Algunos lo llamaron soñador, otros loco de remate. Nunca claudicó a sus sueños más entrañables, mismos que consistían en hacer una travesía en busca de su amor.
Colombia era su objetivo específico, Celeste el nombre de la chica que conoció un domingo de ramos en el parque mientras degustaba su emparedado de cajeta acompañado de una malteada de fresa con chocolate.
Rubia, irradiante y tímida, accidentalmente tropezó con su lonchera que yacía en el polvoriento piso mientras daba de comer migajas de pan a las palomas de plumaje verdoso brillante; sonreía y parecía causarle gracia el deambular de esos absurdos animales que contemplaban las nubes grises.
Pasado el acto de la maleta, la joven se disculpó ante su torpeza, pero él solamente dijo >>no se preocupe, el tonto he sido yo por dejar esta cosa en el suelo<<.
Resumiendo, ambos tipos parecían idiotas e inmaduros ante la reacción del uno ante el otro, se ruborizaron, tenían miedo, no sabían qué hacer y dicho de otro modo, creyeron en esa frase tan sonada y pasada de moda «el amor a primera vista si existe».
Así mismo, el tipo rompió el hielo haciendo la invitación a sentarse y degustar juntos un emparedado, ella asintió de forma sumisa.
Pasadas las horas, platicaban y se confundían por el radical choque de acentos, un mexicano y una colombiana hablando de no sé qué diablos en medio de una multitud que llevaba manojos de palmas recién bendecidas en la misa de 12:00 del mediodía. Resultó que Celeste solamente estaba de paso por el pueblo, que era hija de un importante inversionista, el cual le había le pedido que saliera a comprar un helado mientas el charlaba dentro de la casa de su amigo don Jorge sobre sus planes futuros.
Con referencia a lo anterior, el tipo se llamaba Luis Portocarrero y era estudiante en el prestigioso Conservatorio de Las rosas de su Ciudad natal, la bella y colonial Morelia; devoto a su vocación y temerario ante las aventuras, de estatura media y piel clara, ojos color avellana y complexión delgada. Nada más por añadir.
En lo que concierne, ellos se frecuentaban cada tercer día y de una forma tan impactante se hicieron novios mientras Luis puso una corona de flores en su cabello y le cantó en público con una guitarra vieja y bien afinada la canción San francisco de Scott Mckenzie, aquella que dice: If you´re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in you hair…
Aun cuando mucha gente los miraba, ella se echó a llorar de alegría y emoción. Nada nuevo por contar, aunque muchos de nosotros los hubiésemos envidiado por tal acto de cursilerías desenfrenadas, así como un amor de película, salido de un cuento de amor escrito por García Márquez o Vicente Leñero.
Pasados veinte días, que el tiempo se llevó en un abrir y cerrar de ojos, Celeste le comunicó la terrible noticia, se tenía que marchar al día siguiente, a más tardar por la noche o quizá en la tarde. Su padre había tomado la decisión de declinar la propuesta de don Jorge al averiguar a través de terceros que su supuesto amigo pensaba estafarlo con una suma relativamente millonaria.
En consecuencia, Luis se quedó petrificado y sintió como si un rayo lo partiera en dos o como si hubiese pisado el infierno y el mismo diablo le hubiese vuelto a mandar a la Tierra con tan solo un puntapié por la retaguardia. No supo que decir ni mucho menos que hacer; Celeste tampoco dijo nada, quería llorar, pero solamente le echó los brazos al cuello y le dio un beso, un tibio beso que se prolongó por más de dos minutos.
Al respecto, cabe decir que, el acontecimiento se suscitó mucho antes de lo esperado, Celeste partió a la madrugada siguiente, sin despedirse de Luis, puesto que tenía pensado hacerle un obsequio y darle gracias por el cariño y las atenciones que había tenido para con ella. No tuvo la osadía de llamarle por teléfono, tenía la corazonada de que algo terrible iba a pasar al momento en el que su chico le contestara, solamente se marchó junto con su padre, sin decir nada.
Cuando el avión despego, la muchacha solamente miro por la ventanilla desde lo alto el centro de la ciudad y los faroles encendidos, los cuales se hacían cada vez más y más pequeños mientras el aeroplano ganaba altitud.
Él marcó al teléfono de la chica, no tenía cobertura, la operadora alegaba fuera de servicio, tenía razón; aquella mujer rubia había comprado en Morelia un celular de bajo costo con el no tan absurdo objetivo de comunicarse con Luis para acordar las citas deseadas y muy esporádicamente hablar hasta las madrugadas, mientras Morfeo regaba sus polvos mágicos en sus camas para que se quedaran dormidos escuchando la estática porque a los muy ilusos se les había olvidado colgar.
Respecto a la desilusión del tipo, decidió hacer algo al respecto; sacó de su viejo colchón todos sus ahorros, empacó, actualizó su pasaporte ya vencido y compró un boleto económico a la ciudad de Bogotá, pensando llegar allí y de inmediato buscar aquella provincia llamada Cartagena de Indias, donde, según Celeste vivía; después pensaba marcar al teléfono original de su residencia y lo demás tendía a ser espontáneo como su carácter.
En resumen, ésta es la típica historia del sujeto atrabancado, soñador y enamorado que sacrificó su carrera y su trabajo de recepcionista en un hotel prestigioso por el simple hecho de ir en busca de «ese algo» que produce un afecto hacia la persona querida, el mismo que sana almas hechas añicos por las facetas de una cruda realidad llamada vida, la que hace posible un equilibro entre los humanos y un cosmos al que muchos pueden criticar como inexistente. No obstante, los que si creen en la pureza de espíritu y lo metafísico realizarán en algún momento una hazaña similar.
¿Seré a caso la única voz que clama en el desierto?
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