Mirando al alba entoné la canción de mi madre. Su voz ronca y desgarrada era como una navaja de plata que hacía jirones mi piel. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando pensé en sus ojos de alabastro, surcados por ríos carmesí que desembocaban en una oscura laguna verdosa.

Al abrir la reja sentí una paz muy especial. La paz del silencio, del susurro tenue pero constante del viento estival. Cada mañana, mi ritual consistía en entonar ese cántico ancestral que según mi madre nos conectaba con la madre tierra. Hay que hermanarse con la naturaleza antes de hurgar en sus entrañas. Aparté rápidamente, como si me quemara, el recuerdo de sus manos agrietadas, ásperas, tomándome de la mano. Respiré hondo y miré la sombra alargada y familiar de los cipreses, alcé la mirada hacia sus copas, cuajadas de rocío, y un buitre emergió del campanario como un trueno silencioso. Cargaba con mi caja de herramientas en una mano y con la otra me santigüé. Saluda a Dios antes de pisar sus campos. La mañana era cálida y el sol brillaba con la intensidad de una hoguera recién avivada. Me arrodillé entre la maleza y aspiré el aroma inconfundible de los cementerios. Ese olor que me había acompañado desde la cuna y que se había convertido en mi primer recuerdo. Casi podía saborear la salinidad pétrea y el dulzón empalagoso de los floreros. Disfrutaba como un gato al que le rascan la panza mientras se despereza frente al hogar.

No me malinterpretes, yo nunca dije que fuese normal. Las condiciones en las que nací y en las que me criaron no eran las más propicias para educar a una niña perfecta. Mi madre restauraba cementerios y me llevaba con ella. Recorrimos el mundo limpiando tumbas, arrancando malas hierbas y desempolvando criptas. Una tarde, cuando el sol de primavera tornaba a su ocaso, hice algo que no logro recordar pero que enfureció a mi madre. Ella veneraba a los ancestros, su respeto por los cementerios y sus nichos era casi patológico ¿pero qué sabe una niña de esas cosas? Esa noche decidió castigarme y me dejó encerrada en un mausoleo. Todavía, si me empeño, soy capaz de rememorar esa sonrisa amarilla y cruel que surcaba su rostro, y sus pupilas dilatadas por la emoción de mis gritos. ¡Aprenderás a respetar a los muertos, niña! Juro por lo más sagrado que nunca jamás en toda mi deprimente y patética vida había sentido tal pavor.

Las cintas plateadas de la luna acariciaron mi pelo dorado a través de las vidrieras victorianas. La temperatura había descendido considerablemente y el olor a moho y a humedad era asfixiante. Me asomé de puntillas por el cristal y me pareció ver una sombra antropomorfa. Al instante, sentí un hormigueo en las puntas de los dedos y una opresión en el pecho que estaba a punto de hacerme perder el sentido. El pánico, el puro terror, me acorraló. No podía parar de temblar y … no recuerdo nada más. Solo a mi madre abriendo el portón, llamándome para que me lavara la cara en la pila de agua bendita de la capilla y me comiera una manzana antes de trabajar. Hasta aquel día la había querido, pero después de esa noche… ¡Juro que lo he intentado! ¡oh, Dios! No quería odiarla, de verdad que no. Y sin embargo lo hacía. Ojalá te vayas pronto con tus amigos los muertos.

Abrí los ojos rápidamente y me di un golpe seco con el puño cerrado en la sien. Maldita seas por pensar así… Meneé la cabeza de lado a lado intentando alejar aquel recuerdo, y me dispuse a trabajar. Durante ocho horas al día, seis días a la semana, los pasaba trabajando. Cuarenta y ocho horas semanales. Me fascinaba caminar entre las lápidas, leer los epitafios, abrillantar las cruces, recortar las ramas secas, podar los árboles… Me encargaba de devolver la vida a los cementerios. A veces nos olvidamos de cuidar a nuestros fantasmas, pero ellos jamás se olvidan de cuidar de nosotros.

Mi especialidad era, sin duda, las tumbas antiguas. A veces las lápidas ni siquiera tenían nombre ni fechas, otras no eran más que unos pedazos polvorientos de roca, y en el peor de los casos ni siquiera eso. Sólo un montículo ligeramente elevado. Era descorazonador. ¿Quién descansaba bajo esa tierra y esa hojarasca a merced del olvido? Mi madre solía decir que cuando mueres sólo eres un nombre para los vivos. Algunos no eran ni eso… Yo me empecinaba en devolverles la identidad, en reclamar lo que les pertenecía. Era una tarea ardua y costosa, podía llevar meses, y a veces los resultados eran prácticamente insignificantes. Había que investigar: buscar parientes vivos, revisar archivos históricos, mapas, libros de defunciones… Pero cuando conseguía identificar a ese pobre saco de huesos sin nombre, era una sensación tan emocionante, tan placentera. No puedo describir la paz que me inundaba al ver una lápida con un nombre y una fecha ocupando el lugar que le correspondía. A riesgo de parecer una demente diré que podía percibir la gratitud que emanaba de la tierra. Gracias por recordar a los vivos que alguna vez yo formé parte de su mundo.

¿Si he experimentado algún fenómeno paranormal? Depende. Depende de lo que consideres normal. A mi no me extraña en absoluto el llanto de una novia recién enterrada. No me sorprende que las cosas cambien de sitio constantemente, como piezas de un juego invisible, cuando un niño ha sido sepultado. De hecho, es lógico que así sea. En un cementerio hay paz y reposo, nada de maldad. No les gusta hacernos daño, pero tienen derecho a divertirse. A mi me parece bien. ¿A ti no? Aquella mañana me olvidé de echar el candado. Y no, no sabía que volvía a estar de moda asaltar cementerios. Anocheció antes de lo que esperaba. Y ahí sigo, esperando el alba, igual que aquella noche en el mausoleo.

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