina el contorno de esta habitación cuadrilonga. En las paredes más alargadas solo aparece el color negro, al igual en todas sus partes. Cada segundo del cronógrafo suena como gota fundida a llegar al fin de su destino, las paredes se van estrechando. Mi cuerpo me duele; solamente escucho el roce de las cadenas que dificultan el intento de mis movimientos, y ese goteo sin fin por segundos. La numeración con colores simultáneos va cambiando de una tonalidad cada hora, siempre amarilla azulada, únicamente han pasado dos horas. Mis muñecas las tengo inflamadas y me empiezan a sangrar, los dedos de los pies se me retuercen, por el dolor agudo en la presión sanguínea de mis tobillos al igual que siento un denso calor a mí alrededor. Las paredes siguen disminuyéndose a una velocidad vertiginosa, se convierten en llamarada, el fuego es incesante, empiezo arder por todos los lados, y pierdo la conciencia.
Nuevamente reaccionan mis parpados. Lo único que escucho es el tictac de las agujas de un reloj. Retomo mis sentidos, no veo nada y la respiración la tengo agitada. No sé adónde me encuentro, intento mover mi cuerpo, no puedo con facilidad. Acerco la mano derecha con dificultad al bolsillo situado en el mismo lugar de mi pantalón vaquero; me está estrecho, y con los dedos pulgar e índice moviéndolos en forma de pinza, consigo sacar un mechero del molesto bolsillo. Con varios intentos, a la décima vez, el chisquero enciende. Con la débil lumbre, contemplo que me encuentro metido en un ataúd de madera. Mi corazón bombea sangre sin control, como el de un neonato y el cuerpo lo tengo con una sudoración excesiva. Consigo mirar con dificultad la hora; las manecillas del reloj marcan las nueve y treinta, y, con dieciocho segundos. Deduzco qué solo tengo dos horas escasas para poder salir de este infierno. Los tobillos están atados con una especie de brida de plástico, no puedo mover las piernas. Respiro con dificultad, tengo menos oxígeno. Las lentillas que llevo colocada me dan algo más de visión. Comienzo a pegar golpes con los nudillos de mi mano izquierda en la madera situada a un escaso palmo de mi cara; unos tras otros, de manera consecutiva, los voy chocando sin control. Los nudillos los tengo llenos de astillas, no sé si son de pequeños fragmentos de mis huesos o añicos de la tabla. La sangre impregnada en la madera gotea continuamente cayendo sobre mi rostro. Nuevamente miro el reloj. Cogiéndolo de mi camiseta, me indica que solamente faltan cinco minutos para el trascurso de las dos horas. Mi estado es de histeria, doy fuerte chillidos desapacibles, mi sollozo es continuo; la madera empieza a agrietarse el tiempo se acaba, toda la arena sepultadora comprime mi cuerpo, y pierdo el conocimiento.
Dos meses anteriores, me habían acusado de un delito que nunca cometí. La sentencia definitiva confirmaba mi condena a una pena de muerte.
—Walker ¿aún no ha muerto el animal este?
—No señor Clark. Le hemos dado dos sesiones celebrales virtuales de las más altas; con casco, gafa y lentillas, solo pierde la conciencia. Aunque sí le puedo confirmar, que su cerebro está ya prácticamente vegetativo.
—Esto de estas nuevas tecnologías, ¡es una verdadera mierda! Dele la última sesión. Sí…, siguieran existiendo; la electrocución, la inyección o el gas letal… Este ya estaría en el infierno. ¡Cómo ha cambiado este trabajo!
Un suspiro de agonía retoma mis sentidos. Me encuentro en mi cuarto escondido tras un disfraz en un cuerpo que no es el mío. Mi mujer entra sonriendo, alguien está con ella. No lo reconozco, por el aspecto parece de mediana edad. Me acuesto en un sillón situado en frente de la cama, mi tamaño es pequeño y tengo abundante pelo, entiendo lo que hablan.
—Maika estás preciosa…
El extraño empieza a acariciar a mi mujer, y, simultáneamente la besa, ella disfruta con él. Maika en pleno gozo mira de reojo y me ve.
—¡Para Clark ! ¡Hay un gato en el sillón!
Él me da con un zapato, maúllo, y me escondo debajo de la cama. Lo escucho todo.
—Qué raro Clark… En mi casa nunca ha habido un gato, habrá entrado desde la calle por la puerta de servicio.
Con la agilidad que me caracteriza vuelvo a mi sitio, la angustia desalentadora se apodera en el fluir caluroso de mi sangre, el dolor de mi estómago es agónico. El sexo es duro. Él empieza a forcejear a Maika, ella comienza a sentirse incomoda. La insulta y golpea sin piedad; atada en la cama, la sabana está empapada de sangre. Con sonidos moribundos la asfixia con la almohada, me mira a los ojos, se lanza sobre mí para intentar atraparme; le araño sobre el cuello, los brazos y le doy un mordisco en la parte superior del tobillo izquierdo, le arranco un trozo de piel. Me lanza contra la pared, caigo al suelo y me retuerce el cuello.
Walker estaba por primera vez en un estado de shock, siempre las secuencias empleadas se grababan y se veían en una amplia pantalla a través de un proyector digitalizador, llegaba Clark.
—Walker ¿murió por fin el preso?
—Sí señor Clark.
Clark se sentaba en la silla para atarse el calzado izquierdo, el pantalón se le subía y el calcetín lo tenía bajo. Walker le miraba la zona hacia el tobillo, donde inmóvil de asombro frente a la desgarrada herida, el semblante de Walker es aterrador.
OPINIONES Y COMENTARIOS