El día que jugué contra Dios

El día que jugué contra Dios

Jonathan Lerma

17/03/2018

Primero que todo, Dios es zurdo, es de lo más raro. No se puede defender a alguien que además de especial posee la característica innata de manejar el balón con la pierna que solo uno de cada diez o veinte maneja, es imposible. Segundo y para mayor frustración, ambas piernas, izquierda y derecha, las maneja como si fueran manos, ordenándoles que hagan literalmente cosas imposibles para nosotros los ordinarios, los que entablamos relaciones a larga distancia con nuestros músculos para que hagan caso rotundo y con la mayor brevedad posible, de alguna idea acertada que se nos ocurra durante los noventa minutos. Para acabar de completar, enamorado de las dicotomías disonantes, nació latino, argentino por encima de todo y embravecido, algo que le permite afrontar la cancha con un hambre de gol que solo se conoce en los países del tercer mundo. Mi trabajo es sencillo. Como se habrán dado cuenta, juego fútbol. Soy defensa y me destacó por agilidad y anticipos, tengo buena altura y buen físico, muevo ambas piernas como si fuera bajito de estatura y fui bendecido con una cadera lo suficientemente suelta como para evadir a los inadvertidos que no se creen rivales. Cumplí el sueño de todo niño y el anhelo fortuito de cada hombre costumbrista de este país, jugar profesionalmente a la pelota y vivir viajando, conociendo los mejores estadios sin jamás tener que untarme del mundo y sus mecanismos. Lo jugué todo y lo gané todo, estaba más listo y preparado para brillar en el exterior de lo que estuvieron Pelé y Maradona en sus mundiales de oro, sin embargo, y para infortunio mío, nada fue suficiente para advertirme lo que seria enfrentarme a Dios jugando.

Marcador uno a uno y sesenta minutos. Las piernas rebotan calientes y los dedos entumecidos aguardan dentro de los botines que sostienen los taches llenos de barro. Vamos corriendo más por impulso que con claridad y obediencia. Dios viene por mi perfil que es el derecho y yo me paro de lado, firme y ligeramente inclinado, mostrándole siempre el lado como enseñan en las escuelas a defender desde temprano, dejando las piernas libres para atender el balón hacía cualquier dirección que pueda tomar. Me mira a los ojos y me pierdo absoluto, lo recuerdo todo; cuantas veces hizo esto y cuantas lo otro, a que jugador tomó con la derecha y a cuales otros dejó pasar haciendo uso del amague, dejando la zurda como escondite para salir por el otro lado despacio, girando sobre sí mismo mientras retoma el impulso, la clásica jugada que desbarata caderas postizas de futbolistas de gimnasio. Vi sus brazos dictando el engaño, moviéndose en al aire como fuerzas propias y acrecentadas, dictando el próximo movimiento que a veces ni siquiera seguía por instinto, sino que simplemente solucionaba con su repertorio de infamias: Un globito o un caño, haciendo un taco o cambiando de pierna para apaciguar a los estirados y sobretodo, a los jugados, los que yacen en el suelo mirando hacia arriba como quien despide a un tren perdido y lejano. Todo lo veo ahí, claro, dibujado en sus ojos, pasado y futuro en su semblante atareado. El gol, su celebración y su rabia, lo veo todo claro y de frente, en cámara lenta, sudando, aferrado a la quietud del instante que afanado vibra esperando una solución. Ni yo me quito ni él se mueve, la colisión parece eminente y yo sigo parado, aguantando. Al siguiente segundo ya no está, se ha ido. Hizo algo que aún no entiendo, algo que no es nuevo, pero si rápido, muy natural, casi hasta suelto, algo medio discreto y la vez descomunal. Lo sentí como un amigo, como si su ofensa personal no fuera en realidad una ofensa sino más bien un regalo, como si hubiese pasado de la forma más elegante posible sin desafiar la naturaleza y sin dejarse encerrar por la misma, mientras al mismo tiempo y sin darle mucha relevancia, en sus ojos me ofrecía un atisbo de la humanidad que infundia a sus movimientos certeros y medidos, haciéndolos cercanos a mí, permitiéndome estirar la pierna más por mandato que por convicción, asegurando mi participación del trámite que él ya ha visto pasar ante sí mismo, dejando testimonio del encuentro feroz entre lo humano y lo verdaderamente humano, lo extraordinario. Algo de una foto y una celebración, unos dedos teñidos de azulgrana que señalan al cielo que atónito ante la magistral jugada, cualquiera que en realidad haya sido, le devuelve el saludo bajo truenos y un gris fundido, orgulloso de la sagacidad con la que engulle allá abajo todo lo que se le cruce en su camino. Cinco minutos e hizo lo mismo, lo dejaron solo y habiendo resuelto, lanzo un pase que parecía tibio como el chocolate en las mañanas de invierno, pero que con la curva y la humedad del césped terminó siendo imposible de detener. En ocho minutos ya íbamos dos goles abajo abatidos y destrozados, cansados y corriendo más por inercia y protocolo que por deseos de competir, enterrando en el olvido el empate que hace tan poco parecía dar vida a un partido de futbol. Al minuto noventa y cinco Dios se despidió del campo, perdimos cinco goles a uno, tres los marcó Él y los otros dos los creo desde fuera del área mientras caminaba pensando en las formas más bellas capaces de dar vida al futbol, creándolas ahí mismo, a la vista de todos, vistiendo guayos y dejando sus huellas en la cancha que compartimos todos con su presencia. Nada de aplausos ni de discursos, saludos secos y para atrás, al camerino. De vuelta al túnel y en el momento menos esperado, pasa a mi lado. Deja su mano sobre mi espalda y me mira sonriendo, otro día de trabajo, dice ligero, como quien suelta una confidencia. Intenté asentir, pero ya no estaba, se había ido.

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