DESEMPLEADA POR SINIESTRO

DESEMPLEADA POR SINIESTRO

La angustia me oprime el pecho, siento la necesidad de despegarla de mi cuerpo como si fuera una camisa sucia y vieja que puedo sacarme por el cuello.

Pienso en esto mientras espero la notificación en mi celular, mi último pago, los últimos tres mil pesos con los que se concluye una historia de diez años. Ese dinero con el que podría pasar las festividades navideñas que en mi corazón no tienen nada de festivo.

Aún resuenan en mis oídos las palabras de mi jefe: «yo te ofrezco que dejes la empresa hasta que decidas jubilarte». Medito en la frase y sonrío con una mueca indefinida… ese también era mi plan, pero descubro con una amarga frustración que la vida no respeta tus planes.

No sé que pensar… hay días como hoy, que como ustedes verán no serviría para dar ánimos a nadie, que solo se me antoja sentarme en mi sala y llorar interminablemente.

Hay otros días en que aflora mi segunda personalidad (un poco menos pesimista) y entonces enumero con los dedos de mi mano lo que todavía tengo, lo que aún no he perdido… casi puedo sentirme afortunada por mirar las paredes de mi casa intactas, por esperar con comida caliente a que mi esposo regrese del trabajo.

El sentimiento de fortuna se incrementa al reflexionar que a diferencia de “otros” no perdí ningún familiar, no perdí mi hogar, solo un trabajo de diez años… no es mucho que lamentar.

En mis paseos vespertinos observo vacíos donde antes existían edificios; grietas y polvo donde antes había vida.

He rondado de cerca ese centro comercial donde solía trabajar. La primera vez que me dejaron entrar para rescatar algunas pertenencias quise suponer que me encontraba en un set cinematográfico donde los vidrios rotos y las lámparas que anteriormente se encontraban empotradas en el techo y hoy pendían de un cable a escasos centímetros del piso eran parte de la utilería.

Todavía no comprendo la gravedad de lo ocurrido, tengo la vaga sensación de ser parte de un hecho histórico, algo nunca antes imaginado y muy pocas veces visto.

Lo mas inúltil del mundo es preguntar: ¿por qué? Aunque este cuestionamiento estoy segura que ha ocupado la mente de los miles de afectados, ahora damnificados de ese terremoto de mierda.

El por qué de los sucesos es la gran incógnita de la vida. Generalmente solo reflexionamos cuando son sucesos negativos, nadie que yo conozca pasaría meditando más de diez segundos sobre las bases filosóficas del por qué le pegó al gordo de la lotería.

Y a esa pregunta siempre se encontrarán miles de respuestas, miles de teorías: el fin de los tiempos, Donald Trump manipulando el Haarp, Corea del Norte y sus pruebas nucleares, el Popo haciendo erupción o la llegada de los extraterrestres a tierras aztecas.

Nadie lo sabe: quizá ninguno, quizá de todo un poco. Lo que si resulta inverosímil es como la vida de miles de mexicanos cambió por completo en dos minutos ese Diecinueve de Septiembre (incluyendo la mía).

Yo siempre había creído que por no tener muy buena suerte en la repartición de padres amorosos poseía una “atención celestial individual”. Según mi madre, Dios dice en la Biblia que cuidará especialmente de las viudas y los huérfanos y según ella dicho caso se aplicaba directamente a nosotras.

Así que si bien no había nacido ni muy guapa ni muy rica ni muy alta y tampoco muy lista, pues si contaba con una “palanca angelical”, que me había evitado pasar por tragos demasiado amargos hasta mis treinta y siete años de vida.

Había nacido como cualquier mexicana de clase media godinez que es bautizada con un nombre que no le dice nada a nadie fuera de su apreciable familia.

Alguien que no existe, aunque se toca, aunque se observe o aunque realice las funciones corporales más elementales. Aún no existe porque todavía no se ha hecho un lugar en este mundo.

A fuerza de trompicones, de codazos dados y recibidos, a fuerza de años de estudio y desvelo pasé de un anonimato artero a convertirme en «mi dentista de cabecera».

Con todo, la vida se tornaba rutinaria pero agradable. Es conveniente sentir la certeza de que un día es la repetición de otro, y así hasta el infinito. Saludar al paciente, preguntar por molestias, torunda con topicaína, punción, eliminación de caries, obturación de cavidad etc,etc… todo mecanizado.

De menor odiaba las oficinas, por lo aburrido que me suponía el sentarme por horas frente a una pantalla de ordenador… por eso fui dentista, por el contacto humano que podía tener, por las conversaciones y vivencias compartidas. Y ahora me doy cuenta que a últimas fechas eso también lo estaba perdiendo.

Pero bueno, no divaguemos. Estaba comentando de las “cómodas certezas” que otorgan un aire de estabilidad a nuestras vidas. La rutina es cómoda, aburrida, desmotivante, aniquilante… pero cómoda. No supone un reto, no supone autoconocimiento, no supone cortar de tajo el camino y probar otro sendero.

Hoy mismo también me considero seriamente damnificada, ultrajada en mi más profundo sentido de seguridad. Sé que probablemente las personas a las que el sismo literalmente les destruyó la vida se podrían reir a carcajadas: solo perdió el empleo, (me señalarían con su anular)… y se queja por esa nimiedad.

Pero no solo perdí mi trabajo, perdí la certeza que me había acompañado toda mi vida, perdí mi palanca angelical y ese sentimiento de invulnerabilidad.

Adquirí otra certeza en su lugar… la fragilidad de mi existencia.

Muchas personas lo perdieron todo, incluida la esperanza. ¿Tal vez Dios les envió ese castigo por sus malos actos?, ¿por su mal proceder?… no lo creo, de hecho puedo estar bastante segura que dentro de los muertos y despojados se encontraban humanos bastante más nobles y mejores que yo.

Y si gente buena puede llegar a sufrir esa desolación… ¿qué me hace diferente?, ¿qué me exime de correr con la misma suerte?

Es duro responder que nada.

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