Capítulo uno

Camino despacio hasta la ventana, como si temiese que alguien me pillase mirando, y rozo el frío cristal con las puntas de los dedos. Cierro los ojos, disfrutando del silencio que ahora reina en casa y de las pocas horas que tendré de libertad.

Observo a mis padres subirse al coche; mi madre con su vestido impoluto, su melena rubia recogida en una estirada coleta y sus zapatos demasiado caros, algo de lo que siempre la gusta presumir. Mi padre, en cambio, no va tan formal. A él le gusta vestir de una forma más casual, de lo que mi madre siempre se empeña en reprocharle. También suele reprocharle que no se peine sus cabellos rubios y revueltos.

Sigo con la mirada el coche hasta que desaparece en la lejanía, y suspiro, aliviada. Miro a mi alrededor, a mi cuarto demasiado vacío para mi gusto, con las paredes tan solo decoradas con un par de fotos en las que salgo con mi madre y una en la que aparece mi padre solo, mucho más joven. La cama, pegada a la pared, también es demasiado simple. Con mantas blancas, igual a la pared, y ni un solo peluche encima. Lo único que llena mi habitación son los libros que ocupan la estantería y el escritorio, a rebosar de libros de instituto que no usaré este año y con un ordenador que apenas utilizo.

Vuelvo a mirar por la ventana, a la calle prácticamente desierta, posiblemente por la lluvia que no tardará en caer, lo que indica que es el momento perfecto para salir.

Cojo una chaqueta negra, me pongo las primeras zapatillas que pillo y salgo a toda prisa de casa, puesto que tan solo tengo un par de horas antes de que mis padres vuelvan.

Camino por la calle con tranquilidad, observando todo, tratando de recordar algo de estas calles que deberían resultarme familiares. En cambio, no hay nada. El único recuerdo que me viene de estas calles es el de los últimos meses, puesto que siempre hago el mismo recorrido. Paso junto a una pequeña cafetería y el olor a tostadas y café recién hecho provoca que mi estómago ruja, pero lo ignoro y continúo mi camino.

Llego hasta la parada del metro y no dudo en entrar, sabiendo perfectamente el camino que debo tomar. No tardo en llegar al tren que debo coger, ya que que me lo he aprendido casi como si me fuese a examinar de ello.

En cuanto llego a mi destino salgo a toda prisa a la calle, sintiéndome asfixiada entre tanta gente. Respiro hondo y cierro los ojos, disfrutando de las primeras gotas que empiezan a caer de lluvia. La mayoría de la gente a mi alrededor ya va con el paraguas, como si la lluvia fuese algo malo, como si temiesen mojarse. En cambio a mí la lluvia me produce esa sensación de libertad que tanto necesito.

Comienzo a caminar calle arriba, y me enciendo un cigarrillo. Pienso en lo que diría mi madre si me viese fumar. Posiblemente se pondría histérica y se preguntaría qué ha hecho mal, como si esto fuese lo peor del mundo.

Observo a las personas a mi alrededor, charlando entre sí, o por el teléfono o riéndose de bromas que seguramente solo ellos entenderán. Todos ellos ajenos al caos que hay en mi interior, a la desesperación que siento, a las largas noches sin dormir y a la confusión que me abruma cada segundo. Miro cada rostro, cada gesto, esperando que alguna de esas personas me devuelvan algo, un recuerdo por pequeño que sea, pero nada. Es como si mi vida hubiese comenzado hace cuatro meses, cuando desperté en aquella cama de hospital, rodeada de tubos que salían de mis brazos y sin recordar ni mi nombre.

— Elizabeth, tienes amnesia retrógrada debido al accidente de coche que sufriste —me dijo el médico, con gesto compasivo.

—¿Qué… qué accidente? —susurré, observando los cables que salían de mis brazos. ¿Me había llamado Elizabeth? ¿Y quién era la mujer rubia que me cogía de la mano? Necesitaba salir de allí, necesitaba aire…

— Cariño, íbamos de camino a casa de tus tíos para pasar el fin de semana cuando nos estrellamos contra otro coche.

De pronto, vuelvo a la realidad, y me encuentro en la puerta del hospital. La lluvia ha comenzado a caer con más fuerza, y ahora estoy completamente empapada. Supongo que tendré que llegar un poco antes a casa para ducharme y que mis padres no noten que he salido.

Entro dentro y respiro ese aroma tan característico a hospital que ya me resulta tan familiar. Me dirijo al ascensor y subo hasta la planta de pediatría, la cual ya conozco demasiado bien.

Camino lentamente por el pasillo, mirando a las personas que hay sentadas, esperando a ser llamadas. Mirar cada rostro es algo que ya se ha convertido en rutina, porque tengo la esperanza que alguno me reconozca, que alguien se alegre de verme y de dejar de sentir que estoy tan sola. Pero eso nunca pasa, es como si jamás hubiese tenido un solo amigo, como si nadie de un pasado que no recuerdo se preocupase de cómo estoy.

— ¡Hola, Elizabeth! ¿Cómo estás? Si vienes a ver a Carlos, está en su consulta, pero ahora está libre —me dice una chica de pelo castaño y corto y una sonrisa amable.

— Hola, Ruth —la saludo, devolviéndola la sonrisa—. Genial, entonces voy dentro. Nos vemos luego.

Echo a andar rápidamente hasta la puerta de la consulta de Carlos, y ni siquiera me molesto en llamar a la puerta antes de entrar.

Encuentro a mi único amigo sentado tras su escritorio, con el móvil entre las manos. Alza la cabeza al escucharme entrar, y de inmediato me dedica una deslumbrante sonrisa, que no tardo en devolverle. Cierro la puerta tras de mí y observo a Carlos, con su habitual bata de médico y su cabello castaño algo más corto que la semana pasada, la última vez que le vi.

Carlos tiene treinta años, pero cuando estoy con él no me hace sentir como una cría de diecisiete años que no recuerda nada de su pasado, sino como una persona completamente normal. El sabe escucharme y es la única persona en la que siento que puedo confiar de verdad, probablemente debido a que sé que al menos él no pertenece a mi pasado.

— ¡Por fin has podido venir! ¿Cómo estás? —me saluda con un rápido abrazo que me reconforta.

Cojo una silla y la coloco al lado de la suya, tomando asiento a su lado.

— Bueno, como siempre, supongo. No veía la hora en la que mis padres se fuesen, aunque hoy volverán pronto. ¿Qué tal tú? Pareces cansado.

— Sí, lo estoy. He tenido que hacer estos días unas cuantas horas extra y además ahora todos los niños se están poniendo enfermos con la llegada del frío.

Guardamos unos instantes de silencio en los que me dedico a mirar la lluvia por la ventana.

Intento imaginarme cómo era mi vida antes de perder la memoria. Iba al instituto pero, según mis padres, nunca tuve muchos amigos puesto que solía centrarme más en mis estudios. Me gustaría saber si alguna vez tuve a alguien con quien salía a dar un paseo o a tomar algo. O si alguna vez me enamoré, o incluso si me rompieron el corazón… lo que sea, con tal de recordar algo.

— Me asfixio en casa, Carlos. Mi madre controla absolutamente todo, mi teléfono, mi ordenador… incluso lo que como. Y mi padre se dedica a ignorarme, como polos opuestos.

— Bueno, Eli, tu madre tan solo está asustada. Sufriste un accidente de coche y perdiste la memoria, supongo que es normal… aunque entiendo que te agobie. Solo dales tiempo, a los dos.

— Pero, ¿cuánto? No me dejan salir sola de casa, ni siquiera me han permitido volver al instituto. He perdido la memoria, pero eso no significa que tengan que aislarme del mundo.

Carlos suspira, pero no dice nada. Sabe que en esto no puede animarme de ninguna forma, y también que tengo razón. Impedirme hacer mi vida no me devolverá la memoria, ni tampoco hará que ese accidente desaparezca.

Pasamos la siguiente hora charlando sobre todo un poco. Carlos me habla un poco más de su novia, Sara, y me cuenta que está pensando en pedirla matrimonio. También me recuerda que en cuanto pueda, quiere que quedemos un día para comer y así poder presentármela, algo que estoy deseando. Yo me dedico a escucharle, puesto que no tengo mucho de lo que hablar excepto de los tres libros que me he leído en la última semana, ya que no tengo nada mejor que hacer. Finalmente nos despedimos y le aseguro que le llamaré mañana y que volveré en cuanto pueda, es decir, cuando mis padres se vayan.

Al salir del hospital la lluvia ya ha dejado de caer, pero permanece el olor a tierra mojada y las nubes grises. Me enciendo un cigarrillo y compruebo mi móvil, asegurándome de que aún tengo algo de tiempo antes de que mis padres lleguen.

Camino sin prisa y sin ninguna gana de llegar a casa. Pasar un rato con Carlos me ha sentado bien, pero mi pequeño instante de libertad va llegando a su fin. Escucho un pitido muy poco común proveniente de mi bolsillo, indicando que tengo un nuevo mensaje. Las únicas personas que suelen escribirme son mi madre y Carlos y, muy rara vez, mi padre transmitiéndome algún mensaje de mi madre cuando salen porque ésta se ha quedado sin batería en su teléfono. Saco el teléfono del bolsillo y compruebo que, como imaginaba, se trata de mi madre:

Llegaremos en una hora. Espéranos para cenar.

Escribo un rápido «vale» y guardo de nuevo el móvil en el bolsillo, sintiéndome repentinamente cansada. Alzo la cabeza del suelo y me encuentro con un par de ojos marrones que me observan a unos metros. Le devuelvo la mirada al chico que me observa con una mirada que no sé descifrar. ¿Acaso me ha reconocido? Miro a sus acompañantes, tres chicos y dos chicas, seguramente de su misma edad. Ninguno de ellos parece haberse dado cuenta de la seriedad de su amigo, que no deja de mirarme. Una de las chicas, de cabello por la cintura (al igual que el mío) y rubio, que sonríe ampliamente, se da cuenta de la actitud de su amigo y se gira para averiguar qué le ha provocado esa reacción, sea la que sea. Su sonrisa se borra rápidamente de su rostro, que se vuelve de un color demasiado pálido, y también sus ojos azules se posan sobre los míos. Sin poderlo resistir más y con demasiadas ganas de averiguar algo sobre mi pasado más allá de lo que mis padres me han contado, me acerco a ellos con paso decidido. Pronto todos se dan cuenta y me observan, y me fijo en cómo poco a poco va desapareciendo el color de sus rostros. Al primero al que me dirijo es al que antes se ha dado cuenta de mi presencia, y poco a poco voy perdiendo toda la seguridad que segundos antes había ganado. Su mirada pasa de la sorpresa, a la tristeza y a la indiferencia en cuestión de segundos. El chico me saca media cabeza, y eso que yo no soy precisamente baja. Tiene el cabello oscuro revuelto y mojado por la lluvia, y por alguna razón el darme cuenta de que no se ha resguardado de la lluvia me alivia. Sus ojos marrones no se apartan ni un segundo de mí, mientras le da una calada tras otra a su cigarrillo, que no tarda en consumirse.

—Perdonad si… si os molesto —murmuro, demostrando más de lo que me gustaría la inseguridad que siento por dentro—. Solo quiero… solo quiero saber si nos conocemos de algo.

—¿Qué te hace pensar eso? —espeta el chico con un tono demasiado frío, que, por alguna razón, me duele— mejor lárgate.

—Cristian… —susurra la chica, pero se calla al ver la mirada de advertencia que el tal Cristian le echa.

—No quería molestaros, lo siento si… —me detengo al ver la mirada helada que me suelta, y de pronto me siento cabreada, pero no digo nada.

—De lo único que nos conocemos es de habernos cruzado alguna vez por los pasillos del instituto, pero nada más —dice uno de los chicos, interrumpiendo nuestra silenciosa guerra de miradas. Le observo, y siento que todo mi cabreo desaparece al ver que me dedica una leve sonrisa. Es un chico algo más bajito, con un rostro mucho más amable que el de su amigo y con tatuajes que sobresalen de su chaqueta hasta las manos.

Me quedo en silencio, sin saber muy bien qué decir. ¿Me conocen del instituto? Ya es más de lo que he conseguido en estos cuatro meses. Saber que alguien me reconoce, aunque solo sea de vista, me agrada. Respiro hondo, pensando en qué preguntas podría hacerles y en la posibilidad de que me vayan a responder, y teniendo en cuenta que es evidente que no le caigo muy bien a Cristian, me parecen bastante bajas.

—¿Vosotros sabéis si…?

—¡Elizabeth! ¿Qué demonios haces aquí tu sola? —la voz furiosa de mi madre me provoca un estremecimiento, y automáticamente miro a mi alrededor, como si pudiese escapar. La observo entre confusa y aterrada, pregúntandome qué hará aquí. ¿No se suponía que iba con mi padre y unos amigos?

Mi madre llega hasta a mí y clava sus ojos furiosos en los míos, y aunque noto cómo me tiemblan las piernas, me niego a apartar la mirada.

—¿Vas a responderme? Sabes de sobra que no puedes salir sola de casa —me espeta, casi a gritos. Miro a mi padre esperando una ayuda que sé que no me va a dar, pero el ni siquiera me devuelve la mirada. Está escribiendo algo en su móvil ignorando la situación que hay frente a él, como si esto no fuese asunto suyo.

—Solo he salido a dar un paseo… ya me iba a casa —susurro, odiándome por no ser capaz de plantarle cara a mi madre.

Ella aprieta los labios formando una fina línea, tratando de controlarse. Aparta sus ojos de los míos y los dirige hacia el grupo que ahora permanece en silencio y más pálidos si cabe de lo que se pusieron al verme. Incluso Cristian parece acobardarse ante la mirada de mi madre. Permanecen unos segundos eternos así, mirándose los unos a los otros, lo que provoca un caos en mi mente. Sé que mi madre cabreada puede aterrar a cualquiera, pero esto va más allá. El odio con el que mi madre les mira y el desafío mezclado con el temor de las miradas de los jóvenes… ¿Acaso ya se conocían?

—Nos vamos a casa —dice finalmente mi madre y, sin darme tiempo siquiera a protestar, me agarra con fuerza del brazo y me arrastra hasta el coche.

En cuanto entro por la puerta de casa, ignoro los gritos de mi madre y corro a encerrarme en mi habitación, sintiéndome más agotada que nunca. Me tiro en la cama y me tapo la cara con las manos, cerrando con fuerza los ojos en busca de… ¿qué? ¿un recuerdo? Sé que eso no va a ocurrir, por mucho que me niegue a aceptarlo.

El rostro de la chica rubia me viene a la cabeza y siento un extraño nudo en el estómago. El nudo se intensifica al recordar la mirada de mi madre al verles. Jamás había visto tanto odio en mi madre, y eso me asusta. ¿De qué podría conocerles? Me han dicho que íbamos al mismo instituto, quizá alguna vez se han cruzado… pero eso no explica nada.

Suelto un gruñido de frustración y cojo el móvil para llamar a Carlos y poderme desahogar con él, ya que es el único al que realmente le importa cómo me siento.

Lo enciendo y al instante me aparece una notificación de un nuevo mensaje de un número desconocido, algo bastante extraño. Lo abro con el ceño fruncido, y lo leo, atónita:

Todos te están mintiendo.


Capítulo dos

Miro la carretera desierta a través de la ventanilla, sintiendo su mano rozar la mía. Me giro para mirarle, pero solo logro ver una sombra. No le doy importancia, porque me siento bien, libre. Estrecho su mano con fuerza y vuelvo a mirar por la ventanilla, mientras escucho que me dice algo, aunque no logro entender qué es. Sin darme cuenta, de mis labios se escapa un «te quiero» dirigido a la sombra que tengo a mi lado, y por alguna razón, a pesar de que no puedo verle, sé que me está sonriendo. Me dice algo, pero de nuevo, no logro entender qué es… cuando de pronto unas luces me ciegan y, sin previo aviso, todo se vuelve negro.

Abro los ojos y me incorporo en la cama, sobresaltada, con el corazón latiéndome demasiado deprisa. Miro a mi alrededor, buscando alguna señal del coche, o de la enorme sombra que me cogía de la mano, pero todo eso ha desaparecido. En su lugar, tan solo está mi habitación, tan triste y vacía como siempre. Me recojo el pelo en una coleta mal hecha y me quito las mantas de encima, demasiado acalorada. Me concentro en mi respiración hasta que logro que vuelva a la normalidad, y por fin me levanto de la cama.

Me acerco a la ventana y la abro, disfrutando del aire frío que entra y que me eriza el vello. Tan solo llevo unos pantalones cortos y una camiseta de manga corta de pijama, pero no me importa. Cojo la cajetilla de tabaco del cajón del escritorio y me enciendo uno, mientras trato de recordar cada detalle del sueño. El golpe justo antes de despertarme… es como si hubiese soñado con el accidente, pero eso es imposible. Mi madre me dijo que esa noche me dirigía a casa de mis tíos, sola. Y en mi sueño había alguien más conmigo, alguien a quien no conseguí ver el rostro y al que le decía «te quiero»…

Sacudo la cabeza, como si eso fuese a eliminar el sueño de mi cabeza. Solo ha sido eso, un sueño. No significa nada.

Miro el reloj de mi móvil y compruebo que me queda tan solo una hora para arreglarme e irme al bar que hay cerca del hospital, donde he quedado con Carlos para comer. Vuelvo a comprobar la bandeja de mensajes, como cada día, pero no hay nada. No sé por qué espero a que llegue un mensaje nuevo con alguna respuesta a preguntas que ni siquiera he hecho, pero no puedo evitarlo. Sé que lo más probable es que tan solo se trate de una broma de muy mal gusto, pero ¿y si no? Cada vez que leo el mensaje no puedo evitar recordar la mirada de odio que mi madre echó al grupo de jóvenes. Tal vez solo fueron imaginaciones mías y sencillamente ese estúpido mensaje me está volviendo loca, pero algo en mi interior me dice que hay algo más.

Pienso en que quizá debería llamar a mi madre y pedirla permiso para salir y así evitar cosas como las de hace una semana, pero enseguida rechazo esa idea. Si ya de por sí normalmente es difícil hablar con ella, desde que me pilló sola en la calle y desde que sus vacaciones en el trabajo han terminado, es imposible. De todas formas, esta vez no podrá pillarme. Tiene algunos casos que atender, ya que mi madre es abogada, y no llegará a casa hasta la hora de la cena, lo que me supone un gran alivio.

Una vez estoy vestida y con algo de maquillaje en la cara ocultando mis ojeras, salgo de casa a toda prisa, deseando escapar de mi cárcel particular.

Cuando estoy dentro del metro, me siento en uno de los pocos asientos que quedan libres y me dedico a observar a la gente que hay a mi alrededor. Una niña de unos cinco años no para de llorar diciendo cosas que no logro entender mientras su padre intenta consolarla, y no puedo evitar preguntarme si alguna vez mi padre fue así conmigo. Probablemente no, porque ni siquiera tengo una foto con él. Quizá mi madre tiene alguna guardada de cuando era pequeña, pero desde luego yo no la he visto. Tampoco pareció afectarle mucho mi amnesia ni se preocupó demasiado en ayudarme cuando salí del hospital.

Observo a otra pareja. Son dos chicos jóvenes, aunque algo más mayores que yo. Están cogidos de la mano y se sonríen el uno al otro como si el resto del mundo no existiese. No puedo evitar sonreír al ver cómo les brilla la mirada, lo felices que parecen…

—¿Elizabeth? —una voz me saca de mi ensimismamiento, obligándome a apartar la mirada de la pareja. Alzo la cabeza y me encuentro con un par de ojos grises muy abiertos y una sonrisa radiante. Observo al chico sintiéndome extrañamente bien. Tiene el pelo corto de un color azul eléctrico que me fascina y las mejillas algo sonrosadas, posiblemente por haber estado corriendo antes de entrar al metro.

—Eh… sí —murmuro, sin saber qué más decir. No tengo ni idea de quién es, pero es la primera vez que alguien me reconoce y sobre todo que parece alegrarse de verme. Quizá, después de todo, no estaba tan sola antes del accidente como pensaba.

—¡Joder, Eli! ¿Cómo estás? No sabes cuánto me alegra verte, me contaron lo del accidente, supongo que entenderás…

—Oye, perdona… —le corto, sintiéndome algo culpable al notar su entusiasmo y no poder recordar quién es— Es que no te recuerdo.

Al chico se le borra la sonrisa de inmediato y sus ojos se abren como platos, como si hubiese cometido un grave error. Todo el color se va de su piel y no puedo evitar preguntarme por qué siempre causo el mismo efecto en todo el mundo.

—Vaya, lo siento… creo que me he equivocado de persona.

Justo en ese momento el tren comienza a detenerse, pero tengo la sensación de que mi cabeza va más rápido que nunca. Es imposible que se haya equivocado, está claro que sabe quién soy o sino no habría dicho mi nombre. Pero, ¿por qué ese cambio de actitud?

—¿Qué? No espera… ¿cómo te llamas? —le pregunto, levantándome del asiento.

—Tengo que irme.

Estoy apunto de agarrarle de la mano para detenerle cuando las puertas se abren y sale prácticamente corriendo, huyendo de mí. Pienso en seguirle, pero sé que no serviría de nada. Me quedo quieta, observando las puertas cerrarse mientras me siento más confusa de lo que me había sentido en estos cuatro meses. Ese chico ha salido huyendo de mí y ni siquiera sé por qué.

Cuando llego al restaurante donde he quedado con Carlos me siento en una mesa y espero mientras jugueteo con la pulsera que llevo en la muñeca, sin poderme quitar de la cabeza el encuentro que he tenido hace un rato con el chico de pelo azul. De nuevo el maldito mensaje me viene a la cabeza. Cojo el móvil y lo leo unas diez veces más. «Todos te están mintiendo». Esas cuatro palabras retumban en mi cabeza una y otra vez, volviéndome loca. Quizá lo mejor sería borrar el mensaje, pero algo me lo impide. Es como si una parte de mí supiese que algo no va bien, pero la otra se negase a reconocerlo.

Guardo el móvil en el bolsillo de mi chaqueta cuando escucho que alguien corre la silla que hay frente a mí. Alzo la cabeza y me encuentro con una bonita sonrisa que Carlos me dedica. Se quita la chaqueta gris y la deja en el respaldo de la silla, sin perder ni un segundo su amable sonrisa.

—Siento llegar tarde, he tenido que hacer unas pruebas a un niño… —suspira, cansado— ¿Llevas mucho esperando?

—No, no, tranquilo.

Le dedico una sonrisa y pedimos la comida al camarero. Mientras esperamos, Carlos me habla, aunque no sabría decir muy bien de qué. Todo en lo que soy capaz de pensar es en el mensaje, en el chico del metro y en el encuentro que tuve con aquel grupo hace una semana…

—¿Eli? ¿Me estás escuchando? —me llama Carlos, logrando hacerme volver a la realidad. Pestañeo varias veces y niego con la cabeza, sintiéndome culpable por haberle ignorado.

—Joder, lo siento… es que hay algunas cosas que no te he contado.

Me quedo en silencio, sin saber cómo empezar. Debería haberle contado antes a Carlos lo del mensaje, pero algo en mí se negaba a hacerlo. Es como si al contarlo en voz alta fuese a ser mucho más real, y eso me asusta.

—¿Qué ha pasado? —me pregunta, al ver que no digo nada. Y se lo cuento, absolutamente todo. Le cuento el extraño encuentro que tuve el otro día al salir del hospital y también la reacción que tuvo mi madre. Le hablo del mensaje y también del chico al que me he encontrado hace tan solo un rato. Cuando termino de hablar, cojo aire profundamente, sintiendo que me he quedado sin él. A veces debería de hablar algo más despacio.

Espero pacientemente a que mi amigo diga algo, lo que sea, pero tan solo se queda en silencio con las manos apoyadas en la barbilla y la mirada perdida, pensativo. Vuelvo a juguetear con la pulsera que encontré hace unos días en el fondo de un cajón, mientras siento que empiezo a perder la paciencia. Al fin, Carlos se decide a hablar:

—Bueno, quizá esos chicos simplemente te conocían del instituto y no tuvisteis muy buena relación, ¿no? —no respondo, puesto que parece más una pregunta para sí mismo— Pero claro, eso no explica la reacción de tu madre, ni tampoco el mensaje… aunque el mensaje podría tratarse de una broma de algún imbécil. Pero, ¿y ese chico? Joder, Eli, me estoy perdiendo…

—Pues imagínate yo —suspiro.

Ambos nos quedamos de nuevo en silencio, tratando de sacar conclusiones, pero sin lograrlo. Al menos parece que ya no soy la única perdida en todo esto, y me hace sentir bien saber que Carlos me apoye en esto. Después de un rato más repasando todo lo que le he contado y sin llegar a ninguna conclusión, Carlos se levanta.

—Tengo que irme de vuelta al hospital. ¿Nos vemos el Miércoles?

Asiento y me dejo dar un abrazo por mi amigo, sintiéndome algo más aliviada. Después le observo marcharse del restaurante y vuelvo a fijar la mirada en el plato del postre ahora vacío, mientras mi cabeza da vueltas una y otra vez a lo mismo.

El sonido de mi móvil me provoca un sobresalto, sacándome de mi ensimismamiento. Lo cojo del bolsillo de la chaqueta, esperando encontrarme algún mensaje de mi madre recordándome que no puedo salir sola de casa. Abro el mensaje, desganada, pero enseguida el móvil acapara toda mi atención al ver que se trata del mismo número que me envió el mensaje la semana pasada. Siento cómo todo mi cuerpo se tensa tanto de la emoción como del miedo, y por un instante estoy tentada de borrarlo, pero finalmente, lo abro:

Cafetería El Amanecer. En media hora.

Lo leo unas diez veces antes de reaccionar. Sea quien sea quien me haya enviado quiere verme, y tal vez contarme en qué se supone que me están mintiendo.

Prácticamente salgo corriendo del restaurante y en menos de cinco minutos estoy entrando en el metro, concentrándome en no tropezarme con mis propios pies y en calmar el temblor de mis piernas.

Sé a qué cafetería se refiere, ya que he pasado unas cuantas veces por delante. No está exactamente en mi calle, sino dos más adelante. De vez en cuando, cuando paso por enfrente para ir a algún sitio, generalmente al hospital, me gusta observar a los estudiantes del instituto que hay al lado, preguntándome si tal vez yo antes era como ellos.

Cuando el tren llega a mi destino aún quedan diez minutos para que se cumpla la media hora que la persona de los mensajes me ha dado. Echo a andar calle arriba mientras me fumo un cigarro demasiado deprisa tratando de tranquilizarme. Quizá tan solo se trata de una broma y no aparece nadie por el bar, o quizá si aparece y me da respuestas a… ¿a qué, realmente? Ni si quiera tengo muy claro qué es lo que estoy buscando.

Me detengo al lado del bar que hay frente al instituto y respiro hondo, dándome unos segundos para tranquilizarme. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

Coloco la mano en el pomo de la puerta pero justo antes de tirar para abrirla, me detengo. Mis ojos se detienen en un chico que está de espaldas, con el pelo azul, y que habla con otro grupo. Mis ojos esta vez se detienen en Cristian, que está cruzado de brazos y parece realmente cabreado. Después en la chica rubia, y en su amiga, que parecen muy alteradas…

Pienso en mis posibilidades; podría entrar ahí y averiguar qué está pasando, por qué el mismo chico que hace unas horas estaba huyendo de mí ahora está aquí reunido con las mismas personas que hace una semana parecían ocultarme algo. O también podría marcharme, ignorar los mensajes y olvidarme de estas personas al igual que he olvidado todo mi pasado. Sé que no seré capaz de olvidarme de todo esto, pero también que entrar ahí y preguntarles no servirá de nada. Si quiero averiguar qué está pasando, tendré que hacerlo por mi cuenta.

Camino hacia atrás sin apartar los ojos del grupo cuando de pronto me choco con algo o, mejor dicho, con alguien. Me giro, sobresaltada, y me encuentro con unos ojos verdes que me miran sin siquiera pestañear. Algo se enciende dentro de mí, aunque no sé de qué se trata exactamente. Me alejo un poco y miro al chico que no aparta sus ojos de mí. No le he visto antes o, al menos, no que yo recuerde. Tiene unas ojeras muy marcadas bajo los ojos que indican que duerme tan poco como lo hago yo. Lleva el cabello castaño oscuro despeinado, como si acabase de salir corriendo de casa para venir aquí, lo que posiblemente sea cierto puesto que tiene la respiración algo agitada. Sin poder disimular, bajo la mirada hasta sus manos, y me sorprendo al ver sus nudillos llenos de heridas, como si hubiese pegado a algo o a alguien.

Busco algo en mi cabeza para decir, lo que sea con tal de no quedar como una estúpida, pero no encuentro nada. Y al parecer a él le pasa lo mismo, porque está tan callado como yo, con una mirada indescifrable en sus ojos.

—Dani, ¿qué haces…?

Los dos nos giramos a la vez y miramos a Cristian como si hubiese interrumpido un momento muy importante, aunque en realidad ni siquiera hemos cruzado una palabra. Los ojos de Cristian pasan del tal Dani a mí y viceversa. De nuevo, por más que busco las palabras adecuadas, no me sale nada. Aunque esta vez más podría deberse a la mirada de hielo que Cristian nos echa a ambos y que no logro entender. ¿Qué problema tiene este chico conmigo? Tal vez le hice algo en le pesado, pero si así fuera, al menos podría tener la decencia de decírmelo y así no me volvería loca con todo esto. Finalmente, el primero en hablar es Cristian.

—¿Tú qué haces aquí? El otro día tu madre no parecía muy contenta de verte sola.

—¿Y eso te importa mucho? —le espeto, cruzándome de brazos. Cristian se queda unos segundos callado, como si no supiese qué decir a continuación, pero finalmente vuelve a hablar.

—Lo cierto es que no. Pero sí que nos estés siguiendo —hace una pausa en la que respira hondo—. ¿Quieres algo o te puedes largar ya?

Abro la boca para protestar, pero la cierro al ver que Dani suspira y entra en el bar sin mediar palabra. Nos quedamos a solas Cristian y yo, y siento cómo la furia va creciendo cada vez un poco más. Me acerco a él hasta que su rostro queda a unos pocos centímetros de los míos, procurando parecer más segura de lo que realmente me siento.

—No sé cuál es tu maldito problema conmigo, pero si tienes algo que decirme, mejor que lo hagas ya.

Cristian parece quedarse atónito durante unos segundos e incluso noto un atisbo de orgullo en su mirada, pero enseguida desaparece para volver a mostrarse indiferente. Sin decir ni una palabra más, da media vuelta y entra en el bar.

Me quedo unos instantes ahí parada, observando al extraño grupo y sintiendo una enorme frustración. Después de unos minutos jugando a una guerra de miradas con todos ellos, me doy media vuelta y echo a andar calle arriba, con más ganas que nunca de llegar a casa. Quiero gritar, pegar algo y llorar, pero lo único de lo que soy capaz es de continuar andando como si no hubiese pasado nada mientras pienso en todo lo que acaba de ocurrir. Estoy apunto de perder el control cuando mi móvil suena anunciando un nuevo mensaje. Lo cojo rápidamente, ansiosa por ver lo que pone y esperando que no se trate de mi madre. Por suerte, no se trata de ella, sino del número desconocido que aún no tengo muy claro si pretende ayudarme o volverme loca.

¿No te preguntas por qué tu madre no quiere que salgas sola de casa?

Miro la pantalla del móvil con los ojos abiertos como platos, y siento un enorme deseo de estamparlo contra el suelo, pero me contengo. No sé quién es la persona que me escribe esos mensajes ni por qué lo hace, pero es evidente que él o ella sabe algo de mí que todos parecen querer ocultarme, y es la única persona que puede ayudarme a descubrirlo.

SINOPSIS

¿Qué harías si te despertaras un día en una cama de hospital sin recordar absolutamente nada?

Elizabeth tiene que empezar de nuevo, sin ningún recuerdo de su pasado más que lo que sus padres le han contado. Pero, ¿y si todos mintiesen? A veces nada es lo que creemos, y unos mensajes anónimos son las únicas pistas que Elizabeth tiene para descubrir la verdad, para averiguar que ocurrió en aquel accidente y por qué todos parecen conocer la verdad excepto ella.

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