MIGRACIÓN MISERIA

MIGRACIÓN MISERIA

Fran Nore

13/03/2018


El jazz es un bosque de cobres

Federico Villegas Barrientos


Sonia se cansaba de refregar los pisos a esas altas horas de la noche, una labor dispendiosa y ultrajante, luego le tocaba el mugriento lavabo del baño de los hombres y el wc en la cabina privada del cantinero, un hombre mayor, de cara arrugada y voz desagradable. Tenía el turno nocturno de aseadora en un antro de personajes dilatados.

Lastima por su hija de cinco años que se quedaba en la casa de Ángela, la buena samaritana miope que la cuidaba mientras ella se despabilaba toda por conseguir dinero de aquella forma despiadada. había buscado otros empleos, pero sólo le resultó aquel oficio menesteroso en aquel bar despotricado de rameras, de políticos borrachos y negros altaneros.

Ser de Zulia, Venezuela, no le favorecía mucho por estos lados colombianos, puesto que para alcanzar un trabajo más digno debía tener pasaporte o permiso de residencia en el país.

Para nadie es desconocido lo que actualmente sucede en el país latinoamericano, la crisis social, económica y política afecta todo el sistema laboral bolivariano.

Aunque ella era administradora de empresas, aquí en Bogotá no le favorecía en nada tener una carrera profesional y administrativa, teniendo en cuenta que estaba indocumentada.

Sonia llegó a Bogotá sin un céntimo y cargando a su hija enferma Matilda, una niña desnutrida de cinco años. Arribaron A Bogotá desde la ciudad de Cucutá, luego de atravesar juntas una frontera plagada de peligros y casi infranqueable de seres migrando en desbandada.

Con lo que sucedía en Venezuela no les quedó otra alternativa ni salida de escape que abandonar todo y pensar seriamente en hacer una vida diferente en otro país.

Después de varios días de penurias por regiones y caminos insondables, pisaron tierras bogotanas. La ciudad la hechizó con todo el frío y la congestión contaminante de sus avenidas, calles y habitantes. Algunos transeúntes por las calles al verla tan desvalida con la criatura a cuestas y una maleta roída con unas cuantas pertenencias, le arrojaron unas monedas y migajas de pan, con esto pudo sobrevivir algunos días, aunque ya parecían unas pordioseras.

Ángela, una mujer caritativa, se cruzó, gracias a Dios en su camino. Las rescató una tarde lluviosa de los erráticos rumbos a los que estaban condenadas, las recogió de los mugrientos andenes de las calles deshumanizadoras. Sonia vagaba desorientada con su pequeña hija llorosa y desnutrida, y Ángela, como un ángel salvador, les proporcionó techo y comida. Pasadas unas semanas, Sonia y Matilda estuvieron ya bien recuperadas, y entonces Sonia decidió salir a buscar trabajo.

Tocó muchas puertas de negocios y almacenes, pero al saberse que era venezolana le exigían documentación. No se dio por vencida y siguió insistiendo en muchos otros lugares, hasta que finalmente tocó el portón de aquella nauseabunda taberna en La avenida Boyacá, y allí le dijeron que requerían una aseadora que cubriera el turno nocturno. No habiendo más alternativas se decidió a laborar de inmediato en ese salvaje lugar con aquel inadecuado horario.

La luz intestina que brilla en el bar en la fría noche de la ciudad ilumina su rostro ensombrecido.

Sonia mientras limpia, observa a muchos hombres embriagados reunidos junto a mujeres indecorosas.

El espectral antro resalta en la gris panorámica de un pequeño parque sobre la avenida Boyacá.

Los clientes beben brandy y vino de jerez, fuman cigarrillos de contrabando, y ofrecen destempladas canciones de guasca, de blues o de jazz a las bellas mujerzuelas del tabernáculo.

Sonia no se vuelve prostituta ni vergonzante por que no es bonita, y además es madre soltera; ambas cuestiones la amarran a no cometer un improperio más con su vida que pende de los hilos del infortunio y el azar.

Las faenas nocturnas en el bar le parecen bastante pesadas y explosivas. Entonces mejor no mirar mucho hacia las mesas donde están los clientes manoseando a las rameras. Se dedica a lo suyo, a limpiar los baños, esa es su labor en definitiva, mientras que consigue reunir dinero para poder regresar por sus papeles a Zulia, Venezuela, y así volver a Colombia con la aspiración de un trabajo mejor y de lograr salir adelante con su hija.

En el bar, todas las noches, priman las canciones campesinas y las cubas fraternas.

Las mujeres del bar le parecen bonitas y bien maquilladas y vestidas, aunque a veces le da la sensación aleatoria de que son vulgares y ordinarias.

Todas las noches mientras trabaja aseando, observa a los exaltados clientes embriagados por el brandy y el vino que quieren seducir a estas mujeres alicoradas y mostronas, observa que quieren tocarlas, palparlas, sentirlas con frenesí.

Algún hombre ebrio intentó sobrepasarse con ella mientras limpiaba el hediondo wc. Pero cuando vio que Sonia era tan fea se le pasmó y cuajó la borrachera, y salió dando tumbos y tropiezos dejándola inclinada sobre los pisos mojados.

En las fiestas nocturnas del bar todos y todas están explotando entre deseos alocados, entre abrazos extasiados, felices con la música alborotada que hace mover las candentes caderas de las mujeres a sueldo que siempre están dispuestas y prontas a estallar de lujuria.

Menos Sonia que sigue limpiando el wc, sin darle mucha importancia a aquellas fiestas alocadas, pues su única función es limpiar las hediondeces de aquel lugar de aquelarres carnavalescos, y pues seguir trabajando pensando en conseguir dinero para llevarle algo de comer a su hija Matilda que la espera en la casa de Ángela, su hada madrina.

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