Llegué con el cuaderno pegado al pecho como un escudo. Me había apuntado en un ímpetu depresivo al darme cuenta de que estaba -oficialmente- vieja. El coordinador me había convencido de probar una clase; si no era de mi agrado, me devolvería el dinero. Ingresé resignada al salón y levanté la vista ante una elocuente voz de ochenta y tres años: «¡bienvenida a mi taller!«. Seducida, me senté y dejé caer mi escudo en la primera hoja blanca y expectante. Había hallado, por fin, mi historia.
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