ME ENCANTÓ CONOCERTE

ME ENCANTÓ CONOCERTE

edgardo kleiman

05/05/2018

I

HERNÁN

Rajate, rajate ya. Llevate lo mínimo que puedas y tomátelas hacia algún lugar que te permita salir del país rápidamente. No tratés de comunicarte con nadie hasta que estés seguro. Entendeme, Hernán; esto es así si querés seguir con vida. Suerte, amigo. Te abrazo. Chau.

Atrás, Hernán siente en la nuca la frenada estrepitosa que anuncia que la advertencia de Marcos llegó con los segundos de anticipación más que propicios para facilitarle la huida.

La voz quebrada por la gravedad del anuncio todavía resuena en sus oídos varias cuadras después en una esquina a la que llegó por inercia. Recién ahora reacciona y se anima a mirar a su alrededor, y a pensar.

A dónde ir? Cómo no llamar la atención?

Caminá tranquilo, quedó en el tintero de la llamada, pero Hernán sabe que eso le hubiera indicado Marcos con un poco más de tiempo y menos urgencia.

En el apuro por escapar no se le ocurrió que lo que le había prohibido hacer Marcos, lo estaba haciendo su camarada. A cuántos habría alcanzado a avisar, se preguntó. Y, él mismo, corriendo idéntico o mayor peligro, habría alcanzado a refugiarse también?

Tiene la tentación de buscar un teléfono y llamar. Pero desiste de inmediato.

Siente frío.

Irá hacia el norte buscando el calor que no le dará el abrigo que desestimó llevar por la falta de espacio.

Un colectivo. El que sea para alejarse un poco más.

Cuando sube, Hernán se da cuenta de que todavía guarda dentro del puño apretado con fuerza las llaves del departamento.

No puede evitar una sonrisa que le surge espontánea y que siente como una burla hacia si mismo. Para qué las conserva? Regresará?

Imagina la puerta tirada abajo y el poster del Che arrancado y destrozado furiosamente como si Él fuera el destinatario de la requisa. Romperán más cosas cuando no lo encuentren, descargando la bronca y la frustración de la misión incumplida.


Abre el bolso. Sí, se tranquiliza, documentos y algo de plata. Unas Criollitas. Qué curioso haber agarrado eso, y no la bolsa con las frutas que le servirían más! Pero, cierra y se baja. En Retiro tomará algo que lo lleve a Rosario o a Córdoba, y después verá.

Calcula que, sí, le alcanza, y que es mejor que hacer dedo desde la Capital y, cuando ya sentado en el ómnibus, comprueba que empieza a moverse y a dejar la ciudad que seguramente no volverá a ver en mucho tiempo, o quizá nunca, la angustia y la agitación que le taladraban el pecho al acelerar el ritmo cardíaco, se convierten en un alivio extraño que todavía no termina de aquietarlo.

Pero se duerme aferrando su bolso como si dentro estuvieran todas sus riquezas, porque, en verdad, dentro de ese bolso están todas sus riquezas.

Tener que huir, la clandestinidad. O, morir. La insólita e inevitable opción que ofrece la militancia de esos días. Como si militar -penoso circunstancial paralelo lingüístico entre la inflexión verbal y el sustantivo- tuviera que ser necesariamente un delito.

Qué mal hizo reclamando Justicia Social y Soberanía Popular?

Subversivo.

Sí. A mucha honra sueña Hernán con la cabeza rebotando en la ventanilla.

Sub ver si vo, rebota la palabra justo entrando a la ciudad de la bandera. Un trapo rojo flameará. No. Por qué? Por qué tendría que ser un trapo rojo y no la gloriosa celestiblanca?

No estuvo muy inspirado Belgrano -si fue él quien lo hizo- al elegir los colores. Si hay una combinación espantosa es la del celeste con el blanco, decide Hernán bajando. No hay contraste. El celeste es un blanco subido de tono. Como ese líquido que usaba la abuela para teñirse y ocultar las canas, que le dejaba un tinte azulado en el cabello.

Debe ser Rosario la que provoca ese pensamiento crítico y, como siempre, subversivo. Esa Chicago de cuarta, pretensiosa y fascista.

Va de paso. Dónde está la ruta por donde van los camiones?

No importa. Ya es de noche, y lo importante es encontrar un lugar donde pasarla.

Ahí. Una estación de servicio y, vaya suerte, dos camiones.

El que va a La Pampa no le sirve, pero el que va a Mendoza sí, y está dispuesto a llevarlo.

Los camioneros son tipos toscos, piensa Hernán ya en la cabina y cebando el mate según la condición expresada por el chofer, pero tienen buen corazón. O no, discurre. A lo mejor se aprovechan de alguien que necesita trasladarse sin costo, para que les sirva mate y les de conversación que los distraiga durante esos largos, lentos, monótonos y ultraconocidos trayectos.

No te duermas, le dice a Hernán, que está por perder su primera batalla si el sueño lo vence.

Cómo te llamás?

Eh..?

Mucho gusto E. Yo soy Francisco.

Disculpá. Me llamo Martín, improvisa Hernán. Es que anoche no dormí muy bien…

Suena un tango.

Bueno. No te preocupes. Dame un mate más y descansá tranquilo.

Tenés un par de horitas hasta que paremos.

Querés que baje la radio?

No hace falta. Hernán ya no la escucha porque Marcos le grita que se raje. Y Hernán agarra un bolso para hacer lo que le pide Marcos, pero se queda ahí, mirando ese departamento tan chico y tan sucio y tan suyo. No se puede mover de allí, aunque siente que se está moviendo y que alguien lo sacude mientras le dice, Martín, Martín -a él?- quedate tranquilo, pibe, que no nos persigue nadie.

Sobresaltado vuelve en si. Al camión. Todo bien. No pasa nada.

Son tiempos difíciles, pibe. Y a mi me importa un rabanito mientras no me jodan. A mí tampoco me gustan los milicos, sabés? Y me parece que a vos Mendoza no te conviene. Vamos a ver si encontramos alguno que vaya para Salta o Jujuy. Te parece?

Sí, sí, todavía sin entender cómo, responde. Gracias, Francisco. Me llamo Hernán.

Da igual, Martín. Y, ahora, hasta que paremos, seguí cebando.


Los milicos son unos hijos de puta. Pero los camioneros son buena gente. Y, encima, Francisco le preguntó si necesitaba guita.

Sí, necesitaba. Pero le dijo que no.

Ahora tenía hambre, y lamentaba haber tenido ese gesto.

El estómago lo lamentaba, la cabeza no. Esa cabeza de militante de principios inquebrantables.

Maricón de mierda. Estaba huyendo y se hablaba de principios.

Bueno, tampoco tenía que dejarse matar, qué embromar!

Pobre vieja. Estaría desesperada. En cuanto pusiera un pie afuera la iría a llamar aunque fuera a tener que robar para pagar el teléfono.

Ojalá no la jodan.

Ese pensamiento lo conmocionó.

Caminaba por las afueras de un pueblito del que lo había dejado cerca el segundo camión.

Había una pequeña hostería que se veía tranquila. Le dio ganas de quedarse. Tenía hambre, sueño y necesitaba una ducha tanto como comer y dormir.

Me robaron la plata y los documentos, mintió. Pero salvé el reloj. Alcanza para una noche?

No se priocupe m’hijo… Vaya, acomódese mientras le prieparo algo. La habitación es esa que está al fondo. El baño enfrente. Y llévese el riloj que a mi no me sirve pa’nada.


Mientras dejaba que el agua corriera por el cuerpo, pensaba que no hay milico que no sea un hijo de puta y que los camioneros son buena gente. Pero que la circunstancia de la huida le estaba dando la oportunidad de entender el sentido de su militancia.

Esa mujer de marcados rasgos criollos, no era ni iría a ser nunca una burguesa ni aunque se le llenara el lugar de turistas durante diez años seguidos, porque era humilde desde el sentido más profundo que tiene esa palabra.

Estaba desconsolado y se dio cuenta de que lloraba.

Era un estafador. Pretendiendo salvar la vida, estaba traicionando a la Revolución, a sus Compañeros y, ahora, a esa Mujer que no le preguntó nada y confió en él.

No tenía mucho para cambiarse pero, por lo menos, un pantalón y una camisa limpios.

A mi tampoco me sirve mucho el reloj señora. Pero, aunque me sirviera, quiero regalárselo, si no lo toma a mal.

Vamos… cómase ese guiso antes de que se le enfríe. Y váyase a descansar que se ve que lo necesita.

Gracias, señora.

Doña Carmen. Y vos cómo te llamás?, hijo.

Hernán, doña Carmen. Me llamo Hernán.


Cayó muerto. No bien apoyó la cabeza en la almohada, se quedó profundamente dormido.

Pese a eso, como lo venía haciendo casi todas las noches desde que se había liberado de la colimba(1), entró en La Paz.

Su mesa panóptica, la que le permitía una clara visión de las tres puertas de acceso, estaba libre pero, por las dudas, se apresuró para sentarse allí, antes de que alguien se la ocupara.

Ese lugar, más allá, de su poder de observatorio, le daba una agradable sensación de seguridad. Detrás suyo, solo la pared de atrás y la puerta de los baños.

No obstante su nombre, la otrora elegante confitería se había convertido en un antro revolucionario. O, por lo menos, así lo consideraba la policía que, una o dos veces por semana, irrumpía intempestivamente buscando subversivos.

Y, aunque sabía que esa noche no entrarían, por las dudas, se aferró a la almohada.

No eran las nueve todavía, y sus amigos empezaban a llegar a partir de las diez. Le hizo señas a Federico y le pidió un vino blanco.

Estaba oscuro, demasiado oscuro y, por eso seguramente, no se dio cuenta de que el pedido ya estaba sobre la mesa, en ese vaso largo en que solían servirlo en el boliche, y con bastante hielo para que pareciera más lleno.


Lo extraño, es que Tito y Enrique estaban acompañándolo y riendo de alguna de esas salidas graciosas que muchas veces él tenía, aunque en ese momento ni recordaba haber pronunciado.

Pero, mucho, mucho más extraño aún, es que también estaba Hugo.

Y, Hugo, hacía más de dos años que había muerto.


A La Paz lo llevó Tadeo, su compañero trozko de la conscripción que había sido lo suficientemente inteligente como para portarse bien y, así, salir en la primera baja.

La Paz era un muleto de La Comedia(4), que estaba a una cuadra y había cerrado por cambio de ramo.

Sus habitués, intelectuales de izquierda, estudiantes de Filo, artistas plásticos y, sobre todo, blabletas(2) y sobaqueros(3), emigraron a lo que les quedaba más cerca.

Los gallegos, cuando vieron que se empezaba a llenar de gente todas las noches, y no solo viernes y sábados a la salida del cine, pensaron que empezaba un gran negocio. Cuando se dieron cuenta de quienes eran sus nuevos parroquianos, ya era demasiado tarde para esgrimir el derecho de admisión, y se la tuvieron que bancar.

De pronto, en medio de esos pensamientos, un apagón total intempestivo oscureció completamente el bar.

Aunque, enseguida, Hernán sintió que la luz del día le daba de lleno en los ojos.


No se dio cuenta de que la celosía había quedado entreabierta y, por eso, lo despertó la primera luz de la mañana.

Pero, había dormido mucho y bien. Se sentía tranquilo, descansado y no lo abrumaba ningún pensamiento angustiante.

Sin embargo, a pesar de ser suaves, los golpecitos en la puerta lo sobresaltaron.

Toma mate?, m’hijo, preguntó doña Carmen, entrando a la habitación como hacía la vieja cuando vivía con ella.

Claro. Pero, deje, gracias. Ahora voy para adelante.

Bueno. Tómese este y llévelo que le viá presentar al otro huésped.

Otro huésped?

No le gustaba la idea de que hubiera alguien más.

Enfín. No se iba a quedar demasiado, de todos modos. Le daba pena hacerle gasto a la mujer y no pagarle.

Aún tan temprano, el sol se metía a pleno a través de la ventana del frente. El efecto lo deslumbró, pero lo que le nubló la vista completamente y lo paralizó por un instante haciéndole pensar que se trataba de una alucinación o de que aún no había despertado del todo fue la indescriptible belleza de esa muchacha que tomaba café despreocupadamente, sentada en el único sillón de la sala.

No habla muy bien en criollo, pero se hace entender, indicó doña Carmen haciendo caso omiso de la turbada sorpresa de Hernán.

Se llama Francine, y es francesa, agregó.

Hernán pensó que absolutamente todos los milicos eran unos hijos de mil putas. Pero, obnubilado todavía, les dio la gracias por haber provocado una fuga que, ahora, lo ponía frente a esa hermosura.

Francine se levantó y, mientras avanzaba decidida hacia él, bon yur Hegnán, lo saludó. Ha dogmido bian? Donia Cagmén me dijió que egstaba muy cansadó…

Preciosa.

Cuá?

Preciosa mañana, no? Gracias. Sí. Estoy muy descansado. Y ahora me gustaría caminar y conocer el pueblo. Venís?

Hernán había olvidado la angustia y el temor por su vida que lo habían llevado hasta allí y, ahora, la agitación que sentía también le taladraba el pecho pero, en lugar de abatirlo, lo entusiasmaba.

Venís?, insistió.


Para lectores no argentinos: (1) Colimba: servicio militar obligatorio, llamado así porque se consideraba que los soldados estaban allí solo para COrrer, LIMpiar y BArrer. (2) Blableta: (cualquier argentino, especialmente si es porteño), charlatán de feria, todólogo, tautólogo, lingüipulador, opinador sistemático, arreglador del mundo, técnico de fútbol, polítólogo, médico, y muchas cosas más, pero sin oficio real. Puede trabajar de taxista o de cartero y, también, de vendedor de libros a domicilio. (3) Sobaquero: estudiante falso y/o vitalicio; anda siempre con un libro bajo el brazo -del mismo modo en que los uruguayos llevan el termo- lo que da origen y justificación al apodo, que no es el Testut por volumen (aunque le gustaría), y del que si ha leído algo es la solapa. Generalmente, también es blableta, aunque sus interlocutores –por ese aspecto doctoral con que se maneja- puedan llegar a creer que sus argumentos tienen fundamentación teórica. (4) La Comedia: se trata de la confitería Politeama, junto al teatro del mismo nombre, ubicada en la esquina de Corrientes y Paraná. Hay -o hubo- una tradicional costumbre respecto de bares y/o confiterías en coincidir con cines y teatros de modo de garantizar una afluencia de público siempre renovada. La apropiación del lugar por parte de intelectuales de izquierda, que se establecían ahí durante largas horas ocupando muchas mesas y gastando poco, se generó principalmente cuando un pequeño cine -el Lorraine- ubicado exactamente entre el Politeama y La Paz, se convirtió en cine-arte y, con localidades a precios muy accesibles, comenzó a dar ciclos de los directores más encumbrados y contestatarios.


INTERMEZZO

Cuando ha pasado un tiempo, una cosa es lo que sucedió y otra cómo uno la recuerda. Bueno o malo, siempre se distorsiona.

A menos de que hayas podido grabar la escena, el recuerdo te la va a devolver como si te la contara otro.

También se recuerda mucho, más que lo que sucedió en si, lo que uno sintió mientras sucedía.

Así, Hernán pensó muchas veces, hasta que dejó de hacerlo, hasta que el deseo de recordar se fue desvaneciendo, en ese encuentro con Francine.

Respaldado en el apacible entorno, en ese espacio de la naturaleza, apenas transformado por el hombre, en ese espacio que te hace pensar que si hubo un Arquitecto que lo creó estuvo realmente inspirado, contenido por ese contexto mágico, la aparición sorpresiva, y sorprendente de un ángel (superando en la realidad la idea que un escéptico como él podía tener de los ángeles) que lo conmocionó impensadamente, le había hecho olvidar las penurias que, justamente -injustamente-, habían provocado que él llegara hasta allí.

Cuando recordaba sin proponerse no recordar, Hernán se veía con una sonrisa a flor de labios. Permanente. Eterna. Aunque el tiempo real de esa expresión hubiera durado instantes apenas, instantes que volaron tan raudamente como las gaviotas, cuando llega el otoño…


II

FRANCINE

Algunos hombres, conservando todavía la energía que se requiere para mantenerse erguidos, van plantando sus botas -o lo que queda de ellas- fuertemente sobre el suelo incierto, para abrir el rumbo, crear una senda, al tiempo que avanzan.

El resto, la mayoría, apenas si consigue arrastrarse tras aquellos, ayudándose mutuamente.

Los salvajes, descalzos y conocedores del terreno, son veloces, y vienen tras el grupo con sed y hambre de exterminio.

No se los ve aún, pero se escucha sus aullidos.

Hernán, el conquistador, marcha al frente, clamando para que no se detengan, extremando el volumen de su voz en dirección a los más rezagados y en el intento de opacar, al mismo tiempo, el aterrador sonido del brutal griterío que producen sus perseguidores, justamente para espantarlos.

La única mujer que les acompaña, abriéndose paso entre ellos, corre desde el frente hasta la retaguardia, y regresa una y otra vez, alentando y socorriendo a quienes desfallecen.

La compañera del jefe, es blanca, pequeña, delgada y extremadamente bella, pero nadie la mira ni la ha mirado con ninguna otra intención que la de dar disfrute a sus ojos. Ni aún en momentos apacibles, sin la urgencia de la huida, nadie se habría atrevido a liberar sus instintos. Es la mujer del jefe, del gran conquistador, de quien les ha sabido llevar a través de esos inhóspitos territorios para hacerlos ricos con la plata y el oro de las nuevas tierras. El valiente jefe que, ahora, les está salvando la vida.

-No se detengan, o les arrancarán la piel!, se escucha.

En medio de toda esa turbulencia, la gala tiene tiempo de mirar el rostro de su amado. Ese rostro, ahora duro, curtido por el sol incesante y marcado por las espinas de las malezas y la impertinencia de las ramas de esas selvas que están obligados a atravesar, le da seguridad y la sostienen.

No son sus fuertes brazos. Ellos la rodean con ternura y la aprietan apenas para hacerle sentir lo que él siente. Y sus manos lastimadas, son suaves cuando la acarician.

No. No son sus brazos. Es ese rostro y la mirada lo que la sostienen. Su hombre. Hernán, el conquistador, que ha desembarcado imprevistamente en la orilla de su playa y la ha poseído en nombre del Reino de la Pasión y la Lucha.

Y ahora es de él; de él, y por siempre.


Esa noche, apenas pasado un poco más de lo que fue la primera, y faltando mucho menos, todavía, para que, probablemente, se convirtiese en la última, semidormida, aún sin ninguna certeza de cómo iría a seguir su vida, porque todos los planes se interrumpieron a partir del beso, aquel beso intempestivo pero deseado, de ese hombre, inexistente segundos antes, que la conmovió primero y la transformó después, Francine se apretó fuertemente -tanto, que hubiera podido metérsele adentro- contra ese cuerpo casi desconocido, pero tan propio al mismo tiempo, para acobijarse a su calor y su ternura pero, más que nada, para retenerlo instintivamente junto a si, porque algo le anunciaba, algo proveniente de quiensabedonde, le aseguraba que en instantes se irían a separar para siempre.

Nadie le había advertido que se podía sentir de esa manera.

Había admirado, se había sentido atraída, sobre todo cuando, aún quinceañera, marchaban por las calles de París detrás de Sartre y el colorado Cohn Bendit, del brazo de esos compañeros estudiantes que daban lección al mundo. Jean Pierre, ese joven de rulos morenos que contrastaban tanto con su cabello rubio y lacio, francés como ella pero de padres de la Cote d’Avoir, ejercía una tal fascinación sobre ella que la hacía temblar cuando se rozaban.

Pero, no lo amaba, ni creía haber amado a ningún otro.

Irreverente, y más que inoportuno, el amor apareció repentinamente en el camino cuando apenas comenzaba el viaje y con el agravante de llevar la dirección contraria.

Se le volaron los papeles.

Libre, con la mirada puesta exclusivamente en el sorprendente entorno de esa parte del mundo que la subyugaba y en su futuro como becaria en la capital más europea de sudamérica, ahora estaba sujeta.

No sentía que había perdido independencia, pero se había ligado a otro ser, y ahora dependía de su sentimiento hacia él.

Algo en sus entrañas, en lo más recóndito de su ser le confirmaba que ese era el amor, y al fín le había tocado.

Pero, como antropóloga que era, se peguntaba: puede sobrevenir así, tan repentinamente? Sin pasos previos ni análisis estadísticos? Sin protocolos? Sin marcos referenciales ni constataciones? Sin trabajo de campo?

No encontró respuesta, pero estaba dispuesta a seguirlo a donde fuere. Desandar el camino que había recorrido para llegar hasta allí. Volver a Francia sin completar su beca, si era preciso. Pero él se oponía

No es que no hubiera insistido. Pero él estaba firme. No te voy a poner en peligro, repetía una y otra vez. No te voy a exponer, y mucho menos, no voy a permitir que tuerzas tu vida y arriesgues tu futuro, repetía una y otra vez. No te voy a colgar de una persecución que no es tuya, de la que no tenés porqué salir corriendo, repetía y repetía, una y una y una, y otra vez, hasta que, aún quedándose dormido, esgrimía el no, un no que, a pesar de ir desvaneciéndose lentamente, se aferraba a sus labios en clara resistencia a abandonarlos.


A pesar de la turbulencia, ella no puede dejar de observar su rostro.

El clamor ha cedido. Mantiene la fuerza que debe exhibir un jefe que tiene el deber de mantener a los suyos libres de toda amenaza, pero comienza a relajarse. Ese rostro. Y esa mirada, que ella percibe aún cuando sus ojos ahora están cerrados.

El rostro y la mirada que la cautivaron en el instante mismo en que lo vio por primera vez, que le llamaron la atención a pesar de la turbación y la sorpresa que su propia aparición le impusieron y le era imposible disimular.

En qué terminará esto, se pregunta. Sobreviviremos?

Entresueños, sin ninguna certeza de cómo habrá de seguir su vida, la gala se apretó fuertemente -tanto, que hubiera podido metérsele adentro- contra ese cuerpo amado, para acobijarse a su calor y su ternura pero, más que nada, para retenerlo junto a si, porque algo en su interior le anunciaba que, en instantes, se irían a separar para siempre.


La vida de los demás, a mi pesar, seguirá su rumbo inexorable, le dijo Hernán mientras comían un delicioso guiso que dogna Cagmén les había preparado.

Estaban sentados frente a frente, únicos, en ese espacio de la hostería que era lobby, sala de estar y cafetería-restorán.

El tiempo se había estancado y, ahora, recordándolo, Francine entiende muy bien lo que Hernán le quiso decir.

Ha mirado un rato a través del ventanal, después de despertar sobresaltada por los sueños, pero más por la presunción de la realidad, esperando el arrepentimiento, un está bien, un no importa, un tenés razón, un que sea lo que sea, pero que ni la claridad del día permite divisar a la distancia.

El arrepentimiento ya debe estar muy lejos. Demasiado para la vista, pero mucho más, peor aún, para la esperanza de un regreso.


Hernán, el conquistador, apresura el paso.

Los más resistentes, que le seguían de cerca al mismo ritmo, ya no pueden mantenerlo y comienzan a confundirse con el resto del grupo, del que van quedando cada vez menos.

Francine, la gala, siente que ahora, a ella misma le empieza a costar alcanzarlo.

No se detengan! Detente! Grita simultáneamente a quienes marchan y a quien los comanda.

Los hombres no obedecen, simplemente porque sus fuerzas los van abandonando lenta pero irremisiblemente, y ya no pueden.

El jefe, en cambio, el compañero, el ser amado, parece no haber oído o no haber querido escuchar, porque a pesar del llamado, acelera todavía más su andar.

Francine, la gala, la pequeña bella rubia, siente que ella misma ya no puede más.

Detente!, insiste. No nos abandones.

Pero es inútil. La figura de Hernán, el conquistador, empieza a desaparecer entre la espesura, y ni la claridad del día permite divisarlo a la distancia.

Rendida, la muchacha se deja caer sobre el sillón de la sala, y ya no le importa el quejido de los hombres moribundos, ni el rezongo del mate que la buena criolla le ha alcanzado para consolarla.


La noche fue lluviosa, pero la mañana aparece despejada. El sol asoma de entre las montañas de esa bella región, tan distinta y distante de sus Alpes nativos de cabezas siempre blancas.

Aquí los matices de variados colores las destacan.

Francine se siente como el día, despejada. Se le borraron los malos sueños y un extraño sentimiento de desazón que la embargaba.

La sonrisa que todos le alaban volvió a sus labios. Fresca. Contagiosa.

No está negando nada. Nada.

Más aún, no está olvidando nada. No está olvidando lo que la marcó y cree que recordará toda su vida.

Pero ha decidido mirar hacia adelante.

Como leyéndole el pensamiento, dogna Cagmén le acerca un mate.

Es el segundo mate de su existencia. El tercero, técnicamente. El primero se lo ofreció Hernán, un par de días antes. Pero, no bien se llevó la bombilla a la boca y, quemándose los labios pegó un pequeño sorbo, sintió un sabor tan amargo que estuvo a punto de dejarlo caer de sus manos.

Riendo alevosamente, Hernán insistió para que no se dejara llevar por la primera impresión. Pero Francine rechazó continuar el intento.

Profético, el joven sentenció que, entre sus muchas ventajas el mate es, esencialmente, reparador y, tarde o temprano, le iba a tomar el gustito.

Lo confirmaba ahora, porque se sintió todavía mejor que antes de tomarlo, a pesar de que aún le sabía demasiado amargo, y cuando lo escuchó rezongar pensó que en esa especie de quejido del que se vale el mate para anunciar que debe ser cebado nuevamente, se iba el suyo propio, el último rezongo por la tristeza de una alegría trunca, frustrada, interrumpida apenas nacida. Una alegría diferente a cualquiera que la hubiera precedido, y tan potente y necesaria que hubiera querido que se prolongara eternamente.

De repente, la puerta de la hostería se abrió.

El reflejo del sol le dio de lleno en los ojos y la obnubiló durante unos segundos.

En medio de esa bruma le pareció ver una silueta conocida y deseada.

Pero el sonido la volvió a la luz. Como ráfaga, un inquieto chiquito de unos cinco años se metió bramando y corriendo y, tras él intentando vanamente sujetarlo, una pareja que debían ser sus padres.

Es una noche, señora, nada más. Mañana seguimos para el sur.

Francine había decido continuar esa misma tarde en dirección a Buenos Aires, su destino. Pero, en ese momento cambió de idea; ahora que iba a tener compañía, decidió quedarse un día más.

El chico daba giros y giros alrededor del sillón, haciendo volar un avioncito de plástico con el que rozaba la nariz de la muchacha cada vez que pasaba frente a ella.

Francine se acomodó.

Seguramente, se dijo, esto va a resultar muy divertido!


Sinopsis

En 1977, Hernán, militante de un combativo movimiento de izquierda, y a poco de concluir la Licenciatura en Letras, se ve obligado a abandonar su país -Argentina- para salvaguardar su vida de la implacable persecución de una feroz dictadura militar.

El núcleo de la novela es un bache, un espacio vacío, «es como si hubiera padecido de una severa amnesia, inhibidora de todo recuerdo y, sobre todo, de lo que inconcientemente se prefiere olvidar y, de pronto, me devuelve la memoria una niña que podría ser mi nieta. Me encuentro frente a ella sin saber qué ocurrió, durante casi cuarenta años, ni en mi vida ni en la de mi país y, poco a poco, me voy enterando de que me convertí en un zombi, en un muerto vivo que anduvo deambulando sin historia y sin conciencia, intentando convertir en un igual a quiénquiera que se cruzó en mi camino. O descubro que me practicaron una especie de lobotomía que, en la crueldad de sus realizadores, dejó lugar para la aparición de flashes, de brevísimos raptos de claridad y lucidez, durante los que pude garabatear una especie de bitácora de los acontecimientos en los que fui participando sin cerebro, y que al poder leerlos, ponen de manifiesto, permiten comprobar con estupor, cómo ese joven revolucionario fue deviniendo -en caída libre- en un burgués, funcional al sistema que tanto rechazaba y combatía.»

Autor y protagonista, ambos, frente a la duda de que pudiera ser su nieta, y al impacto que eso produce, se cuestionan ese hueco -para ambos improductivo- que no creen que pueda justificar la construcción de una novela testimonial, a pesar de lo cual buscarán rellenarlo, pavimentarlo, para allanar el camino que les falta recorrer, todavía, hasta alcanzar el inexorable destino final.

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