La muerte de mi abuela se preparó por años. Creció dentro de ella conquistándole el ánimo, el tiempo, los espacios, la noche, el sueño, la paciencia; por último le ocupó el cuerpo. Y se tendió en la cama con palabras de aquella fe ciega que resguardan las viejas convencidas de sus mínimas cosas, y se murió una noche de madrugada, atenazada y pálida como un clavel envenenado.
Pero fue lenta, aquella muerte suya vino entre los muebles y suspiraba en los rincones de la casa. Pero no se esperaba. Envejecía, siempre envejecía.
Había nacido en este extenso territorio, hija de golondrinas que obrajeaban y de caminadores campesinos. Tenía la piel pálida, el cabello largo, la falda amplia. Había quedado en su rostro una expresión de niña que sonreía y le brillaba una chispa cansada de su encanto. Era caprichosa, irascible, bonita, laboriosa al viejo estilo de almidones y fregadas, con una cocina plagada de aceites y pimientas. Cebaba un mate milagrosamente dulzón y diluido que alargaba interminablemente los horarios.
Algún invierno volví, adolescente y alto entré por su portón de chapas desconchadas y el patio frío se cubría de una piel moribunda. Los árboles tenían una llovizna de polvo apático cayéndole en los hombros. Estaba ella dando vueltas por la casa, afanosa y mermada ante la inmensidad de la tarea que durante tantos años la ocupara, y sobre el cristal de los espejos había venido el polvo a dormirse aquella tarde seca. Salió conmigo al patio y susurraba palabras pesarosas acerca de suciedades y de gallinas incorrectas. Tanta era su angustia de no poder limpiar el mundo, barrerlo, encadenarlo, poner de nuevo orden humano en aquel revoltijo que crecía en sus plantas y amenazaba con expulsarla hacia los oscuros salones de la casa donde todavía esos días finales recorrió los costados de la mesa acomodando vasos en las vitrinas y sacudiendo las toscas flores de plástico.
Me contaron que un día cruzó el portal cansina y desgarrada con la escoba torcida en la cintura y, empujando la mugre de las gallinas más allá de su puerta, la sorprendió la Muerte. Vino a verla con su escoria de ulcera y ahogos, entró junto con ella por la puerta apenas apoyada suavemente sobre sus cortos hombros. Fue la Muerte en espíritu quien le quitó la escoba de la mano, le abrió las sábanas y abrigos, le acojinó la almohada, y se sentó en el borde de la cama a murmurar sus cuentas conclusivas.
Desde atrás de la morera la hija vino, mirándola callada en la distancia; y era tanto el dolor que había en aire, era tan grave y espeso su silencio. Sola, ella, la anciana criatura humana derrotada. Ya nunca más se alzó de aquella muerte. Ya nunca más el patio reluciente, los vasos cristalinos, las gallinas ahuyentadas, los manteles aclarados. La casa, sin su hormiga, se derrumbó en su tierra y sus telarañas, los árboles se hundieron y quebraron, el patio se abrió en basuras y charcos.
Junto al portal, abandonada y mustia, quedó la última escoba.
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