A través de las láminas de la persiana se adivinaban las luces de una ciudad que comenzaba a adormecer su frenesí cotidiano, que había ralentizado el vigoroso latido de la jornada.

El despacho se encontraba bañado por la luz fluorescente del techo y la que suministraba un flexo, sobre una mesa de elegante apariencia, aunque fuese realmente de burdo aglomerado, rematado con finas láminas de madera de haya.

Él estaba de pie, su jefe yacía en el suelo, inmóvil, en una posición que parecía imposible, y que a él, de pronto, le hizo preguntarse cómo podía haberse quedado en aquella singular postura. Era la primera vez que lo miraba. Llevaba en el cuarto más de cinco minutos y era la primera vez que había reparado en aquel detalle de posición imposible. Comenzó a darse cuenta de su propia respiración, era una respiración pesada, jadeante. Sintió sobre los hombros una fuerte presión. Las piernas parecían haberse negado a obedecerle, al igual que los brazos. Advirtió que era como si hubiese estado ausente durante un largo período de tiempo, y en algún lugar remoto y desconocido. Pero ahora parecía que regresaba de súbito a una realidad que no se le antojaba real. Continuaba invadido de una dejadez absoluta, sin ningún impulso que lo apremiara a realizar algún tipo de movimiento.

Era incapaz de ordenar sus pensamientos, hasta que una frase emergió desde algún lugar profundo de su mente y se iluminó, en el interior de su cerebro, como el colorido neón nocturno de un bar de alterne. “¡Gómez, es usted un imbécil y un incompetente, si me lo permitiesen le pondría de patitas en la puta calle. Estoy de usted hasta los cojones!” y, seguidamente, recordó “¡Bonita minifalda, Laura, a ver si vienes siempre así a la oficina!”. Eso le dijo a Laura, la chica del departamento de contabilidad que a él tanto le gustaba y con la que intentaba llegar a tener una relación, algún día. Pero no era eso lo único que lo encolerizaba, no soportaba esa actitud machista, ni con Laura, ni con ninguna de las mujeres que trabajan en le compañía, como no soportaba esa actitud chulesca y despectiva que empecinadamente mantenía con todos los compañeros.

Fue entonces cuando pudo alzar el brazo y comprobar que, en su mano, tenía un robusto objeto manchado de sangre. Miró alrededor. No había nadie. Se sorprendió de no encontrarse asustado. De modo que abrió lentamente la mano y el pedrusco que había tomado de uno de los maceteros del rellano de la planta – algo que él, en ese instante, ni siquiera recordaba – cayó al suelo con un golpe seco.

Lentamente se dirigió hacia el teléfono y marcó unos dígitos. En la inmensidad del silencio los tonos de llamada parecía que pudiesen oírse desde la calle. Alguien descolgó, al otro lado.

¿Policía? —dijo.

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