Que venga aquel viento y lo vuele todo

Que venga aquel viento y lo vuele todo

Mario Berardi

20/05/2018

1.-


Le tiré la ropa al mar. Eso le había dicho Máximo a ese tipo, aquella vez, cuando por fin se animó a hablar. Después, con el tiempo, se olvidó de eso y de todo lo que tenía que ver con ese pueblo de mierda. Como si nunca hubiera estado ahí. Como si, treinta años atrás, no hubieran cruzado la estepa, Gabita y él, en aquel Renault 12 destartalado, con la estúpida ilusión de empezar una vida nueva. Los dos solos. Ahí, bien al sur. Justo en medio de los vientos.

Y ahora él, Máximo, había regresado, y se encontraba en el mismo punto en el que toda aquella historia había comenzado. Esta vez había viajado solo y en un auto nuevo con butacas rebatibles, aire acondicionado y hasta GPS. Pero estaba grande y estaba enfermo, así que las molestias del cuerpo se hacían sentir. Respiró hondo, tosió y, sin pensarlo un segundo más, aferró con la mano izquierda su bolso de viaje y se bajó del auto. En la veredita sacudió un poco las piernas y se quedó mirando el frente (inconfundible) de aquel bar: los ladrillones a la vista, las ventanas coloniales, las fallebas entreabiertas. Buscó, por encima de la puerta, el cartel de la Coca Cola con el nombre del establecimiento, pero ya no estaba. Sin embargo, era el mismo bar. En eso no tenía ninguna duda. Bar los amigos”, recordó Máximo, y pensó que ese nombre era un mal chiste. “Bar Los hijos de puta”, se tenía que haber llamado. A sus espaldas, detrás de los álamos, el río estaba tan manso que casi no llamaba la atención. Una lancha amarró en el muelle y cinco o seis personas bajaron, saludaron al conductor y se desparramaron por las callecitas sin hablar entre ellos. Por unas pocas monedas habían cruzado el río, ahorrándose la larga vuelta por el Puente Viejo. De eso se acordaba bien: el muelle de las lanchas. Y también del bar, claro.

Había llegado a la Comarca ese mediodía, había recorrido el pueblo y sus alrededores casi sin bajarse del auto, había estado recordando una cosa detrás de la otra. Había llorado y se había reído. Pero no había podido encontrar los lugares que la memoria aún le sugería. Ninguno. Como si a todo lo hubiera sepultado el olvido. O las tormentas de viento, ésas que en verano asolan la Comarca, recluyendo a los pobladores y a sus peores miserias en el interior espeso de las casas. Así que ahora estaba ahí, parado en el punto exacto en el que, aquella vez, se habían bajado con Gabita del Renault 12, justo enfrente del bar. En el punto en el que le había buscado la mirada con la ilusión de que, por fin, estuviera de verdad empezando una vida nueva. Estamos en casa, llegamos, le había dicho él, pero ella se había reído con esos ojos de gata despectiva. Ahora, de pronto, se acordaba muy bien de todo: la mano de Gabita sacudiéndose el polvo de la ruta, el pantalón de bambula, el culo perfecto. La recordaba alejándose unos pasos del auto, con el cigarrillo apagado en busca de fuego. Y recordaba aquel primer tipo que, por designio del destino, fue a pasar por esa vereda justo en ese momento. Ese imbécil que (más tarde lo sabrían) se llamaba Gustavo Sierra, fumaba en pipa y la iba de psicoanalista, de superado, de hombre del sur. El tipo, aquella vez, miró a Gabita con ojos voraces, sostuvo la pipa en una mano, rebuscó en los bolsillos de su campera con la otra y le encendió por fin el cigarrillo, torpemente, con aquel encendedor verde metalizado, tan fino que daba asco. El primero, sólo el primero, de tantos fuegos que vieron arder.

Máximo se pasó la mano por el rostro, como para espantar fantasmas, y entró al bar. Adentro estaba en penumbras, tal como él lo recordaba. Respiró ese vaho rancio de licores, madera y orines y fue derecho a sentarse en la mesita más lejana, junto a una de las ventanas. La misma que había ocupado aquel día con Gabita a su lado. La misma, también, en la que se había sentado (ya en invierno) frente a frente con el imbécil de Gustavo Sierra, las miradas afiladas como cuchillos, cada uno con su vaso de ginebra, mientras enfrente el viento remontaba las aguas del río hacia atrás, hacia los orígenes. Él, que nunca hablaba, esa tarde había hablado. Le tiré la ropa al mar, le había dicho.

Y ahora estaba otra vez ahí, más en busca de un final memorable que de un nuevo comienzo. Miró las baldosas gastadas y la hondonada que se formaba en el centro del salón. Recordó que, aquella otra vez, se había imaginado que todo el bar se iba a hundir, o que se iba a deslizar hacia el río por la barranca. Pero no se había hundido: ahí estaban las baldosas y la hondonada y casi todo lo demás. También las paredes descascaradas, los cuadros, el mostrador siempre lejano. Y, a través de la ventana, el río, los álamos, la figura de algún solitario que se difuminaba en el silencio de la costanera. Llamó a la chica del bar, pero ésta no pareció darse por aludida. Un rato más tarde, sin embargo, la chica se acercó con displicencia. Tenía la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad teñida en una mezcolanza violeta y naranja.

—Tráigame dos ginebras. —Dijo Máximo, casi sin mirarla.

La chica se pasó la mano por el lado rapado de la cabeza, dio media vuelta y se fue a buscar. Máximo se acordó del tipo que atendía antes el lugar: un gordo mugroso siempre mimetizado entre objetos inservibles y botellas ancestrales de licor. Según decían en el pueblo, el hombre tenía visiones, sobre todo cuando llegaba alguien de la ciudad. Visiones de muerte, de sangre, de pecado. Un tipo repugnante, ojalá se haya muerto, pensó Máximo. Tampoco estaba la vieja radio a válvula en la que resonaban (entre nubes de estática) anacrónicos informes de paisanos que pedían toparse en parajes ignotos con un médico, un veterinario, una encomienda. Ahora, el mostrador estaba limpio. Por detrás, tres o cuatro muchachitas reían y se hacían burlas. Seguramente serían amigas de la rapada. O hermanas. ¿Y si fueran, todas ellas, parientes del cantinero gordo?

¿Y los cuadros? ¿Había cuadros en el Bar los amigos treinta años atrás? Sí, claro que había, pero no éstos. Máximo se acordó de un cuadrito opaco con motivos gauchescos: un paisano domando un caballo que se encorvaba sobre la pampa verde. No sobre la estepa amarillenta: sobre la pampa verde. Pero ya no estaba, alguien lo había reemplazado por pinturas unas “geométricas” que parecían representar planetas ignotos con sus lunas. Más allá colgaba un almanaque con la foto de un caballo blanco encabritado, que si uno se movía un poco, cambiando el punto de vista, se transformaba en un pueblito alpino cubierto de nieve. ¿Y los cuadros que pintaba él mismo por aquella época? No, de eso Máximo no se acordaba. No, claro que no. Aunque a veces lo asaltaba la imagen de la casita de la playa, el patio abierto, el humo arrebatado por el viento, el tambor de la basura lanzando chisporroteos, Máximo ya no recordaba (no quería recordar) que lo que allí se quemaba eran sus cuadros, destrozados previamente por él mismo con un cuchillo de pesca.

Porque Máximo iba a ser un artista, iba a pintar, a encontrar su ser más íntimo. Para eso habían cruzado medio país en un auto desvencijado. Pero las cosas no resultaron así. Un amigo le había prestado un equipo de pesca y él se lo había traído para el sur. Mal que mal, con el tiempo aprendió a encarnar, a tirar la línea, a soportar las horas de aburrimiento moviendo los pies en la orilla. Pero nunca había pescado nada. Nada. Y lo mismo con la pintura: su último salario antes de salir de la ciudad se lo había gastado en telas, bastidores, oleos y pinceles, y todo eso lo había cargado en el Renault 12. En la Comarca, por las tardes armaba el caballete (frente al mar, en las lomadas áridas, en el interior húmedo de la casita) pero lo único que lograba era repetir obstinadamente el mismo motivo: una línea gruesa que bajaba en espiral hasta formar un tronco como de árbol, como de arteria. Figura que luego iría febrilmente rellenando, desdibujando, deformando. Mandala, decía Gabita al principio, metida a crítica de arte de puro aburrimiento, de pura desazón, mientras él rellenaba furiosamente los huecos con ocres y bermellones. Eso que él hacía no era pintar. Y unos meses después ella le revoleó uno de esos cuadros por la cabeza, mientras le escupía sus odios y rencores, ahí, en el corazón de esa mínima casita lastimada por los vientos y el salitre. Y le decía pedazo de pelotudo, ¿qué es lo que estás haciendo? ¡Pintás siempre el mismo cuadro! Son todos iguales, todos… Y él no le contestaba. No la miraba. Él ni respiraba con tal de que no ardiera todo, de verdad. Tiempo después pasó todo lo que pasó.

La chica del bar se acercó a la mesa con dos vasos grandes con ginebra, dejó uno cerca de Máximo y el otro un poco más separado, como si se esperara a alguien más, y regresó con sus amiguitas. Máximo la miró alejarse: esa chica podría ser su hija, incluso su nieta. Instintivamente, tomó su bolso de viaje y lo apoyó sobre sus rodillas. Después, se bajó de un trago medio vaso de ginebra, respiró hondo, y se aflojó mirando mansamente por la ventana, mientras la costanera desierta se iba hundiendo en la opacidad del atardecer. Nada estaba en su lugar en ese pueblo de mierda. Toda la tarde andando para acá y para allá, y nada. Era como si alguien se hubiera tomado el trabajo de hacer desaparecer los sitios amados. Y los sitios odiados. Lo único que coincidía con sus recuerdos era la insignificante entrada del pueblo, tan decepcionante como siempre después de haber atravesado el desierto. Los mismos arbustos resecos, las primeras casitas desordenadas, un cartel despintado y un desvío de grava en desnivel. Y nada más que eso. Ya estaba uno en el pueblo. Después, la terminal de ómnibus, apática e impersonal, y la plaza central (cuatro manzanas arboladas con algunos pocos juegos para niños). Y eso que llamaban el centro: unas pocas cuadras con negocios básicos y hasta un banco, además de la consabida iglesia y el edificio municipal. Hacia el bajo estaba la única parte más menos vistosa: la costanera del río, con esos álamos verdes y robustos que parecían sacados de otro paisaje.

De repente se acordó del Corralón Municipal, ese sórdido galpón en el que se reunían los artistas de la comarca. Anduvo para arriba y para abajo pero no lo encontró. Igual, le importaban un carajo los artistas de la comarca, esos inservibles que se juntaban a hablar de proyectos que nunca se concretaban. Ni siquiera se acordaba de los nombres: estaba esa señora grande que tejía bufandas mientras los demás le alababan la obra (algún poema, un texto breve de carácter moral, el comienzo de una novela apenas esbozado). Estaba también ese flaquito de pelo largo que era dibujante o algo así, ése que pestañeaba como un idiota (¿se llamaba Alexis? ¿O era Axel?). Y la bailarina ya un poco veterana. Y la pintora que competía con la bailarina por cualquier cosa (una de las dos los había invitado una vez a cenar, pero no recordaba cuál). Y ese funcionario de la Dirección de Cultura (probablemente el único que sacaba algún provecho de todo aquel asunto). Pero, ahora, por más que preguntara por acá y por allá, nadie sabía nada del corralón municipal. Y menos de los artistas de la Comarca.

Cuando se cansó de dar vueltas sin sentido se volvió derecho para el lado de la ruta, por donde había venido, como si algo dentro suyo, algún resabio de conciencia, quisiera obligarlo a detenerse, a volver atrás. Como si fuera posible desandar ese camino después de todo lo que había pasado. Cruzó la ruta después de mirar con cuidado en ambas direcciones, y encaró por el camino vecinal hacia el lado de las chacras, como llamaban a esos campos tristes que bordeaban el río hasta su desembocadura. Se acordaba bien de eso: el polvo del camino, las tranqueras de acceso cada tanto, las casas rurales que no siempre estaban a la vista, recostadas más bien hacia el fondo de los lotes (hacia el desierto), a veces cubiertas por un puñado de arbustos grises. Y hacia la derecha el murmurar del río, más allá de la hilera de álamos. Al final, en algún punto, el camino debería diluirse en un pastizal apenas transitable. No había confusión posible, lo único que había al final de ese camino era la casita, en la que tanto amor y tanta furia habían compartido. La casita, apenas un triste refugio de pescadores que Gabita había alquilado por un precio modesto. Un cubo de paredes carcomidas con techo de chapa, imponiéndose al horizonte a falta de otras figuras. Pero ahora, al llegar hasta el lugar, el camino se disolvía en la nada, se agotaba en arenales y lomadas mucho antes de llegar al mar. No había ninguna casita. No estaba el frío piso de cemento, ni las ventanitas adornadas con cortinas de cuento, ni la ropa al sol, ni el patio cruzado por los vientos. Y tampoco, claro, llegaban de allí los gritos impúdicos, las carcajadas satisfechas, los insultos de amor desafiando al desierto o al mar.

Se quedó un rato largo sentado en el auto, mirando el mar. Jugando a recordar el sitio exacto en el que tendría que estar viendo su casita. Después, maniobró con cuidado para no quedarse en la arena y emprendió la vuelta. Cuando vio que en una de las chacras había movimiento (dos perros, una camioneta estacionada, la luz de un televisor), estacionó el auto y se acercó caminando hasta la tranquera. Golpeó las manos varias veces, hasta que un hombre de mediana edad se acercó a paso tranquilo. Al verlo acercarse con ese pantalón deportivo y esa sonrisa leve, Máximo comprendió que no tenía sentido preguntarle nada. Que ese tipo era de otro mundo y no iba a entender. Pero igual, ni bien el hombre se apoyó en la tranquera le largó la pregunta por la casita y por la pareja que vivía ahí en otra época. En efecto, el hombre no sabía nada. No conocía a ninguna Gabita ni ninguna casita de la playa. Máximo extendió la mano para despedirse pero justo en ese momento, imprevistamente, se acordó de algo. De algo más. La memoria, como el mar (o como el viento) busca sus propios caminos. Y al final, por alguna parte pasa. La playa de los dos mundos, recordó Máximo, mientras retenía la mano del chacarero y le rebuscaba los ojos.

—¿Dónde queda la playa de los dos mundos? —lanzó Máximo, a viva voz, como si ese nombre (que él había inventado treinta años atrás) significara algo para alguien—. Si usted es de acá tiene que saber. Ahora el camino está borrado. Lo cubrió la arena. ¿Qué pasó? ¡¿Dónde es?!

El chacarero escabulló la mano y se metió rápido hacia el fondo de su propiedad, musitando algo incomprensible a modo de saludo.

—Es más allá de los acantilados. ¡La que tiene un puente! —gritó Máximo, pero el otro ya no podía escucharlo— ¡Ey, pedazo de hijo de puta, te estoy hablando!

Durante los quince minutos que le llevó el viaje de regreso al centro, Máximo revivió sonidos, olores, texturas, imágenes de la playa de los dos mundos. ¿Era posible que todo eso lo hubiera inventado? Para llegar había que descender por un camino empinado que partía al medio el acantilado, como un tajo siniestro entre dos mundos. Una vez abajo, había que caminar sobre las rocas húmedas, rugosas, perforadas por las olas, entre estallidos de agua y espuma. Y los alaridos de las avutardas sobre el bajo continuo del mar, las nubes de yodo revoloteando en el viento de la orilla, Gabita corriendo desnuda, furiosa, entre nubes de arena. ¿Nada de eso había existido? Y el puentecito, claro. Un puentecito inservible que no iba a ninguna parte. Con la marea baja se caminaba con cuidado sobre las piedras de la orilla, se subía la escalerita por un lado, se caminaba unos tres metros por la pasarela y se bajaba por la escalerita del otro lado, donde uno se encontraba con las mismas rocas y el mismo mar.Le tiré la ropa al mar, volvió a pensar Máximo, aunque ya no se acordaba de las bombachas, las blusas de bambula, los pantalones hindúes revolviéndose al ritmo de las olas en los piletones de la orilla, una y otra vez, antes de ser devorados para siempre por la furia hambrienta del océano.

Mejor no recordar. Mejor hacer lo que hay que hacer, pensó Máximo, sentado en la mesita de siempre del bar que una vez se llamó “Los amigos”. De un trago terminó de vaciar uno de los vasos de ginebra que le habían servido. Después, acercó el segundo vaso, que estaba sin empezar y le clavó la mirada como si allí hubiera alguna respuesta.

—Señorita. —Dijo, con un aire a la antigua. Su propia voz le sonó lejana, como de otro— ¿Le podría hacer una pregunta?

La muchacha lo miró desde atrás el mostrador, comentó algo con sus amiguitas y se llegó junto a la mesa. Máximo le pegó un buen trago al segundo vaso de ginebra y acomodó su bolso sobre la mesa. Con gesto concentrado, lo abrió y sacó de su interior un fajo completo de billetes. Sabía que un fajo eran cien billetes de cien pesos. O sea: diez mil pesos. Mucha plata. Y mucho más aún en ese lugar perdido del mundo. Buscó los ojos de la chica, y le pareció que, por primera vez, ella le prestaba alguna atención.

—Necesito un lugar para quedarme. Esta noche. Hasta mañana al mediodía como mucho. Ya sé que esto no es un hotel, me lo dijo el gordo hace treinta años, cuando vine con Gabita. Esto no es hotel, me dijo, y salimos a buscar por ahí y alquilamos una casita pero no acá, era en la misma playa, pasando las granjas, al lado de la desembocadura del río. Hace un rato estuve por ahí, pero la casita no está más. Nadie sabe nada. Ni siquiera encontré el lugar. Es todo medanos ahora.

La muchacha lo miró con un brillo en los ojos que no terminaba de resolverse.

— Ahí al fondo hay una piecita donde el gordo hacía sus siestas, yo me acuerdo. Una pieza llena de porquerías. No me importa. Me quedo ahí. —terminó Máximo, y empujó sobre la mesa el fajo de billetes, pero sin quitarle la mano de encima.

—Y hay otra cosa. Antes. Si me decís que sí, esta plata es para vos —le dijo, apretando los billetes con fuerza. Ella amagó una sonrisa (sensual, falsa, impensada) y apoyó su mano sobre la de Máximo.

—No, imbécil. No es eso—. Reaccionó Máximo. La muchacha retiró la mano—. Es otra cosa. Necesito que te sientes. Acá, enfrente mío. Tengo que hablar. Te voy a contar una historia. Pero quiero que me escuches. Bien. Hasta el final. Te pago, claro.

Afuera, la noche se había devorado ya el brillo del río, los álamos y cualquier figura humana. Máximo se puso de pie, dejó los billetes sobre la mesa y encaró para el fondo del local.

—Voy al baño y vengo. Ya sé dónde es.








2.

—Yo estuve acá antes, ¿sabías?

—Sí, sabía. Me lo dijo usted hace un rato.

—Hace treinta años. Estuve sentado acá, en esta misma mesa. —Dijo Máximo, y se acomodó en la silla lo mejor que pudo. Tenía otra vez ganas de orinar, pero con toda esa historia de la próstata agrandada las ganas orinar llegaban de pronto y en cualquier momento. Había dejado su equipaje en la piecita del fondo, se había duchado con un chorrito de agua fría, se había cambiado la ropa y había ido a orinar tres o cuatro veces. Y tenía otra vez ganas, pero le pareció que aguantaba. Y, de últimas, si se orinaba encima, se orinaba encima y listo. La muchacha que atendía el bar estaba sentada frente a él y lo miraba de a ratos, fugazmente, reconcentrada en mordisquearse el dedo y en pasarse cada tanto la mano por la parte rapada de la cabeza. Pensó en retirar el plato y los cubiertos con restos de comida que le había servido a ese tipo un rato antes, pero algo le dijo que era mejor, ahora, dejarlo hablar.

—Este lugar fue muy importante para mí. Muy importante. Pero salió todo mal.

La muchacha lo miró, pero él no se dio cuenta. Tenía la atención puesta en la noche brumosa, en las luces difusas que oscilaban en la otra orilla y, sobre todo, en lo que estaba diciendo. Porque ahora iba a hablar. Otra vez, él que había decidido vivir en el silencio, iba a hablar.

—Te voy contar una historia, ¿sabés? —le dijo sin mirarla—. Pero mirá que no es cualquier historia, es la historia de mi vida.

—¿Y por qué?

—¿Cómo “por qué”?

—¿Por qué me la quiere contar a mí?

—No sé. Te lo cuento a vos porque estás acá. Y porque se me da la gana. Y porque tengo plata.

Ella tragó saliva y miró de reojo hacia el mostrador, solo por costumbre. Sus amiguitas ya se habían ido, después de preguntarle hasta el cansancio si estaba bien y si no quería que se quedaran a acompañarla, por las dudas. Hacía un rato había apagado ya las luces del fondo, desenchufado el horno eléctrico y cerrado todas las persianas menos esa que tenían enfrente. El hombre le había pedido que no lo hiciera, que quería ver hacia afuera y ella pensó que de cualquier manera era mejor así.

—Salimos una noche de la ciudad, Gabita y yo —empezó él, porque por alguna parte tenía que empezar—. Queríamos empezar de nuevo. Una vida nueva. Más libre, más natural, más verdadera. Y tenía que ser acá, en el sur. Acá es donde vienen todos los que ya no tienen nada que perder, porque acá nadie pregunta nada. Y yo soñaba con eso: no tener que dar explicaciones. No tener que hablar.

La muchacha lo miró como se mira a un animal desconocido: el escaso pelo blanco revuelto sobre la coronilla, la camisa de marca que le iba un poco apretada, el reloj, las manos arrugadas en tensión. Entendió que lo mejor era dejarlo hablar. No hacer preguntas ni comentarios. Después de todo, ya tenía en el bolsillo de su delantal el fajo de billetes que el hombre le había dado antes de pasar al bañito a ducharse. En ese momento, ella estuvo tentada de seguirlo en silencio, de entrar y revisar aquel bolso para ver si tenía más plata, pero no se animó. ¿Cuánto más podía tener? ¿Varios fajos? ¿El bolso entero? Un rato después, cuando el hombre salió del baño con el pelo mojado, el bolso en la mano y la misma ropa que tenía puesta antes de la ducha, ella lo estaba esperando ya en la mesita aquella, dispuesta a escuchar. Y ahí estaba él hablándole como si fueran amigos de toda la vida. Como si de aquel relato dependiera alguna decisión seria. En un rato, pensó la muchacha, recogería los trastos que quedaban, los llevaría hasta la pileta de lavar y le pediría al hombre que se fuera a la habitación del fondo, a descansar. O mejor: le preguntaría si necesitaba que lo despertara a alguna hora, y lo dejaría solo en el bar. Con la puerta cerrada con llave desde afuera.

—De la ruta no me acuerdo mucho —siguió él— pero fueron casi dos días manejando. Gabita no sabe manejar. Quiero decir que no sabía manejar, ahora no sé. Bueno, en realidad no sé nada de Gabita. No sé si está viva o está muerta. La última vez que la vi fue cuando me fui de acá, solo, en el mismo Renault 12 en el que habíamos venido.

La muchacha sintió un estremecimiento en la piel y amagó con levantarse, pero él la detuvo con un gesto de la mano.

—No, no, no te vayas. Escuchá. Esto te va a gustar. Me acordé de algo que pasó en la ruta, cuando veníamos. Resulta que en ese momento yo quería pintar. Quería ser artista, ¿entendés? Tenía esa pelotudez en la cabeza. Entonces fui a una de esas librerías especializadas y me compré telas, bastidores, pinceles, óleos, una paleta, un caballete y metí todo en el baúl del Renault 12, antes de salir. Me había gastado el sueldo entero (el último sueldo que tuve en mi vida).

Ella le miraba las manos, pero él bostezó y ella levantó la vista. Era evidente que él estaba haciendo un gran esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Está cansado, pensó, en un rato se duerme.

—En algún momento, mientras veníamos cruzando el desierto, y ya nos parecía que no íbamos a llegar nunca a ninguna parte, yo sentí que era el momento. Que tenía que empezar a ser otro, a ser alguien. Ahí. Que empezaba una vida nueva. Sentí cosas. Estaba en el corazón de la Patagonia. Entonces, en medio de la nada, en ese desierto interminable en el que nada sobresalía ni formaba figuras, en ese mar reseco, inmóvil, algo apareció. Un árbol. Solitario, inclinado por toda una vida de vientos, desafiante. Paré el auto. Saqué un bastidor, el caballete, busqué las pinturas en el baúl y me puse a pintar. Por primera vez. Ya era un artista. Ya lo era. Gabita se quedó en el auto un rato. Después salió, se agachó para orinar en la banquina y se acercó para ver lo que había pintado.

—¿Y qué había pintado?

—Una porquería. Una cosa espantosa. Pero Gabita no dijo nada. Se quedó ahí sin pestañear, con la vista fija en la tela, y después me miró a los ojos con esa mirada helada que todavía yo, en esos primeros días, nunca le había visto. ¡Hija de puta! ¡¡Hija de puta!!

—Mire, es tarde —dijo secamente la muchacha—. Yo tengo que cerrar. Tengo cosas que hacer…

—No, no, ¡no te vayas! —la interrumpió el hombre con voz áspera. Ella dudó y entonces él le agarró con fuerza la muñeca. Ella quiso zafarse, pero no pudo. Era un tipo más fuerte de lo que parecía —. Cinco minutos más— insistió él, suavizando un poco la voz.

Ella se zafó de un tirón y se puso de pie. En ese momento, lo único que pensó fue que le iba a quedar la marca en la muñeca. El hombre se agachó, abrió el bolso que custodiaba entre las piernas y sacó otro fajo de cien billetes. Lo hizo bailar un poco delante de los ojos de la chica y después los volvió a meter en el bolso. Ella se pasó la mano nerviosa por la parte rapada de la cabeza, dos veces, y se volvió a sentar. Él respiró hondo y se quedó mirando por la ventana hacia la costanera del río, como si buscara alguna cosa en lo más espeso de la noche. Eso era lo que hacía cada vez que estaba por empezar a hablar. La muchacha ya se había dado cuenta de que eso era lo que hacía y no quiso mirarlo.

—Al final, yo no era un artista —retomó por fin Máximo—. Nunca fui un artista. Nada fue como pensábamos, al llegar acá. Al tiempo, medio de casualidad, me invitaron a una reunión de artistas de acá, de la Comarca, como le dicen ustedes.

—Nosotros no le decimos “la Comarca”.

—Bueno, así le decían. Yo no. Yo le decía “este pueblo de mierda”. Bueno: me invitaron a una reunión de artistas. Y fui. Fui a varias reuniones. Pero no servían para nada, no se hacía nada nunca. Hoy quise encontrar el lugar donde nos reuníamos y no estaba. Di mil vueltas, pero no lo encontré. Pregunté en la calle y nadie sabía nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

—Yo no sé nada de eso.

—Era el Corralón municipal o algo así. En una salita al fondo nos reuníamos nosotros.

—Ah, no, eso no existe más. Mi papá me hablaba de ese Corralón.

El hombre se quedó extrañamente inmóvil, como si por un momento hubiera perdido la conciencia de dónde estaba y qué estaba haciendo. Ella se mordió la uña ya casi inexistente del dedito chico, mientras con la otra mano acariciaba los billetes nuevos dentro del bolsillo de su delantal.

—¿Y los artistas? —preguntó por fin Máximo, y dejó escapar un amplio bostezo.

—No. De los artistas no sé.

—Había una chica… una mujer. Era bailarina. Daba clases de danza, bueno, eso quise decir. Clases de danza a los chicos. Y esas cosas.

—Anita— apuró la respuesta ella. —A mí me mandaban con ella cuando era chica. A aprender. Mire, ya le dije: ahora ya me tengo que ir. Usted se puede quedar y pasar la noche en el cuarto. Mañana vuelvo y le preparo el desayuno.

—¿Cómo hago para llegar a la playa de los dos mundos? ¿Vos sabés? ¿Entendés de lo que te estoy hablando? ¿Me podés llevar ahí? ¡¡La playa de los dos mundos!!

—Chau —dijo sencillamente la muchacha, y recogió el rústico llavero de encima de la mesa encarando con paso firme hacia la puerta. Salió, le dio dos vueltas a la llave y recién ahí se animó a mirar hacia el interior del salón. El hombre estaba ahí sentado, no se había movido, y no parecía que fuera a moverse. Chau, se dijo como para sí misma, cruzó la calle y arrancó a caminar en paralelo a la alameda, hacia el oeste, hacia arriba del río, en busca de las casas de adobe que se dibujan apenas sobre la barranca, las más viejas del pueblo.

En el Bar, en algún momento, Máximo habría de levantarse de la mesa y caminaría pesadamente hacia el fondo, pasaría por la cocina sin prestar atención a las sartenes sin lavar, los platos apilados, el gato gris que mordisqueaba algo sobre la mesa. Llegaría al baño, intentaría orinar, pero la próstata y al cansancio y los años y la mente apenas le permitirían algunos chorritos leves y aislados. Enseguida, sin darse cuenta de que ya su entrepierna estaba mojada desde hacía rato, se iría derecho, cruzando el patio, para la pieza aquella en la que había visto, treinta años atrás, al cantinero descansando su tosca humanidad en un destartalado sillón de dentista, rodeado de cajones mugrientos de bebida, ropa colgada y extraños signos indígenas tatuados en las paredes. Donde lo había visto delirar presagios nefastos, estupideces, cosas de sangre y muerte y suciedad. Cosas que, aunque nunca lo reconociera, fueron luego muy parecidas a las que de verdad ocurrieron. Vería, al entrar, que el lugar era el mismo, pero que alguien había sacado todas las porquerías, había barrido apenas un poco y había dejado solamente un sencillo camastro y una gruesa manta gastada. Encendería la única luz que colgaba del techo, ubicaría el bolso de viaje como almohada y se dejaría caer en la cama, así como estaba, sin sacarse siquiera los zapatos. Y así se quedaría durante un tiempo que no hay forma de calcular, mirando el techo, la lamparita amarillenta, las paredes ancestrales. Buscando rastros de aquellos dibujos ancestrales entre las manchas de humedad y los crostones descascarados del revoque. Hasta que, en algún momento, se desabrocharía el cinto, pasaría la mano dentro del pantalón y trataría de masturbarse, para apenas unos minutos más tarde quedarse profundamente dormido con la mano en el miembro, sin alcanzar ninguna satisfacción ni desahogo.

Luego los sueños lo invadirían como una enfermedad. Como si la vieja habitación conservara la impronta del Cantinero y de sus visiones feroces. Porque no fueron precisamente sueños, sino más bien imágenes restallantes que llegaban y se iban como espectros fugaces. Fragmentos olvidados de su vida, la única vida que había tenido. La de Gabita y aquel otro viaje, el callejón por el que se descendía a la Playa de los dos mundos, ese tajo tapizado de fósiles, los ojos de Gabita, intensos pero inmóviles (como si fueran los ojos de una muerta), la ropa de Gabita flotando en el mar, Máximo joven balanceándose en el borde ominoso del acantilado, las manos ateridas en los bolsillos del gabán, el chisporroteo de leña barata en la salamandra, cuerpos desnudos: el de Gabita, el del hijo de mil putas de Gustavo Sierra, tan desnudo como era capaz de imaginárselo. Entrelazados, sudorosos, hambrientos, las piernas en llamas, los ojos sucios. Y el mar: Gabita corriendo desnuda por la playa helada del amanecer. Y a cada rato, una y otra vez, fuegos de sangre.

Mientras tanto, mientras Máximo se revolvía en sus infiernos, la muchacha del bar había caminado ya las cuatro cuadras hasta la casa aquella, tan modesta, la última de las barrancas, pasando la Prefectura. Había empujado la puertita de entrada, había subido agitada por los escalones de cemento sin prestar atención al jardín reseco y descuidado, había golpeado con sus llaves en la ventanita empañada de vidrio, una y otra vez, frenéticamente, hasta que apareció ahí adentro un rostro despeinado, trémulo, amenazante. El rostro de Gustavo Sierra.

—Gustavo —le dijo sin recuperar la respiración— Vino un tipo. Un viejo. Un viejo loco.

—¿Cómo? ¿Un qué?

— Dice que te conoce, está loco.

—A ver, pasá—. Intentó por fin Gustavo, entreabriendo la puerta. Ella vio que estaba en medias y llevaba un pijama remendado y un sweter de lana.

—No, ni loca.

—Pasá, estúpida. ¿Ahora te da miedo?

—No. No paso.

—Bueno, entonces déjame de romper las pelotas… —Gustavo cerró la puerta de un portazo. Había tenido un día horrible y no estaba de humor para aguantar a esa pendeja.

—“Máximo” se llama. Así me dijo.

Gustavo sintió que una puntada le perforaba el pecho. No podía ser. No podía ser. No podía ser. Apenas el dolor empezó a disolverse un poco, se puso a buscar entre sus cajones la vieja pipa y el encendedor, aunque había dejado de fumar hacía décadas.

Sinopsis:

Máximo (un hombre de ciudad), regresa a un pueblo de la Patagonia (la Comarca), en el que treinta años atrás vivió una peligrosa historia de amor con Gabita. Máximo se siente viejo y enfermo, y sabe que no puede recuperar esa vida que soñó. Sin embargo, un oscuro impulso lo lleva de nuevo a ese pueblito, que en su momento despreció.

Pero todo ha cambiado, le cuesta encontrar los lugares y personas que conoció, y se ve atrapado en una red de prejuicios. Al enterarse de la llegada de Máximo, un hombre llamado Gustavo Sierra se oculta de él, pero al mismo tiempo planea y pone en juego un siniestro plan de venganza contra el recién llegado. Gustavo había sido en su momento, según Máximo, el culpable de alejarlo de Gabita.

Ahora, nadie tiene noticias de Gabita en el pueblo, y de alguna manera Máximo y Gustavo Sierra (enemigos ancestrales) se necesitan uno al otro para encontrarla.

Sin embargo, Máximo oculta un secreto inquietante: ha traído una desmesurada cantidad de dinero, con el qué logra conseguir voluntades en el pueblo.

La novela está narrada desde distintas focalizaciones y puntos de vista, lo que hace que la realidad de lo que se cuenta sea siempre provisoria y ambigua. Además, el pasado reaparece de a ratos contaminando la percepción del presente.

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