Una lágrima derramando por su mejilla era el vestigio de que su obra estaba conclusa. El camino sinuoso que había tenido que recorrer para la creación de “Hécate”, su más brillante escultura, producía en Mauro Buonarroti una sensación de serenidad no experimentada con anterioridad.
El joven escultor, procedente del seno familiar de una estirpe de pedigüeños, consiguió alcanzar la lucidez a la edad de 17 años, cuando por vez primera vio la obra acabada de Miguel Ángel en el centro de la Piazza della Signoria. El David produjo una sensación inefable en Mauro, que supo, en el mismo instante en que contempló al perfecto hombre tallado del insulso mármol, que él quería emplear su vida en crear a la perfecta pareja para su David, que así era como lo llamaría en su mente.
Mauro tenía mucho empeño en conseguir su objetivo, pero los recursos económicos de los que disponía no estaban a la par con los gastos que suponía llevar a cabo una empresa de este calibre, pues la creación de obras, aunque tenía un gran prestigio, era cara, y mucho, más teniendo en cuenta la tiranía que los Médici ejercían en Florencia, no dejando a las clases bajas ningún tipo de triunfo que no fuese para La Famiglia o en su beneficio.
Encontrar el bloque de mármol blanco era el objetivo principal para Buonarroti, ya que era lo más costoso en cuanto a materiales. Se le ocurrió la idea de utilizar bloques que otros artistas hubieran desdeñado, por lo que fue preguntando por todos los talleres de la ciudad hasta encontrar un trozo que se ajustaba a las medidas aproximadas de su David. El fragmento había sufrido unas pequeñas incisiones en la parte baja, pero no suponía un problema, pues no pretendía mostrar la desnudez inferior de Hécate, por lo que con un elegante traje largo taparía el tren inferior de su diosa.
Con ayuda de algunos de sus vecinos trasladó el bloque hasta el patio de su casa, donde comenzó un arduo trabajo que le llevo tres años. En ese tiempo que anduvo en la ocupación de su obra, el intrépido chico se convirtió en un hombre y, al igual que todos los hombres, el amor consiguió alcanzarle de lleno en forma de mujer, pues aunque esculpir le llevaba la mayor parte de su tiempo, en la singladura de su vida había conseguido conocer a una bonita mujer que le superaba en edad, en altura y en estatus social.
Catalina se había quedado prendada del joven Mauro, pero sabía que su amor era imposible porque llevaba casada desde los catorce años. El escultor era un don nadie, un cualquiera, nunca podría ser aceptado en la nobleza italiana, ella lo sabía bien, pero mientras que fuera joven y su familia poderosa, disfrutaría del mundanal cuerpo de Mauro tantas veces como ella precisara, pues él tenía un encanto único que la hacía sentir como en un estado de embriaguez constante. Mauro, aunque creía estar enamorado, servía se de lo pudiente que era su gentil amante, sonsacándole el dinero que necesitaba por la mañana, compensado con los besos y caricias con las que la había provisto en la noche.
Nada le importaba más que su obra. En las madrugadas más frías sentía sobresaltos, ataques de pánico pensando que su obra jamás vería la luz, o al menos que no sería digna de admiración por la falta de belleza. Cuando se encontraba en este estado de ansiedad trabajaba con más ahínco, poniendo sus cinco sentidos en tallar con mayor precisión la que sería su carta de presentación como artista en el mundo.
Durante esos tres años lo dio todo, pero perdió más. Siendo hijo único, sus ansias de gloria habían dado con sus pobres padres en la miseria absoluta, y los fuertes temporales de frío que habían azotado Italia acabaron con sus vidas. Catalina, a la que tanto había querido, viendo excesivo el aprovechamiento monetario que Mauro ostentaba, decidió poner fin a sus encuentros. Por consiguiente, el solitario escultor plasmó cada una de sus desdichas en la obra con tal dulzura, que cuando la vio acabada no pudo más que llorar durante días.
Mauro se dispuso a exponer su obra ante la sociedad florentina. Para ello intentó contactar con los más pudientes allegados de la zona, pero ninguno se molestó en ir a visitar la obra del hijo de “El mendigo”, que era como se conocía al padre de Mauro. Nadie se dignó a ver su trabajo, por lo que recurrió a Catalina. Le pidió que utilizara su influencia para que su obra fuera comprada o al menos que se expusiera cerca de la de su David,… pero Catalina no aceptó, veía en la obra las penurias que su familia acarreaba para la población, lo harapiento de aquel hombre que en secreto la había poseído, se avergonzaba de ello, la obra debía ser destruida.
Tras meses de perseverancia y con la llegada del buen tiempo, Mauro decidió viajar a la ciudad de Arezzo, donde Ruper, un amigo de la familia le había prometido la exposición de “Hécate”. A su llegada, se celebraba la Giostra del Saracino. Al concluir dicha fiesta todo el mundo se esperó en la plaza para ver la exposición de la escultura, pero por alguna razón no encontraban a Mauro. La gente empezó a impacientarse y corrió el rumor de que la estatua había sido destruida. Efectivamente. Encontraron a “Hécate” hecha añicos y al joven florentino colgado de la viga más alta de su estancia. El suceso no fue excesivamente divulgado por Florencia pero llegó a oídos de una de las criadas de Catalina, la cual informó a su ama.
- -Señora, me he enterado de un trágico suceso.
- -¿Qué ha sucedido? Dime.
- -Su amigo, Mauro, ha sido encontrado muerto en Arezzo.
- -¡Oh! Es una trágica noticia. Quien en su sano juicio sería capaz de matar a un hombre y robar una estatua.
- -Señora, tiene razón pero, ¿cómo sabe que la estatua fue robada?
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