1

El primer recuerdo que aún guardaba en su cabeza, lo más lejano que su mente le permitía evocar, era aquel día gris en el que conoció a su padre y en el que su padre lo conoció a él.

El momento siempre se abría paso del mismo modo a través de una ciega memoria. Primero el olor a lluvia. Pero allí era un olor distinto, diluido, incompleto: solamente agua contra piedra. Poco a poco, cuando ese olor que siempre venía acompañado de frío se apoderaban del ambiente, perfilaba la imagen de sus botas negras, empapadas, dando pasos por una acera ancha color rojo cansado y vainilla, de canalillos serpenteantes por donde corría el agua. Caminaba deprisa, llevado de la mano, tras unas faldas negras que jugaban a besar el suelo pero que siempre se retiraban, antes de mojarse, con un movimiento cadencioso que lo hipnotizaba. Después llegaban unas escaleras que no terminaban nunca. Subían y subían. Alguien preparaba un cocido. Subían aún más. Alguien horneaba una tarta de limón. Continuaba subiendo llevado de la mano de la dueña de las faldas.

Por fin llegó un momento en el que ya no olía nada. Le dolían las piernas y quería descansar. Se resistió al tirón del brazo.

—Vamos, cariño,un tramo más y hemos llegado.

Recordaba entonces la cara de su madre que intentaba ser amable con una sonrisa a la que se le escapaba la tristeza por la comisura de los labios.

—Venga, va… que no nos queda nada.

Recordaba sus brazos indecisos levantándolo del suelo y un beso mientras acomodaba la cara contra el hombro de su madre.

Lo que no recordaba era la puerta, una puerta vulgar como tantas otras, que en ocasiones era oscura, en otras vieja y veteada, en otras con un cristal ambarino en el centro, en otras con un gran pomo dorado, en otras con un agujero en el lugar de la mirilla, en otras un simple hueco oscuro. Mamá llamó al timbre. Entonces, recordaba, él se llevó la mano al bolsillo y se topó con un sacapuntas. Un viejo sacapuntas de metal que encontró en la estación de tren, tirado en el suelo, y que rescató para ser olvidado hasta ese instante. Mientras intentaba sacarlo para volver a verlo, la puerta se abrió y apareció un señor aún joven, con un extraño pijama y cara de sueño, que se rascaba la barba.

En unos días la vida de un hombre puede cambiar por completo. En realidad en unas horas, en unos minutos. Apenas eso. Todo cambia en el breve instante que se tarda en pronunciar cinco palabras: aquí tienes a tu hijo. Cinco palabras que le disparó a bocajarro, sin mediar alguna otra, una mujer cansada y llena de rencor, que llevaba un niño en brazos.

Aunque, en realidad, él no había oído esas cinco palabras. Llevaba días esperando la visita. No creía que finalmente llegara a producirse. Pensó que no era cierto, pero al abrir la puerta solamente tuvo que verse reflejado en la mirada del crío para comprender, para aceptar, que lo imposible ocurría de nuevo.

—Tú debes ser Ana. Pasa, prepararé un café.

La joven, desconcertada, bajó al niño de sus brazos y entró sin comprender la reacción del hombre. Aturdida, lo siguió hasta el desordenado salón donde apenas entraba la débil luz de la calle por una ventana medio tapada por una pizarra.

El piso olía a humedad, a cerrado. Estaba revuelto aunque curiosamente limpio. El pequeño se puso a jugar con unas revistas de viajes que había en un sillón de pana gruesa, junto a la pizarra. Ana permanecía en el centro del salón, inspeccionando, buscando algo que le ayudara a salir de allí y olvidarse de por qué había ido, cuando volvió aquel hombre con dos tazas de café.

—No tengo leche, o algo que darle —dijo mirando al pequeño—. ¿Tal vez un trozo de pizza…?

—Ya hemos comido, no necesita nada. Gracias.

Se sentaron en el sofá y comenzaron a beber para que no se escaparan las palabras. El murmullo del tráfico y la lluvia se colaba por alguna ventana abierta, mezclándose con las voces de las vecinas que chismorreaban en el patio de luz y el sonido de una televisión, o varias, amortiguado por los finos tabiques del edificio. Ninguno en aquel salón prestaba atención al extraño concierto.

El niño miraba absorto fotografías de lejanas playas, imaginando cómo sería bañarse en esas aguas de un azul casi verde bajo ese sol tan brillante, tan brillante, como el del pueblo en verano cuando bajaban al río a refrescarse después de la aburrida eternidad de la siesta, que pasaba dando vueltas debajo de la cama o jugando con cualquier cáscara de melón, o sandía, rescatada de los restos de la comida.

Ana intentaba mantener a raya sus sentimientos y poner en orden sus pensamientos. Quería elaborar un discurso con todos los reproches que llevaba dentro desde hacía tantos años, con todas las afrentas que ese hombre desaliñado había causado a su hermana, a su madre, a ella misma. Pero era inútil. La duda no dejaba de interrumpirla. El deseo de salir de allí, de llevarse al crío lejos de aquel extraño, de seguir con la vida más o menos estable, más o menos feliz, que había construido, luchaba contra la lealtad hacia su hermana, contra la promesa que le hizo, contra el anhelo y la necesidad de aquélla de que su hijo viviera con su padre, contra una íntima sensación de calma que le decía que todo estaba bien y que era lo que realmente más la turbaba.

Él tenía la mirada fija en el pequeño. Le producía una extraña sensación mezcla de nostalgia, de ternura, de cariño, que un primer momento asoció al tiempo pasado con su madre, a aquella primavera después del viaje en el que todo fue tan confuso, borroso, como vivido en tercera persona o en un sueño. Pero fue real. Aquí estaba ese niño, que nadie podría negar que fuera hijo suyo, para confirmarlo: dos gotas de agua a través del tiempo. Sin embargo no era sólo el recuerdo de aquella mujer lo que le traía aquellas sensaciones. Había algo más en aquel mocoso, quien comenzó a toser sin distraerse del mundo al que las viejas revistas le habían transportado. Su forma de inclinar la cabeza, de fruncir el ceño cuando algún detalle le suponía una dificultad, la de abrir los grandes ojos ante alguna nueva maravilla ahogando un grito de emoción, la de describir círculos con el dedo índice en la nuca jugueteando con el pelo al tiempo que viajaba, le resultaban cálidamente familiares. Sintió afinidad, empatía inmediata con aquel pequeño que acababa de conocer, aquél con el que no contaba pero que acababa de ingresar en su vida, ocupando un hueco que hasta entonces no había advertido.

—Tu hermana me escribió hace un par de meses, la carta la leí el sábado pasado —fue él quien rompió el silencio que comenzaba a saturar la habitación—. Sólo recibo facturas, así que las apilo sin mirarlas. De no habérseme caído el montón no la habría ni visto —Ana lo miró fríamente. Su hermana le escribe días antes de morir y el muy cabrón no lee la carta hasta dos meses después—. Lo siento —Ana bullía. ¿Qué sentía: el no haber leído la carta a tiempo, que su hermana hubiera muerto, o..?

Ana miró al niño y pensó en levantarse sin más y llevárselo de allí. Ya saldrían adelante, ya encontraría una salida. Estaba sin trabajo, sin dinero y sin techo. No tenía mucho futuro sola con un niño de cinco años. Pero dejarlo allí, con ese hombre causa todos sus problemas… Una voz le recordó: me lo prometiste en elhospital, hermana.

—Mira… ­—comenzó Ana tratando de serenarse—, yo no te conozco salvo por lo que mi hermana me contó de ti, que tal vez fue más invención suya que realidad. No sé qué le diste en aquellos días, ni quiero saberlo —respiró hondo para contenerse, sin dejar de mirarlo—. Cuando saliste de su vida, ella… ella comenzó a consumirse. No entendía tu marcha, ni tu silencio, y esperaba que cualquier día volvieras, la llamaras, le mandaras una carta. Pero tú nunca pensaste siquiera en hacerlo, ¿verdad?

Intentó apuñalarlo con cada sílaba de la última frase, pero no parecía haberlo logrado. Él le prestaba atención desviando la mirada de vez en cuando al niño. Tras asumir la primera derrota continuó.

—Cuando supo que estaba embarazada se animó. Comenzó a hacer planes extraños y secretos que no pudimos ver, porque aparentaba estar mejor, aunque su mente se había ido contigo para siempre —apuró el café, ya frío, y observó al tipo antes de seguir. No quitaba ojo al niño. Su mirada era cálida y serena, sin dudas ni miedos, con trazas de… ¿cariño?—. El niño nació en diciembre, el veintidós, y…

—Perdona —la interrumpió— ¿el veintidós de diciembre?

—Sí, a medio día —por la expresión del joven se paseó la extrañeza con ese dato insignificante. Ana continuó—. Fue un parto difícil, mi hermana perdió mucha sangre. Cuando nació el niño me preguntó si lo cuidaría y le dije que no se preocupara, que durmiese, que ya estaba todo bien, y cerró los ojos murmurando algo. Durmió toda la tarde y toda la noche. Al día siguiente, cuando volví a verla se había marchado dejando una nota: Se su madre, hasta que encuentre a su padre.

Ana se detuvo para observar la reacción del encontrado padre de su embelesado sobrino, para darle tiempo a decir algo, a explicarse. No lo merecía pero le pareció adecuado. Él no hizo nada más que excusarse para encender la luz y volver a sentarse dispuesto a escuchar hasta el final. Ella continuó tras comprobar que el pequeño que la llamaba mamá seguía ensimismado con aquellas viejas revistas, con una naturalidad y tranquilidad que iban ayudando a Ana a hacer lo que debía hacer: entregárselo a su padre.

—Hace tres meses me llamaron del hospital comarcal —continuó al fin tras un breve suspiro—. Mi hermana estaba ingresada con una fuerte neumonía y otras infecciones oportunistas contra las que su cuerpo apenas podía luchar. Un mes más tarde murió.

Un ataque de tos abortó un silencio que se prometía orondo. El hombre llevó un vaso de agua al niño y aprovechó para observarlo más de cerca. No cabía duda de que era hijo suyo. Era tal y como se recordaba a sí mismo en las fotos de su infancia, en las que casi siempre aparecía solo, sonriendo, pero también con aspecto de cansancio y debilidad. Vio las botas empapadas y sintió el impulso de quitárselas. Se contuvo y buscó la aprobación de Ana, que tenía la mirada fija en el fondo de la taza.

Él había estado todo este tiempo escuchándola, deseando decirle que no hacía falta que dijera nada, que todo estaba en la carta de su hermana. Pero intuía que las palabras, más que dirigidas a él, eran para sí misma; que gracias a ellas estaba consiguiendo aceptar lo que intentaba evitar.

Ana estaba muy delgada y pálida. En esos meses había envejecido deprisa. Es guapa, pensó. Aun no estando en su mejor momento era una mujer guapa. La sombra de la tristeza resaltaba la belleza de Ana y ese peculiar bucle que nacía detrás de su oreja izquierda, intentando independizarse del resto del peinado hacía que se pareciese… se pareciese a su propia madre.

De nuevo la tos reclamó su atención. Le quitó las botas al pequeño, fue a por una toalla y comenzó a secarle los pies. El niño se dejó hacer confiado. De vez en cuando le interrumpía para preguntarle si había ido a algún lugar de los que salían en las fotos, sin apartar la vista de ellas, para preguntarle cómo se llamaba esta isla, aquella playa, ese pueblo, pasando las páginas rápidamente y señalando con una mano mientras la otra ya tanteaba un nuevo objetivo. Lo dejó y fue a buscar unos calcetines secos que le estarían grandes pero le calentarían los pies.

Ana no perdió detalle de la escena convenciéndose de que su niño estaría bien. Al menos mejor que con ella, quien se había quedado sin nada, hasta sin fuerzas. Su hermana ganaba. No había nada más que decir. Quizás podría comenzar a olvidar todo lo que le contó durante el mes más largo de todos. Quizás podría perdonar a aquel hombre, a su hermana, a sí misma. Quizás podría comenzar a vivir para ella. Cuando cruzaba la puerta el hombre la agarró por el brazo.

—¡Espera! —le dijo—, ¿te vas?

—Ya sabías que venía a entregártelo, su madre lo quiso así.

—¿Y tú, qué quieres tú que has sido la única madre que ha conocido?

—Yo… —Ana duda—. Volveré mañana con sus cosas y a despedirme —aunque la última mirada al pequeño le confirmó que no sería tan sencillo.

—De acuerdo, una última cosa: ¿cómo se llama?

—¿No te lo dijo? —él negó con la cabeza—, ¿por qué no me sorprende?—Ana suspiró—. Le puso tu nombre. Ahora me marcho, hasta mañana.

El pequeño no se percató de la huída de Ana, tan ensimismado como estaba con las revistas, que podrían haberlo tenido ocupado una eternidad. Su nuevo padre lo miraba desde el marco de la puerta, uno imagen del otro a través del tiempo, ambos con la cabeza ladeada hacia la izquierda, sabiendo, sintiendo, que la nueva situación sería asumida con naturalidad por ambos. ¿Acaso no asumió él también con facilidad el ir a vivir con su padre? Su padre. No había vuelto a pensar en el viejo desde hacía mucho tiempo, demasiado tal vez, y sin embargo estaba aquí, había emprendido aquel extraño viaje motivado por el deseo de comprenderlo a él.

El timbre del teléfono los trajo de nuevo a la realidad a los dos. Fue a atender la llamada, una equivocación, cómo no. Nadie tenía su número, no conocía a nadie lo suficiente como para tener esa confianza. Sus relaciones con el resto del mundo, desde que dejara a Blanca, fueron siempre superficiales, distantes, provisionales, centrado en buscar una explicación, en confirmar sus sospechas, sus miedos. Aún así contestó al teléfono, siempre lo hacía, y amablemente constataba el error del llamante. Al colgar se dio cuenta de que llevaba cinco años solo. De repente fue consciente de que en todo ese tiempo no había hecho más que correr en círculos, sin saber por qué, refugiado en sus cavilaciones, acompañado por sus fantasías, como hacía de niño. Pero a partir de aquella tarde ya no volvería a estar solo, aunque solamente estuviera acompañado de sí mismo.

Cuando volvió se topó con el niño que estaba detrás de él. Había dejado de llover. Le preguntó al pequeño si le gustaría ir a la feria, obteniendo una sonrisa por respuesta, quebrada por la insistente tos. Salieron sin más. Fue sencillo hacerle pasar una buena noche. Bastaba con recordar qué le gustaba a él a su edad, evocar vagas sensaciones que atraían recuerdos mezclados con las luces y músicas de la feria del barrio. Más de una vez tuvo la extraña sensación de deja, si bien lo ya vivido aparecía desde otro punto de vista en que además todo era más grande y más brillante. A partir de aquella noche volvería a tener esa sensación varias veces a lo largo de su vida en común con su hijo. Su hijo. Pensarlo le daba vértigo, pero entonces el niño se volvía hacia él y luego señalaba una nueva atracción a la que acudían corriendo, y nada tenía importancia. Hasta que fueron interrumpidos por otro aguacero que puso fin a la velada.

La mañana siguiente, al despertar, creyó haberlo soñado. Más bien fue como haber soñado que recordaba un recuerdo soñado. Pero fue real, el niño estaba ahí. Entonces sonó el timbre. Aún en la cama se quedó mirando a aquel enano que se había colado de madrugada entre las mantas. Probablemente le dio miedo la lluvia golpeando el cristal de las ventanas del salón, donde le improvisó una cama en el sofá. Recordó que a él le daba miedo de pequeño, que imaginaba que el cristal se rompía y una manada de lobos entraba por el hueco pasando a toda velocidad frente a su cama. Siempre que pudo durmió en habitaciones sin ventanas, incluso ahora estaba en un cuarto completamente interior, que no era el más grande de la casa pero sí el que le resultaba más cómodo.

El pequeño no pareció escuchar el timbre que no volvió a sonar. Dormía a su lado, levantando la ropa de cama con su profunda respiración. Algún estornudo ocasional perturbaba su sueño. Le fue a dar un beso en la frente cuando se levantaba para ir a abrir y notó que tenía fiebre. Tal vez estuvo demasiado tiempo con los pies mojados, más tarde lo llevaría a urgencias. Probablemente no sería nada grave. Él fue un niño enfermizo, tal vez su hijo había tenido la mala suerte de haber recibido su debilidad por herencia.

Al abrir la puerta se encontró con un una maleta que, aún siendo pequeña, intuyó muy pesada, tanto como para necesitar usar las dos manos. Qué tontería, pensó al levantarla sin mayor esfuerzo.

2

Un simple mensaje de texto. Dos palabras: Adiós hijo, enviadas por mi padre. Siento la necesidad de hablar con él a pesar de que llevo años sin hacerlo. Mi padre es un misterio para mí. Me decido a hacer una llamada.

─¿Zacarías?, soy yo, ¿está por ahí mi padre?

─¿Qué tal hijo?, justo ahora iba a llamarte ¿Cómo te va?

─Bien, bien. ¿Sabes dónde para mi padre?, es que he recibido un mensaje suyo muy extraño.

─¡Ay, hijo…! ─Hace una pausa, oigo cómo toma aire─, tu padre, siento que te enteres así, pero…

─¿Pero qué? ¿Le ha pasado algo?

─Hijo, tu padre ha muerto. Lo siento mucho ─ Permanezco un instante en silencio, el mensaje ha resultado ser una autentica despedida, una despedida definitiva.

─¿Estás bien? ─ Zacarías espera atento a que le diga algo.

─Sí, estoy bien, gracias ─intento pensar algo─. Oye, ahora no sé cuándo podré ir para allá…, cuándo podré coger un avión, tengo que… ─no sé qué tengo que hacer, lo que quiero es colgar, pero no quiero ser brusco.

─No te preocupes por nada, yo me encargo de todo. Tú ven cuando puedas.

─Gracias, tío Zaca.

─Je je je ─esa expresión siempre le hace reír─. De nada, hijo, ya sabes que aquí me tienes para lo que necesites.

Cuelgo y miro por la ventana del laboratorio, donde la escarcha hace traslúcido el cristal y apenas percibo a lo lejos las luces del almacén, más bien las imagino, con un mar de hielo al fondo. Vuelvo a leer el mensaje. Adiós hijo. Las dos últimas palabras que me dirige mi padre, las dos últimas que le dejo transmitirme desde hace años, desde que murió mi madre, más de diez ya… Y ahora ha muerto él.

Clara entra en el laboratorio, silenciosa como siempre y como siempre sonriendo, con las gafas en la punta de la nariz y bucles rojizos contoneándose sobre su frente.

─¡Hola, amor! ─se acerca y me besa.

─¡Hola! ─siento el profundo olor afrutado de su pelo y prolongo el beso, mientras mis manos comienzan a buscar algo entre sus pechos. Es un interruptor químico puro: cuando se acerca me enciendo, y eso que hace unos meses era tan invisible como un gravitón.

─Para ─intenta decir sin mucho convencimiento─, viene gente.

─…entonces, hasta mañana en el aeropuerto ─ Yago se despide con la puerta entreabierta.

─¿Qué aeropuerto? ─le pregunto por lo bajo a Clara.

─Pues eso, que nos han preseleccionado para la jodida gran beca y tenemos que marcharnos a París mañana para continuar con el proceso ─Yago se acerca a la nevera y saca una botella de vino que tenía preparada ─. En serio tío, ¿Qué coño te metes?

─Yo no puedo ir.

─¡No me jodas! ─Yago se mueve por el laboratorio en busca de algo que sirva de vaso y no se da cuenta de que estoy recogiendo mis cosas. Clara sí, y me pregunta en un susurro.

─¿Estás bien, amor?

─Sí, sólo que mi padre ha muerto.

─¡Ostia, tío!, perdona, no tenía ni puta idea ─Yago cesa en la búsqueda de vasos acercándose con la botella abierta aún en la mano─. Y, ¿cómo ha sido, estás bien..?

─Sí, bueno, no sé, ya sabéis que no nos llevábamos… Bueno, yo no me llevaba.

─Venga, tú tranquilo ─Clara me abraza por la espalda y me va besando para consolarme─. Todo irá bien ─ la aparto con suavidad, sinceramente, ahora no necesito esto. No sé qué necesito, pero no son sus besos.

─Menuda putada, ¿y qué vamos a hacer con la beca?

─Yago, ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ─los abisales ojos de Clara se clavan en el joven doctor en físicas.

─No, Clara ─la interrumpo tomando un tono resuelto, sabiendo qué va a decir─, Yago tiene razón. Hemos trabajado mucho para conseguir esta beca, este reconocimiento. Serán solamente unos días en París, luego iré a casa.

─Pero tienes que ir a su entierro ─Clara comienza a ayudarme a recoger, necesita sentirse útil cuando se pone nerviosa.

─No fui al de mi madre, y a ella la quería ─en la elipsis de un más, miento─. A él no creo que le importe demasiado, y no quiero que luego me echéis en cara que por mi culpa perdimos esta oportunidad ─ya está, ya tengo la excusa, ya puedo seguir huyendo, al menos durante unos días. Termino de recoger el portátil y de ordenar unos papeles, adopto una pose seria y decidida y me marcho.

─¿Nos vemos luego, amor? ─pregunta Clara.

─Mejor no. Voy a repasar todo lo que teníamos preparado y a revisar que no falte nada para la exposición antes de dormir, quiero descansar ─cuando en realidad querría que viniera conmigo. Pero tengo que estar en mi papel, frío, indiferente ante la muerte de mi padre, preocupado por la nueva subvención de la que dependemos─ Vosotros salid a celebrarlo, ¿vale?─Clara se acerca a despedirse con un beso pero Yago se interpone.

─Llévatela ─me pone en la mano libre la botella de vino mientras me da un abrazo, a veces creo que mi máscara es transparente para Yago─, y ya me encargo yo de tu chica.

─¿De verdad estás bien, amor? ─el perfumado cabello de Clara vuelve a hacerme desearla.

─Sí, salid a cenar, no discutáis más y pasadlo bien, nos esperan días de mucho trabajo.

─¿De verdad no vas a ..?

─Clara, déjalo estar, ¿vale? ─la interrumpo y le doy un pequeño mordisco en el labio inferior antes de besarla.

Llego a mi apartamento. Por fin estoy solo. La foto de mi madre, que robé de pequeño un verano en el pueblo, me sonríe descolorida desde la leja asediada por volúmenes de física y matemáticas, biografías de científicos y copias de mis publicaciones. Me fijo, y me doy cuenta de que a su izquierda hay un hueco libre, con polvo acumulado, en el que cabría un retrato de mi padre. Pero el papel de hijo dolido debe ser creíble y me negué el tener fotos o cualquier cosa suya. De todos modos, según el tío Zacarías éramos dos gotas de agua en el tiempo. Tal vez con una foto de cuando fue joven podría comprobarlo, pero eso ya no será posible. A mi padre nunca le gustó demasiado que lo fotografiaran. Es curioso, a mí tampoco me gusta. De pequeño, mi padre me hacía fotos siempre que estábamos juntos. Según crecí comencé a negarme.

─Venga, déjame que te haga una foto, así podré verte mientras estoy fuera ─solía decir para convencerme.

─¡No! ─contestaba tapándome la cara con las manos.

─Vamos, ¿es que quieres que me olvide de ti?

─Pues no te vayas…

Pero siempre se iba, y al final le dejaba hacerme la foto. Muchas de ésas las quemé más tarde, cuando decidí que debía odiarlo.

~ 0 ~

En el aeropuerto, Zacarías me recibió con un abrazo. Vamos en taxi al ático de mi padre, en el centro. Durante el trayecto le resumo al tío nuestro fracaso reciente en París y le pido que me cuente.

─Ya hablaremos luego de eso. Ahora dime: ¿qué tal con la chiquita ésta..?

─¿Clara?

─Sí, Clara, ¿qué tal va la cosa?

─Pues, es increíble, pero de ser un neutrino imperceptible a pasado a ser mi centro de gravedad.

─¡Ay, hijo!, cuando te pones con tus físicas no te entiendo, igual que tu padre.

─Quiero decir que creo que la quiero.

─¿Y ella? ─el viejo Zacarías sabe cómo hacer para que le cuente lo que le interesa, olvidándome de todo lo demás.

─No me líes, cuéntame de mi padre. ¿Cómo pasó?

─Bueno, ya falta poco para llegar a casa, mejor te lo explico sentados con un brady, ¿no te parece?

─De acuerdo, pero antes querré comer algo.

─Bien, hay comida de sobra ─Zacarías guarda un silencio. Tras unos segundos vuelve a la carga

─ ¿Entonces ella te quiere o no?

Llegamos y casi ni reconozco el edificio. Pasé muy poco tiempo aquí. Cuando mi padre compró el ático yo estudiaba en el internado y durante las vacaciones solía ir de viaje con Zacarías, él aparecía sólo a veces.

En lo que debía ser mi cuarto había cosas del tío Zaca.

─¿Estás instalado aquí?

─Sí, perdona… No te dije que estoy ocupando tu dormitorio, estaban pintando mi casa cuando… ─entra en el cuarto y comienza a recoger sus cosas.

─No, déjalo, yo dormiré en su habitación.

─¿Seguro?

─Sí. Además nunca me gustó dormir en cuartos con ventanas

─A tu padre tampoco.

Los otros dos dormitorios son más grandes y exteriores. Uno es el que ocupa Zacarías y el otro mi padre lo convirtió en un despacho. La habitación de mi padre es la más pequeña de la casa y la única interior, debío de ser un vestidor. En las paredes hay ilustraciones con estudios geométricos que representan círculos, elipses, curvas o espirales infinitas. En el armario aún están colgados sus pantalones y camisas, en los cajones espera doblada su ropa interior. Sobre la mesa de noche una pequeña lámpara y un viejo cuaderno con las tapas de piel negra desgastadas. Pienso que será extraño dormir en esta cama que hasta hace poco fue de mi padre pero, por primera vez desde que entré en el edificio, al sentarme sobre la cama, siento que estoy, por fin, en casa.

De vuelta al salón, Zacarías me ofrece una copa de vino con la cena a base de ensalada, quesos y embutidos. De fondo pone a Charlie Barnet.

─¿Ahora te gusta el jazz? ─pregunto por decir algo.

─Bueno, no demasiado, pero es lo único que hay ─como siempre tan sincero.

La conversación se encauza hacia los gustos musicales de mi padre que, mal que me pese, son también los míos. La noche avanza, y por fin llega el momento tácticamente aplazado. Sentados en los sillones, frente a la ciudad, con una copa de brandy en la mano, Zacarías comienza sin más.

─Tu padre murió de un infarto cerebral mientras volvía a casa. Fue fulminante, no se pudo hacer nada por él. Había salido a dar un paseo, paró a tomar un café y cuando ya regresaba, a los pocos pasos, cayó en la acera. Antes de tocar el suelo ya estaba muerto, ni se enteró.

─¿Cuándo sucedió?

─Fue el mismo día que hablamos por teléfono, al anochecer.

─No puede ser ─saco de mi bolsillo el móvil y busco, entre los detalles del mensaje de despedida, la hora: 17:48. Debió escribirlo poco antes del anochecer, entonces, sabía que iba a morir.

─¿Pudo saber qué le iba a pasar?

─No lo creo, pero ─Zacarías comienza a preocuparse por mi extraña forma de reaccionar─, ¿estás bien, te pasa algo?

Le enseño el mensaje y le explico cuándo me llegó. Se sorprende al principio, pero luego asiente, bebe y sonríe. Se levanta para rellenar las copas. Fuera comienza a llover, aunque el agua no golpea el cristal y no se empaña la vista de la ciudad que llora a mi padre, que llora por mí. ¿Por qué habré pensado esto?

Zacarías regresa al tiempo que el bueno de Louis se empeña en que el mundo sea maravilloso. Luego se sienta en el borde del sillón y se me acerca.

─Hijo ─comienza en un tono misterioso─, tu padre fue un buen hombre. Se portó bien conmigo. Yo mendigaba y él me sacó de la calle, me dio un trabajo, una casa, su amistad ─el pasado de Zacarías oscurece su mirada.

─Yo habría muerto hace mucho tiempo de no haber sido por él ─suspira─. Si alguien conoció a tu padre, seguramente fui yo. Y aún así muchas veces me parecía un completo extraño. Hacía cosas aparentemente sin sentido, completamente seguro del resultado…, incluso en el día de su muerte.

Bebe un trago largo y continúa.

─Ese día me dijo que pasara lo que pasara estuviera en mi casa a partir de las seis, que recibiría una llamada muy importante. Tu padre me llamó por la tarde para recordarme el encargo, unos minutos antes de morir. Insistió mucho en que no saliera de casa ─la mirada de Zacarías se clava en mis ojos─. Él sabía que ibas a llamarme. Te envió el mensaje y dispuso que yo estuviera en casa para que pudieras hablar conmigo. No sé cómo, pero sí: sabía que iba a morir con el sol.

Zacarías observa la segunda copa de brandy y se sumerge en el sillón dejando vagar la vista por las estrellas eléctricas de la ciudad, distorsionadas por la lluvia. Yo intento entender lo que me acaba de contar, pero no le encuentro sentido.

─Debería haber venido antes ─pienso en voz alta.

─No, hiciste lo que tenías que hacer. De todos modos no habrías podido hacer nada. No te atormentes por eso.

─No me refiero a ahora, quiero decir antes, mucho antes. Debería haber vuelto hace años, no dejar que terminara sí, solo y triste, por mantener una pose que…

─¿De verdad piensas que murió solo y triste? ─el viejo tío Zaca vuelve a sonreír─. Realmente no conocías a tu padre, ¿verdad? ─bajo la mirada y niego con la cabeza.

─Vaya, parece que de nuevo tiene razón ─Zacarías mira al cielo negro, se levanta y se acerca al cristal

─Tu padre no era un hombre triste. Cualquier cosa le recordaba a ti y pensar en ti le llenaba de melancolía, pero también le hacía feliz ─sonríe─. Yo pensaba que lo comprendías mejor, pero él sabía que era un enigma para ti, tanto como transparente eras tú para él. Nunca entendiste por qué permanecía tanto tiempo alejado de ti, por qué pasaba apenas unas semanas contigo en vacaciones ─vuelve al sillón y me mira a los ojos─. Yo tampoco lo entendía al principio, pero él siempre me decía lo mismo: hago lo que hago para que él pueda hacer lo que hace.

─¿Qué? ─no entiendo nada.

─Tu padre ─continúa, tras apurar la copa─, no me preguntes cómo, estaba seguro de que era lo que debía hacer para que tú llegaras a hacer lo que él esperaba que hicieras.

─No entiendo lo que…

─Déjame terminar. Lo que voy a contarte es complicado para mí, pero le prometí a tu padre contarte la verdad cuando él no estuviera y voy a hacerlo.

Termina el licor y va a por más, Armstrong tiñe el ambiente de negro y azul. Mi copa aún está a medias. El viejo Zacarías vuelve al sillón y comienza a contarme la vieja historia de cómo conoció a mi padre, cómo le sacó de la calle y cómo le ofreció un trabajo: hacerse mi confidente y mantenerlo informado. Esta confesión me aturde y me ciega por un momento mientras se clava en mi pecho. No reconozco al hombre que tengo delante. Zacarías había sido un segundo padre. Durante un tiempo incluso deseé que él hubiera sido mi auténtico padre. El sentimiento impostado durante tanto tiempo comienza a ser auténtico. Zacarías intenta disculparse, dice que con el tiempo comenzó a quererme como al hijo que nunca pudo tener, que se vio obligado a hacer lo que hacía, que mi padre le convencía de que era por mi bien, que en realidad solamente le confirmaba lo que él ya sabía, aunque nunca supo bien cómo. Me parece un extraño, siento una mezcla de pena y asco por este hombre que clama mi perdón.

─Está bien ─digo al fin─, pero esto ¿qué tiene que ver?

─Lo que quiero decirte es que tu padre ha estado manipulando tu entorno, desde que yo entré en vuestras vidas, con un propósito que se me escapa pero que él parecía conocer. Yo solamente le confirmaba lo que él sabía de antemano, pero con el tiempo comencé a…

─Sí, eso ya me lo has dicho ─le interrumpo─. Mira ─suspiro─, yo no conocía muy bien a mi padre, pero creo conocerte a ti, o al menos lo creía ─el dolor y el arrepentimiento se licua en los ojos de Zacarías─. Sé que no me estás mintiendo y sé que sabes que esto me… Así que termina rápido, cuéntame lo que tienes que contarme y déjame solo, por favor.

El viejo continúa contándome cómo mi padre buscó la forma de inmiscuirse en mi vida, de guiarla en una dirección concreta. Cómo compró plazas en colegios e institutos, cómo se aseguró de que se me encaminara hacia la física. Se aseguró de que no tuviera problemas en la universidad, creando becas y premios que me ayudaron a no necesitar su dinero y a hacerme creer que estaba consiguiendo por mí mismo lo que él me daba. Ayudó también a Yago, para que tuviera a mano siempre a un buen amigo. Creó la beca de París hace tres años, y eligió las fechas de las exposiciones de la última convocatoria para que no pudiera asistir a su entierro. También dejó claro que no debía obtenerla.

Zacarías, abatido, pero también liberado tras la confesión, se levanta para dejarme a solas.

─¿Estás bien? ─me pregunta sin levantar la mirada. Cierro los ojos un momento y una idea pasa fugazmente por mi cabeza. Una idea oscura y fría que comienza a herirme antes de materializarse. La aguja del tocadiscos lleva tiempo rasgando el interior del vinilo.

─Clara ─digo cuando reúno el valor suficiente. No lo veo, pero adivino que el viejo asiente─. ¿Por eso me preguntabas si ella me quería, verdad?

─No sabes cuánto lo siento, hijo ─es lo último que escucho, junto con el sonido de la copa rompiéndose contra el parquet. Me levanto, cojo mi abrigo y me marcho.

La lluvia es suave y fresca. Más que golpearme me acaricia la cara. Su contacto es lo único que me parece real, el resto es como un mal sueño. Camino deprisa por unas calles que desconozco, iluminadas en un tono anaranjado que no permite ver bien, que lo difumina todo. No pienso, no siento, simplemente camino. Me concentro en dar un paso tras otro, en sortear charcos, en cruzar calzadas desiertas. Me adentro sin rumbo en la que debió ser mi ciudad, pero que no es más que una extraña.

No, no entiendo nada.

Sinopsis

El primer recuerdo del protagonista es del día en que, con cinco años, conoció a su padre; aunque más bien habría que decir que se lo presentaron ya que nunca llegó a conocer a ese hombre que se volvió cada vez más distante y cuyo comportamiento para con él no llegará a comprender hasta que se ponga, literalmente, en su piel.

Bucle es una novela circular, hasta el punto que podría comenzarse por cualquier capítulo y seguir el orden propuesto o el cronológico, leyéndose una y otra vez, como se repite una y otra vez el ciclo vital del protagonista de la historia, trenzando pasado, presente y futuro.

Un moderno Sísifo atrapado en el tiempo.

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