El Diablo, el Clero y lo mismo

El Diablo, el Clero y lo mismo

Andrés Carrillo

18/05/2018


Capítulo I.

Mismo, Sonora, es un lugar pequeño en el desierto repleto de iglesias de adobe y pericas de reboso; un pedazo de tierra seca olvidado del mundo, pero nunca de Dios. Dios está más presente en Mismo que en ningún otro sitio. En sus años de gloria, cuando un periódico de alcance nacional pagó un favor al Gobernador haciendo campaña y bautizando al pueblo con cabeza fría y fraudulenta “La tierra de las oportunidades”, una ola impresionante de migrantes arribó en busca de lo prometido. En menos de dos años surgieron cantidad de comercios, las calles principales conocieron el asfalto y la diócesis local pidió refuerzos para que nadie escuchara de lejos la palabra lacerante del Señor.

Concluida la segunda guerra, los campos de algodón que abastecían al ejército americano se vieron obsoletos y los migrantes volvieron a sus tierras o marcharon más al norte. Los comercios quedaron abandonados, las calles volvieron a cubrirse de tierra, pero el número ridículo de iglesias que amurallaban al pueblo permaneció intacto, pues por más crisis o más soledad, la casa de Dios no puede ser destruida. Por ende, ya en mis tiempos, varias décadas después, algunos templos se convirtieron en monasterios, escuelas, seminarios, asilos y en el Orfanato del Sagrado Corazón de Jesús, lugar que me dio crianza bajo la tutela del padre Martín. Así, al ser todos gobernados por sacerdotes, manadas de ellos se veían regocijar su autoridad divina por las calles. Nosotros nos limitábamos a observarlos despilfarrar el diezmo en el puesto de churros o la licorería. Cuando tuve la insolente osadía de preguntar si las contribuciones de los fieles no debían ser destinadas a los necesitados, me explicaron que, aunque íntimamente ligados al Creador, eran solo hombres abasteciendo a su humanidad de las necesidades básicas. Lo creí por un tiempo hasta que vi al padre Martín entre trago y mordida golpear con su rodilla la mano del vagabundo que suplicaba un peso, un pedazo de churro o un trago de bacanora. Entonces supe que la caridad no era un acto de bondad ciega y desinteresada, sino una selección autoritaria y cruel; que todos los sacerdotes, o por lo menos los de Mismo, aunque se proclamasen hijos de Dios elegidos por la providencia para salvar al mundo, eran también innegables y ventajosos hijos de la puta.

Aquel mismo vagabundo se instalaba a diario antes de misa a los pies de la iglesia, era El Diablo. De entre sus bastas blasfemias, que en vano pretendían convertir a los feligreses, el padre Martín consideraba esta la peor: Es cierto, hermanos, Dios existe, pero una de dos, o no es misericordioso o le importas una mierda. Salía enrabiado a media misa para correrlo a patadas. ¡Que te largues, Demonio! Y El Diablo se iba por la calle a paso lerdo levantando el polvo con sus tres patas Cuando se muera se va a acordar de mí, viejo cabrón, le repetía mientras se alejaba y reía.

Una mañana decidí fugarme de clases para seguirlo. Detrás del Templo Histórico solía haber un río que antaño abasteció de agua a la tribu Pima, después a los agricultores y ganaderos de la zona. Sin embargo, las décadas de sequía que azotaban a la región lo convirtieron en una triste hendidura de arena seca. Tras media hora de camino lo vi rodear un cerro que delineaba los límites del río, mismo que subí para encontrarlo cagando en cuclillas rodeado de una guardia canina conformada por El Prieto, El Cenizo y La Roja. El cerro, aunque pequeño, era empinado y yo resbalé dejando rodar una piedra que alertó a los canes. En cuestión de segundos escalaron hasta mi escondite y me derribaron en el acto. Juro que aquellos doce colmillos son los más afilados que he visto hasta ahora; por sus hocicos escurrían gruñidos y gotas amarillentas de saliva que se estrellaban en mi cara acompañadas de un aliento putrefacto, carroñero; yo imaginé que así debía oler la muerte. El Diablo no chistó y terminó su tarea tranquilo ¿Qué chingados quieres? preguntó a lo lejos mientras se limpiaba el culo. Yo estaba aterrorizado, tenía el presentimiento de que una mala respuesta provocaría el ataque de los perros, al acecho del mínimo movimiento. Se acercó hasta mí ¡Contesta, cabrón! Gritó pinchándome las costillas; los gruñidos aumentaron a ladridos y mordidas al aire que me rozaban el rostro ¡El padre Martín es joto! Grité sin pensarlo en un intento por simpatizarle. El Diablo soltó una carcajada que transmutó los rostros endemoniados de los canes a miradas sumisas y se alejaron sin dejarme ni un rasguño. A penas recuperó el aliento, preguntó si tenía comida y yo saqué una bolsa con dos sándwiches de jamón que El Prieto arrebató al instante. El Diablo levantó una piedra y El Prieto, sin siquiera voltear, se detuvo y se dio la media vuelta para entregársela. ¡Ándese, cabrón! murmuró triunfante.

  • -¿A ti qué te importa, Diablo?- Pregunté mientras observábamos al Cenizo olfatear a la hembra.
  • -Chingar.
  • -¿Por qué tomas tanto bacanora?
  • -Pa’ chingar a gusto- Al percatarse del flirteo, El Prieto dejó su hueso y se dirigió al acto.
  • -¿Por qué no te bañas, Diablo?
  • -Porque no ha llovido.
  • -¿Por qué Dios habla tan difícil si sabe que sus hijos son pendejos?
  • -Porque, a pesar de ser culero, tiene buen sentido del humor.
  • -¿Odias a Dios?
  • -¿Por qué tú no lo odias? ¡Prieto! ¡Déjale el culo a tu hermano!
  • -Según el padre Martín, Él es el que odia a la gente como yo. A mí en lo personal no me importa mucho.
  • -¡Ajúa! ¡Qué frialdad, qué bárbaro! Mira, chonte, Dios está, ya sea porque existe o porque lo inventamos, eso no importa. No tiene caso ignorarlo porque te echarás más enemigos encima si dices que te vale madre.
  • -¿Necesitas a la gente?
  • -Si no fuera por la misericordia de tres monjitas que han querido salvarme del demonio no comiera tan a gusto todos los días.
  • -¿Para eso los necesitas?
  • -Si te ignoran todos, ¿cómo te pruebas a ti mismo que estás vivo?
  • -A mí me ignoran todos, menos los perros.
  • -Los perros viven en otra dimensión, chonte; le huelen los pedos al viento, le ladran a la pared, se pelean con su cola, se cogen a su hermano. ¡Prieto! ¡Saca esa chingadera de ahí…! No te puedes fiar de los perros. De las personas tampoco, pero son tan pendejas como poderosas. Ya te digo: aun si no viviera, ellos podrían hacerme existir si me mencionan, ya ni se diga si me idolatran, pregúntale al cabrón de allá arriba, verás.
  • -¿Entonces Dios es todos ellos?
  • -No. Dios no es Dios, pero tampoco es ellos. Dios es la voz de su obituario. ¡Ven pa’ acá hijo de tu puta madre!- Dijo al Prieto mientras lo jalaba por las patas.
  • -No te entiendo.
  • -Había un cabrón muy famoso que dijo “Dios ha muerto“ y es cierto. Es más, yo creo que Dios nació muerto y todas las historias que lo rodean, en el fondo, es el modo que agarramos pa’ darnos a entender que estamos solos, que no está, que nunca ha estado, ni va a estar. Todos se van arrastrando al lecho de muerte pensando en secreto que se irán al infierno. Por eso se me hace que, cuando la gente se muere y la jeta se les llena de paz no es porque ven la mano de Dios invitándolos al paraíso, es porque ven que no hay a quien rendir cuenta de sus pecados… Ahora que lo pienso, quizás su misericordia está ahí, en no existir.
  • -Entonces tú tampoco crees en él.
  • -No, pero lo que importa es lo que piensen ellos, no yo, ni tú. Ahora sí, cabrón…¡Cenizo!- gritó sosteniendo las patas del Prieto- A mí me gusta pensar que esa chingadera de “Dios” es el recuerdo de un chisme a voces que el universo contó como chiste, y nosotros, como niños en el recreo, lo usamos de pretexto pa’ agarrarnos a madrazos.
  • -Entonces sí crees en Él, solo que en lugar de Dios lo llamas Universo.
  • -Creo en Él, namás pienso que está aquí porque nosotros lo inventamos; aquí, no esperándonos echado en una cama de nubes después de la muerte.
  • -Dime la verdad, Diablo, ¿Cómo lo imaginas?
  • -Como al Cronos de Goya. Respondió con el rostro estoico y el culo del Prieto al aire.

Así nació nuestra amistad, sin embargo fue solo cuestión de tiempo para que el padre Martín se enterase y se ingeniara infinidad de castigos en un intento por alejarme del demonio. Cuando le conté al Diablo, estalló en cólera.

-¡Te dije, pendejo, los padres son los peores! Ahí donde lo ves de puro y la chingada, el pinche padrecito tiene sus secretos, estoy seguro. Una vez, haciendo fila para la comida, lo vi hablando con los narcos. Le pasaron una bolsa negra y entró casi corriendo a su oficina. Yo me hice el que me estaba cagando, y como ya me habían visto una vez cagar en el jardín de la iglesia, me dejaron pasar rapidito. Ahí lo vi quitar un cuadro de San Judas de la pared y meter la bolsa en un hoyo. Estoy seguro que era dinero. Bien que supo escoger al santo el cabrón.

Él sabía esto desde hacía mucho tiempo y ganas no le faltaban de delatar al padre. Alegaba que nadie le creería pero, la verdad, estaba profundamente enamorado de Rosalba, una de las monjas que servían la comida. Estaba seguro que de delatarlo no volvería a verla. Yo juraría que jamás hablaría del asunto, hasta que un día soltó de la nada:

  • -Hay una monjita que la traigo loca, ¿te dije? La muy canija se me queda viendo cuando me sirve la comida. Agarra el cucharón y me sirve la sopa lento, mucho más lento que a los demás, como pa’ que la vea; y cuando lo hago, cuando la miro profundo a los ojos, se le sale la lujuria por todo el cuerpo… ya que siente que le voy a decir algo, se hace la que la Virgen le habla, y como ahí está hasta la madre de vírgenes pues no batalla, nomás lanza la cabeza sin rumbo como potranca desbocada y se encuentra a una colgada en la pared, otra rezando, otra cagando, donde sea, y ya mejor no le digo nada.

Sugerí que le escribiera una carta y le entusiasmó tanto la idea que me hizo sacar pluma y papel en el momento. No tardó más de cinco minutos en escribirla.

Mi Monjita:

Soy quien tú ya sabes, Mija, ese al que tus ojos voltean buscando la carne y encuentran la virgen. Sueño contigo todas las noches; que me das amor a cucharadas, luego te vas contoneando las caderas y, a pesar del hábito, tu figura se dibuja así, carnosita y hermosa. Sé que debajo de la capucha al igual se esconden unos cabellos hermosos, que por el color de tus cejas, imagino que castaños; y por el rosado de tus labios, vaticino que rosados tienes tus encantos. Como nunca te has ni me he animado, te mando esta carta, pa’ que sepas, que si no te tengo ni me tienes, es porque no me dejas. Guárdala debajo del camisón, antes de dormir; así si no me sueñas, ni jamás te dejas, por lo menos algo mío quedará en tu entrepierna.

Me hizo ir a la iglesia de La Candelaria para entregarle su carta a Rosalba. Tenía razón, Rosalba era hermosa. Sus ojos eran casi amarillos, como semillas de maíz. Su boca redonda y pequeña. También tenía razón en cuanto a su cuerpo; a pesar del hábito, su figura se dibujaba hermosa. Supe entonces lo que todo el pueblo: si El Diablo quería enamorarla, su condición de monja era el menor de sus obstáculos. Pero eso él ya lo sabía y hacía tiempo me enseñó que uno como amigo no debe andar raspando la herida. Uno como amigo hace el favor y se calla, así que eso hice. Cuando entregué la carta me miró con extrañeza. Al leerla se ruborizó y sus ojos se llenaron de espanto; intentó devolvérmela desesperadamente pero me mantuve firme, entonces pasó lo impensable. A Rosalba se le escapó una pequeña sonrisa, casi imperceptible y yo me frené en seco por la extrañeza. Después de unos segundos no pudo contenerla más y se echó a correr riendo de la emoción. No podía creer lo que estaba viendo.

Al día siguiente fui al hogar del Diablo. Atizaba fuego para preparar café. Al verme soltó todo y se levantó ligero, carraspeó para aclarar la voz y preguntarme lo sucedido. Le platiqué todo y mis palabras lo llenaron de vida. ¡A huevo! Ya caíste, mamacita, dijo frotándose las manos y sin decir más se puso en marcha hacia la iglesia.

Pobre Diablo. Llegó con la mirada y los hombros abatidos. No quedaba rastro de la bravura y galanía que desbordaba hacía apenas unas horas. Sin dirigirme nunca la mirada, sacó una sábana gruesa debajo de su colchón y la surtió con una docena de latas, cuatro libros y una pequeña cacerola. Yo no encontraba las palabras y decidí no buscarle más ni hacer preguntas de lo evidente. Entonces, de nuevo, lo contó todo.

  • – Llegué a La Candelaria por mi plato y ahí estaba. Había una fila larga, larga, pero me vio de lejos y hasta hubiera jurado que la muy cabrona me había sonreído. Yo estaba que no cabía de nervioso y contento que me puse a gritar Órale, órale, cabrones, que hace hambre! Pero la cola nomás no se movía. Me tiré al suelo. El cabrón del Cenizo le estaba dando duro a La Roja y yo me puse a verlos pa agarrar ideas. Luego, el pinche Prieto, necio como su chingada madre, se fue a olerle el culo al Cenizo. Me puse a buscar una piedra pa’ que los dejara en paz, pero había puras roconas y yo quería aventarle una chiquita, tampoco soy tan culero… cuando la encontré y levanté la cabeza, vi a dos cabrones bajándose de una patrulla, macana en mano. Volteé a ver a la Rosalba pero ya no estaba. El Padre Martín la había echado pa’trás y me apuntaba con el dedo. Me llené de rabia como no tienes idea, chonte, sin buscarle más, aventé la piedrita que traía en la mano y le di en el puro ojo al padrecito hijo de la chingada. Se puso a gritar y chillar como vieja. ¡Agárrenlo pendejos! Les gritaba a los polis y los dos cabrones se me echaron encima. Estaban a punto de partirme toda la madre cuando el Prieto le pescó el muslo a uno. El Cenizo y La Roja se achisparon y se le fueron al otro encima, ahora sí se parecían al Can Cerbero, estaban endiablados. Volteé a ver al padre. Seguía chillando como vieja y atrás de él la monjita también lloraba. Agarré una de las roconas pa’ que no me fuera a madrugar, y me acerqué. Pensé en decirle algo bonito a la Rosalba pa’ que se tranquilizara, pero hasta que la vi ahí tirada con él, abrazándolo pa’ que no me lo chingara, caí en cuenta de que me había delatado y lo único que me salió del hocico fue que se fuera a chingar a su madre. La hice a un lado pa verle la cara al joto del padre y en eso escuché un chillido del Prieto, volteé en chinga y grité como loco, hubieras visto cómo lo dejaron los hijos de su puta madre. Estaba a punto de reventarle la cabeza al padre con la rocona, así como se la habían reventado al Prieto, pero escuché otros dos chillidos y me quedé guango, chonte, se me fueron las fuerzas. Los polis no se podían mover, los dejaron inservibles. Tiré la piedra en el suelo, luego me falsearon las rodillas y caí hincado. La Rosalba quiso decirme algo ¡cállete el hocico, monja puta! Le grité. Me levanté apenitas, caminé despacito a la oficina del padre Martín, tiré el cuadro de San Judas y agarré toda la lana.

Si en realidad Dios era su padre, el padre Martín se encargó de convencerme de que no podía ser el mío. No. Yo nací hijo bastardo de la verdad y de los hombres cobardes cuyos padres habían domado el desierto; me mecí hasta la adolescencia en los brazos cálidos de la ignorancia. No nací en la revolución como los viejos, tampoco en el mundo utópico de sus hijos. Nací en el desvelo de la madrugada, justo en el instante de tregua que conceden la oscuridad y la luz, donde todas las criaturas duermen grises y el brío del hombre se desvanece por la sangre que derramó, o porque con trapo sucio callaron el júbilo de su grito. No podía vivir allí. De todo aquel pasado sangriento pero animoso que vivió mi tierra, a mí me dejaron solamente el acento y un empolvado sinfín de fábulas y corridos mágicos. Si el brío de los hombres allí postrados perduraría anémico, tendría que buscar por mi cuenta una revolución. No por valentía, sino porque entendía lo efímero de mi tiempo en el mundo que, si bien era poco, habría de tornarlo valioso; aunque su valor radicara solo en el intento.

Capítulo II.

¡Córrele, pendejo! Gritó El Diablo con la mano en mi dirección desde el vagón de un tren de carga. Iniciaba nuestro viaje al sur y la libertad se sentía quizá no feliz, ni cómoda, pero sí prometedora y risueña. Estaba seguro de que mis pies no volverían a pisar aquella tierra, ni los estragos lineales que grababa en los ojos el viento áspero de julio volverían a rasgar mi rostro.

Asomé por el vagón y vi que íbamos directo a una inmensa nube gris. A mis escasos dieciséis había visto llover tres veces. Era usual ver a las espesas nubes de tormenta cada verano coquetear con los límites del pueblo por horas, incluso días, hasta que en cuestión de minutos se largaban sin la menor zozobra. Tras años de verlas partir, los más jóvenes solo nos encogíamos de hombros; nuestros oídos estaban tan acostumbrados a la desgracia que las malas noticias ya nomás eran noticias; en cambio a los viejos, quienes sí vivieron los años de abundancia, se les cubría el rostro con un dolor añejo. Siempre que las nubes desilusionaban, los padres leían el libro del Génesis y concluían con la misma frase: Alabado el Señor que nos manda sequía y no el diluvio.

Aun así conservé los ojos reacios, como todo chavalo, y cuando las nubes de verano se animaban a asomar por Mismo, las despedía con calma por orden de mi aliento; me conformaba con verlas desmoronarse y dejarse caer sobre las cabezas de aquellos con la fortuna de no vivir en los suelos deshidratados donde decidió morir mi pueblo. Pero no fue hasta aquella tarde, cuando el tren tomaba velocidad y los cuerpos sólidos parecían ser jirones de realidad arañados por el viento, cuando llegué a la nube que detenía su marcha en Mismo y por fin la vi caer en su suelo. Volteé hacia arriba, como si la simple proyección visual no me fuera suficiente y necesitara su cuerpo redondo y fresco estrellarse en mi córnea para creerlo por completo. Luego miré hacia atrás y observé a los mismenses, por primera vez en ocho años, rociándose de agua de lluvia. Comprendimos que era yo o El Diablo, o El Diablo y yo, quienes tenían a Mismo embutido en aquella maldición árida y rancia. Una sonrisa, portadora de un orgullo sin procedencia, forcejeó mis labios y despedí por siempre a aquel pedazo de tierra olvidado del mundo con el dedo medio.

El trayecto, sin embargo, era mucho más lento, tedioso y desencantado que el arranque. Con algunas benditas excepciones, los días y las noches parecían pasar a velocidades no mayores a las que alcanza una bicicleta.

El suelo del vagón se tapizaba con restos de paja seca que, tras dos semanas de camino, sirvieron como único amortiguador entre el metal y nuestros enclenques huesos. Llegando a la tercera semana, El Diablo y yo no nos dirigíamos ni la mirada. No teníamos ánimos, pero sobretodo, no teníamos fuerza. Nuestro único alimento eran las latas de atún, las habíamos racionado; quedaba una y dos días de trayecto.

En algún lugar de la sierra templada del suroeste, el sueño me cerraba los ojos. El Diablo sacó un frasco que contenía una infusión marrón claro y lo acercó hacia mí. Dale un traguito chiquito, te va a gustar, me dijo y di un trago hondo hasta que lo arrebató de mi boca. Me senté al costado del vagón y al instante sentí cómo la longitud del tren partía el paisaje por la mitad, de un lado seguía en las cálidas coníferas del suroeste y del otro en el desierto incandescente de Sonora. Las noches en el pinche desierto parecen mediodías, pensé fugazmente al sentir en la obscuridad cómo el ardor de los crepúsculos colmaba la madrugada. Había vivido toda mi vida ahí, pero fue hasta esa noche, ya que estaba lejos de él, cuando respiré en los huesos la eterna cotidianidad de su muerte. Mientras tanto, El Diablo hablaba y hablaba sin parar.

  • -Aquí la huesuda traga sin líos, lo que pasa es que a ti nunca te dejaron verla. La Muerte es La Inmensidad, chonte, y a la inmensidad namás se le ve reflejada en el mar de la noche…
  • -Diablo, ya no sigas hablando, por favor.
  • -Se le ve, pero no se le encara hasta caminarle encima. No te apures, hombre, la vas a conocer, y te va a besar los pies con sus labios desgranados y ardientes.
  • -Diablo, por favor…
  • -Como si un puñado de brasas rojas se disfrazaran de arena. Si te callas y no te meneas en buen rato, vas a escuchar que te susurra quién es quién; namás eso, porque namás eso te va a importar.

¡Ya cállate el hocico! Grité sin saber de dónde tomé valor. Una estruendosa carcajada del Diablo retumbó en mis oídos y mi cabeza cayó de golpe. Gritaba con todas mis fuerzas pero la intensidad de su risa no dejaba escucharme. Parecían haber pasado horas, incluso días, cuando poco a poco mi grito, que no cesaba, comenzó a cobrar potencia o la carcajada a disminuir la suya. Cuando por fin logré suprimirla, mi boca se selló. Un silencio embriagante dominó el escenario negro que desaparecía por su centro penetrado por una luz intensa. Momentos después empezó a escucharse lo que parecía una charla aproximándose paulatinamente con cantos de pichón y viento fresco que sugerían ubicarme de pronto en algún jardín de alguna primavera, pero no podía ver nada. Al cabo de un rato, cuando las voces que hablaban ya se escuchaban claramente, todo se desvaneció en la nitidez y me vi sentado frente a frente conmigo mismo.

  • -Qué imprudencia la del sol.
  • -Qué horror despertar.
  • -¿Por qué los relámpagos y el mar lucirán tan plutónicos?
  • -Qué bien puesta está la palabra afecto.
  • -Los humanos seríamos más bellos sin orejas.
  • -¿Cuánto tiempo le quedará a los gringos?
  • -¿Por qué será legal el café?
  • -Qué alto me queda el suelo desde acá arriba.
  • -Qué patética la mediocridad de los parques, se dirán los bosques.
  • -Y ese afán de las palmeras por creerse el pene de Neptuno.
  • -Qué hambre tengo.
  • -¿Por qué se empeñarán los padrecitos en pintarme tan tentador el infierno?
  • -Qué orgásmicos son los estornudos… supongo.
  • -Tantos qués tan bellos y me afano en destruirlos anteponiendo un por.
  • -Tan limpio el Sahara y con una llovidita se empuerca.
  • -Qué descaro de existir el de las sanguijuelas.
  • -Qué obscuridad de mediodía.
  • -Qué sueño.
  • -Qué gran evento sería la pérdida de la conciencia.
  • -¡Las putas conciencias!
  • -Como sufren los búhos con el centelleo de las estrellas.
  • -Tan parecidos que somos y tan mal que les caigo.
  • -Qué paz tan ensordecedora.
  • -Este maldito silencio que no se calla.
  • -Y se pregunta la soledad por qué jamás la dejan sola.
  • -Qué ajenos a la belleza de su seda son los gusanos.
  • -Qué actuación de las mujeres.
  • -Qué falta de elegancia de los hombres.
  • -Qué dependencia de ambos por la hipocresía.
  • -Cómo pesan los ladrillos que cuelgan de mis párpados.
  • -Qué sueño.
  • -Cómo due…
  • -Qué puto sueño.
  • -Levántese, hijo, ya es hora.

Silencio. Total y puro silencio. Desperté renacido de la no-existencia y busqué desesperadamente al Diablo, pero no había nadie en el vagón, solo el frasco con la infusión a medio llenar y una bolsa con fajos de billetes que sumaban alrededor de ciento cincuenta mil dólares. A mi cuerpo lo invadió un miedo ansioso, escurridizo: indicios de una profunda tristeza que forcejaba su salida y yo intentaba contenerla, a como diera lugar, tras el cerrojo siniestro que resguarda en el silencio a mis dolores más profundos.

Así, con ese velo negro sobre mi debutante humanidad, me asomé fuera del vagón y encaré por primera vez al monstruo tentacular de la Ciudad de México. Tomé la bolsa negra, llené mis pulmones con una buena bocanada de aire contaminado y salí del vagón. Aquí tiene que pasar algo, pensé fugazmente entre cláxones de escarabajos blanqui-verdes y la voz versátil y potente de los vendedores ambulantes. En efecto, para todos en el D.F. es mucho más difícil no encontrar, entre los portales de la noche, aquel que llame con ímpetu a la sangre, el que despabile la aguda y brutal esencia de los anhelos para bautizarlo con el sudor promiscuo de la madrugada capitalina. Yo, convencido y desesperado por que pasase ese algo que suprimiese a los demonios que pretendían devorarme en mi miseria, decidí no esperar a que la noche estuviera de humor para concederse y me monté al metro varias veces sin boleto, bajé el interruptor eléctrico de dos bares, sostuve una prometedora charla con una hermosa prostituta hasta que este desenfundó su miembro y tuve que alegar un infortunio que debía ser resuelto en ese mismo instante. Merodeé por dos o tres calles más del Centro Histórico cuando, agotado, comprendí que aquella no sería la mía y decidí entrar en un hotelucho de faros amarillentos. Dejé las luces encendidas, coloqué el letrero de no molestar y trunqué la puerta con una silla. Me tiré de un salto a la cama; caí dormido sin pensar ni un poco en Mismo, el padre Martín, la desaparición del Diablo, los gritos del cuarto contiguo que sugerían ser producto de la mejor cogida de la historia, o el pecaminoso Distrito Federal que aguardaba alerta tras la ventana susurrando: ven, ven.

El mundo de la adultez me dio a luz casi como a cualquier niño de mi pueblo: con un vastísimo desconocimiento de la vida y un arraigado padecer provinciano. Con la diferencia de que a mí me pasó en el vagón de un tren de carga, con una modesta fortuna y en la Ciudad de México. La vida que correspondía a mi edad quedaba demasiado distante. Esto, contrario a lo que cualquier chavalo de diecisiete años ansioso por encontrarse un lugar en el mundo de los hombres, pensaría, resultaba tristísimo. Mientras ellos vertían todo su empeño en conseguir el carro de papá para dar vuelta a la plaza, yo vagaba noche tras noche en los nidos de rata más recónditos y desesperanzados de la especie humana. Mi vida basaba su existencia en un sólo propósito: encontrar al Diablo, y sabía que de encontrarlo sería en el fondo de una barra o nadando en una cloaca. Por consecuente, en los catorce meses que llevaba siendo adulto, había conseguido aseverar solo tres certezas: el mundo era obscuro, solitario y olía a mierda.

Desde su desaparición se colaba en mi primer pensamiento al despertar y el último al dormir. Aún con todo lo que envuelve, alardea y representa, para mí el Diablo fue el único enlace con el mundo; sin él, mi persona se sentía vagar en la penumbra como el viento misterioso que se escurre por esa calle solitaria de la medianoche donde, aun el andante más osado, apretujará el paso al sentir el peso de su mirada sobre la nuca.

Por suerte conocí a Sonia. Para entonces ya había sido víctima de infinidad de timos, pero ninguno como el suyo. Alguna vez, ya a esa hora de la noche cuando perdía toda esperanza de encontrar al Diablo y simplemente aprovechaba el billete gastado de metro para agarrar la borrachera, me fui andando hasta encontrar un letrero luminoso que me invitase a morir en sus adentros. Había cientos, pero decidí entrar a “El Paraíso.” Habría unas cincuenta mesillas redondas y un piano que, a diferencia del resto del lugar, no denotaba el menor deterioro. Llevaba algunas aburridas copas cuando, entre humaredas de diversas densidades, sobre una pista angosta de color negro espejo, apareció Sonia. Caminó por el sendero de bocas abiertas con naturalidad irrebatible; solamente su andar había provocado más euforia en la clientela que el mejor paso de la mejor bailarina de la noche. Sin embargo, encontró mi rostro entre el séquito de aullidos y billetes que flotaban ávidos por entrar en los tirantes de su tanga diminuta. Dí doscientos dólares a un mesero solicitando su presencia. Terminado el acto fue a mi mesa y me llevó de la mano a una habitación. Había dos ceniceros gigantes, las cobijas eran rojas, las paredes blancas, el único espejo en el techo y el baño a la izquierda.

-¿Querés otra copa? Acá ya no te la cobran.

-Claro.

Levantó el teléfono y pidió una botella de güisqui barato mientras se quitaba los zapatos.

-Servicio completo ¿eh?

-Sí, pero sólo porque sos vos.

Yo estaba demasiado nervioso. Sonia era hermosa y, contrario a lo que su profesión sugeriría, era reservada y desprendía un aura misteriosa que debió serle de gran beneficio entre su clientela. Brindamos con nuestras copas y enseguida se quitó la falda, se desabrochó la blusa y se tumbó en la cama con los brazos extendidos horizontalmente, las piernas estiradas y su pie derecho sobre el izquierdo. Encogía ligeramente las piernas en intervalos lentos y alternos. Se admiraba el cuerpo en el espejo del techo con exquisita demora. Yo esperaba a que me dijera algo, me llamara o me corriera, pero ella permanecía callada, cada vez más callada y sus piernas cada vez más lentas. Fumaba sin control aterrado en secreto con la idea de que se detuviesen, pero convencido de que no podía hacer nada, pues estaba fuera del universo que ella había creado para que la observase. Sorpresivamente detuvo su rodilla derecha y subió la izquierda para emparejarlas por un eterno segundo. Yo sostuve involuntariamente el humo en mis pulmones tosiendo entorpecido varias veces y derramé mi trago sobre ella acompañado de una nube inmensa de humo que se estacionó en su cuerpo. Estaba casi seguro que me echaría de la habitación cuando levanté el rostro retrasando el momento de abrir los ojos, con la única esperanza de que la demora corrigiera mis estragos y vi como sus rodillas se separaban lentas partiendo en dos la nube de humo y dejando libre el camino para recibirme.

Después no recuerdo nada. Desperté al rededor de mediodía, en la puerta trasera y sin los dos mil dólares que llevaba en el bolsillo. Saqué un billete que llevaba escondido en la calceta y, sin más sorpresa ni amargura que la que tiene un viejo al enterarse de que esta vez tampoco ganó la lotería, me puse en marcha a mi departamento.

Al pasar por Bellas Artes, mientras divagaba en la duda de si había dejado de ser virgen la noche anterior, me invadió el olor a fritura que saturaba el aire de la Alameda. Un dolor amargo en el tórax repudiaba el humo del tabaco demandando sólidos. Entré al lugar más concurrido que encontré, ordené una torta de jamón y una cerveza a un viejo encorvado cuyo trato a la clientela sugería ser del dueño del lugar. Aquí tiene, hijito, dijo al depositarla en mi mesa con un movimiento amable y lento, muy lento. Por algún extraño motivo me nació una curiosidad terrible por conocer su historia. Se sentó en mi mesa y tejió por horas una telaraña de buenas anécdotas y malos ratos. Me conmoví al suponer que había llevado una vida honrada y me imaginé visitando el sitio a menudo solo para hablar con el viejo y fundar juntos una amistad inquebrantable. Cuando ya anochecía y se disponía a cerrar, se levantó lentamente. La torta va por mi cuenta, hijito, ya le traigo lo de las cervezas. Acto seguido, el añejo emprendedor se despidió con la sonrisa dolida y tierna de los ancianos y se arrastró de nuevo hacia la cocina sobándose la espalda baja. En ese preciso momento recordé lo que había sucedido con Sonia y casi mecánicamente remangué mi camisa, tomé la cerveza de un trago y salí corriendo enrabiado derramando cerveza por la boca. ¡Épale, cabrón! alcancé a escuchar a lo lejos.

Mi capital no se había visto tan afectado, por lo que pude costear aquella comida sin pesar. Sin embargo, el disimulado “jodes o te jodo” con el que me había topado al salir de Mismo y se respiraba más espeso en aquella ciudad que en ninguna otra, había surtido efecto. Allí la pureza de espíritu no es una virtud de la cual sentirse orgulloso, sino más bien un placer elitista. Donde me encontraba, el espectro más obscuro de la sociedad, donde la comodidad de la indiferencia y la costumbre revisten de invisibilidad a su gente, si subsistes es por la destreza de alcanzar el día a día, por lo que las aptitudes que te validan son las de supervivencia. Nadie te elogiará por darle la mitad de tu almuerzo al vecino más jodido del barrio, elogiarán al vecino por amañarse una comida gratis y despreocuparse por la cena; tú, serás el estúpido al que todos acudirán por la tajada de pan blando que les toca. Al darme cuenta de esto y vivirlo en repetidas ocasiones en el mercado, la calle, la comisaría, el metro, los hoteles, los bares, sobre todo los bares, sentí nacer algo en mis adentros. Me percaté de que bien pude ser un mártir, soportar la peor de las humillaciones, el peor de los desprecios, la peor de las torturas y perecer tranquilo pensando que mi recuerdo, mal o bien, perduraría por su alma incorruptible; Sin embargo, lo que no logré soportar, lo que empinó al hijo de puta que reposaba en mis entrañas, fue que me quisieran ver la cara de idiota. Hoy sé que no soy ningún santo y estoy seguro, aunque mi encarcelamiento eclesiástico-colegial aun intente convencerme de lo contrario, de que el mártir sólo es mártir si tiene la suerte de contar con testigos que se beneficien de su “sacrificio”, si no, será solo un suicida o un pendejo que morirá víctima de su vanidad, del anhelo superfluo y hueco de una figura de porcelana a su imagen y semejanza.

De nueva cuenta apareció Dios con su sonrisa burlona para darme a elegir entre ser una mierda, un suicida o un pendejo; por eso esta vez le tocó chingarse al viejito.

SINOPSIS

Javier Solórzano es un joven huérfano oriundo del Desierto de Sonora. La opresión del Clero y la apatía de su pueblo que, hundidos en la miseria y una tediosa cotidianidad, prefieren dedicarse a esperar un milagro que buscar un cambio, lo llevan a contraer amistades con El Diablo, un vagabundo temido y detestado por el pueblo debido a sus bastas manifestaciones de inconformidad hacia la Iglesia, la máxima autoridad en el pueblo. Javier, decidido a romper con la norma, se fuga del orfanato y emprende un viaje con El Diablo al sur del país en búsqueda de su propia revolución.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS