I

Respiró profundo. Una y otra vez, dejó que el olor lo invadiera.

En la primera inhalación, los poros de su cuerpo se abrieron al unísono y en cada uno de ellos se produjo un estallido de oxígeno que lo estremeció en lo más profundo. Un segundo después, el corazón y los pulmones se detuvieron por unos instantes como tratando de no ahuyentar el aroma, para guardarlo ahí adentro eternamente. Luego vinieron el centenar de minúsculos relámpagos en su cerebro, la conexión simultánea de las dendritas de sus neuronas, una ráfaga de estímulos eléctricos intensos y profundos. El éxtasis había llegado sin permiso y tuvo vergüenza al darse cuenta de que su cabeza se había inclinado sobre la persona sentada a su lado.

– Perdona – dijo secamente, sin dar explicaciones.

– No pasa nada – respondió la mujer asomando una media sonrisa.

Justo cuando el silencio incómodo estaba a punto de instalarse, Alberto pensó que no podía bajarse del tren sin saber el nombre de aquellas flores profundamente púrpuras que se balanceaban en los muslos de su vecina. El siguiente respiro lo tomó para darse ánimos y permitirse ordenar las ideas en un discurso coherente.

– No quería incomodarte, pero tengo un vivero y el olor de tus flores me tiene intrigado. Por la forma de los pétalos y el follaje podría decir que se trata de una Cosmos, pero ese color y la fragancia tan dulce no me parecen comunes en esa familia – dijo sin respirar.

Catalina lo escuchó sin poner mucha atención a sus palabras. Le parecía un artificio póstumo de su abuela para encontrarle marido. De la misma forma aparecían los nietos de sus amigas para devolver cualquier objeto prestado precisamente los días en que ella estaba de visita. “Mira que ponerme al lado de un herbolario… es que cómo eres, abue!”, se dijo para sus adentros dirigiendo su mirada hacia el techo.

– La verdad, no sabría decirte de qué especie se trata. Acabo de heredarla – le confesó.

– ¿Te importaría si le echo un vistazo más de cerca? – preguntó Alberto extendiendo sus manos.

Lo dudó, le pareció un tanto burdo su intento por llamar la atención. Pero aún faltaba más de una hora para llegar a Madrid y pensó que una conversación le haría el trayecto más corto. “Vamos Cata, no está tan mal. Dale una oportunidad”, escuchó la voz de su abuela defendiendo al candidato del momento como tantas veces lo hizo con los nietos de sus amigas. Fue gracias a ese ataque de nostalgia que le entregó la maceta.

– Ten cuidado, ha estado en mi familia por seis generaciones. Yo la heredé de mi abuela – le advirtió – Todos los años, al final del verano, desenterrábamos la raíz y la guardábamos en un lugar especial de la casa. Mi abuela me decía que afuera le daba frío, las chicas tropicales como ella necesitaban estar calentitas – explicaba mientras Alberto examinaba la planta con atención.

El recuerdo la transportó de golpe a su niñez, cuando pasaba los veranos en Sevilla, escuchando las historias sobre sus orígenes en las tierras perdidas del nuevo continente.

– ¿Estás segura de que no es un clon? Quiero decir, ¿no será un retoño de la planta original? – le preguntó Alberto.

– No, te digo que es la planta original – respondió sin titubeos.

Pasaron diez minutos que a Catalina le parecieron eternos. Era como si Alberto quisiera quedarse para siempre con ese olor, como si tratara inútilmente de tatuárselo a lo largo de su sistema respiratorio.

Ella, por el contrario, lo conocía de memoria. Ese era el olor de su abuela, el de su piso frente al Guadalquivir, de sus recuerdos más lejanos. En una ráfaga de imágenes mentales fueron llegando a su memoria escenas de las clases de cocina, preparando dulce de leche en la vieja paila de acero de Mamá Pili, de aquellas tardes enteras en el jardín del edificio montada en los árboles y comiendo naranjas a escondidas de los adultos, de las horas que su abuela dedicaba a la flor como si fuera una extensión de sí misma. En aquellas tardes de calor seco y asfixiante, Catalina solía estudiar cada uno de los gestos de su abuela, los movimientos precisos de sus manos, el susurro casi imperceptible mientras rociaba la planta, una oración sin respiro repetida incesantemente, y el contorno de su perfil a la luz de la ventana. Sintió la inundación en los ojos, pero respiró profundo y el aire en sus pulmones le permitió atrapar las lágrimas antes de que pudieran salir.

– ¿Y? ¿Cuál es el diagnóstico? – preguntó. Acompañó la pregunta con el chasquido de sus dedos porque Alberto parecía estar en otro planeta.

– Perdona, pero no me lo puedo creer. Sí, es una Cosmos, pero una variedad diferente, nunca antes había visto una como esta… me parece imposible que sea el ejemplar original. Está perfecto, parece estar tan fresco como un brote nuevo y, sin embargo, los tallos y las raíces muestran claramente la edad de una planta bastante adulta. Tengo un amigo que podría decirnos la edad exacta, si te interesa – le sugirió – Voy a estar un par de semanas en Madrid y si quieres podríamos ir a su vivero. Nadie mejor que él conoce las especies americanas. ¿De dónde viene? ¿México, Guatemala? – preguntó devolviéndole la maceta.

– De Venezuela. Y si lo que quieres es saber la edad, no hace falta la opinión de tu amigo. Tengo un documento que certifica su llegada a España junto con los baúles de la tatarabuela de mi abuela en 1823.

No hizo falta más información, no podría volver a Sevilla sin conocer cuál era la historia de aquella flor. Alberto tuvo la certeza de que ésta era la flor que había estado buscando desde hace tantos años. Al sentir el cambio de velocidad del tren, tomó su billete y en un intento desesperado por mantener el vínculo con la planta, escribió la dirección del vivero Villanueva.

– Es el vivero de mi amigo. Voy a quedarme en su casa mientras esté en Madrid. Me interesaría mucho conocer más a fondo esa especie de Cosmos. Es única, me parece, y bien valdría la pena saber cuál es su valor real – le dijo mientras Catalina tomaba su maleta.

La gente se fue acumulando en los pasillos. Catalina tomó el pedazo de papel y avanzaba sin parecer muy interesada en la propuesta. A pocos pasos de la puerta, leyó el mensaje en el billete y esta vez con una sonrisa completa le dijo a Alberto:

– Pensé que sólo querías invitarme un café.

Alberto sintió el incendio inmediato en la mejillas, no supo responder. Se detuvo por unos instantes, apenado, pues no se le había pasado por la cabeza que su proposición pudiera haber sido malinterpretada. Reaccionó devolviéndole la sonrisa.

– Podremos tomarnos uno después, si quieres – respondió finalmente abriéndose paso entre la gente que se le había adelantado y lo había separado de Catalina. Ya en la puerta, la vio voltearse hacia él desde el andén.

– No sé si es una Cosmos, es la Flor de chocolate, eso decía mi abuela… y esta se llama Fe.

II

Antes de entrar a su piso, en un intento por evadir la realidad de aquel fin de semana, Catalina entró al Macarena y pidió un cortado doble, tal y como solía hacerlo cuando no conseguía avanzar en las historias de sus libros. Dándole vueltas a la espuma marrón que colmaba la taza, fijó la mirada en su nueva maceta de flores y luego en la carta que tenía en su mano izquierda. Si bien era un ritual entre ella y su abuela eso de escribirse cartas continuamente, por qué ésta había estado guardada tan celosamente en la oficina de su abogado. Miles de hipótesis le pasaron por la cabeza, pero ninguna lo suficientemente contundente como para romper el sello del sobre y descubrir de una buena vez su contenido. Abrir la carta era ratificar que Mamá Pili había muerto y Catalina no estaba lista para dar ese paso.

No había notado el silencio en el salón, tampoco el ruido de las sillas mientras Iván y su mujer se ocupaban de recoger, hasta que Iván se acercó a su mesa:

– Mi más sentido pésame, Cata. María y yo apenas nos enteramos esta mañana.

– Gracias, Iván. – respondió saliendo de su trance. Miró a su alrededor y confirmó que era la única cliente en el lugar – ¡Qué vergüenza, Iván! No me había enterado que estaban cerrando. ¿Cuánto te debo por el café?

– ¡Pero si no te lo bebiste, mujer! … María, trae el ron que tengo en la cocina. Creo que necesitamos algo más cargado que un cortado doble. Este va en nombre de Doña Pili – le dijo el dueño del café mientras acariciaba la botella de ron añejo venezolano – ¿Sabías que la primera vez que bebí este ron, fue tu abuela quién me lo sirvió?

– A ver, ¡cuéntame!

– Doña Pili venía de uno de sus viajes a Venezuela, sería hace unos nueve, diez años. Entró al café y me preguntó si te había visto llegar y como le dije que no, me pidió que le ofreciera algo para calentarse. Le pregunté si quería un café y con esa mirada pícara que ponía me preguntó si no tenía algo más fuerte. Tu abuela era lo más.

– ¡Si que lo era, Iván! – le respondió Catalina imaginándosela.

– Le ofrecí una copita de Rioja y me dijo que no. ¿Malbec? Tampoco. Y enseguida me preguntó si me gustaba el ron. Yo le dije que no conocía mucho de rones y entonces sacó de una de las bolsas que llevaba una botella gordeta, envuelta en un saco de cuero, y me pidió un par de vasos cortos. Me advirtió que luego de que bebiera aquel elixir, no bebería nunca más ningún otro ron. Y así fue, desde entonces no compro otro ron que no sea venezolano. ¡A esa abuela tuya le encantaba el buen vivir! – soltó mientras servía los tragos.

Catalina estaba embebida en la historia de Iván e imaginaba el rostro de Mamá Pili iluminado como una niña estrenando juguete nuevo. Cuántas veces antes la había visto así, aquella era la cara que solía poner cuando le presentaba los nietos de sus amigas, o cuando le proponía una copita de ron antes de ir a la cama cuando pasaba con ella los inviernos en Madrid. Por un momento pensó que nada había pasado y que ni la maceta ni la carta que la habían acompañado desde Sevilla eran el signo de que su abuela ya no estaba en este mundo. Iván le entregó el vaso y ambos brindaron por Doña Pilar y su gusto por el buen ron. Siguieron recordando historias graciosas de su abuela por unos minutos hasta que Catalina se dio cuenta de la hora, eran la diez menos cuarto. Se despidió agradecida por las risas y el ron.

Los días pasaron sin que lo notara. Entre los arreglos del funeral y la posible venta del apartamento en Sevilla, la vida de Catalina se había convertido en un lío de abogados y agentes inmobiliarios. Estaba inmersa en idas y vueltas, mientras su cabeza flotaba en un limbo de recuerdos. Sus prioridades habían dado un vuelco inmenso, pues ni el trabajo ni los amigos habían podido sacarle de la recién adquirida obsesión por Fe y en poner orden en los asuntos que su abuela había dejado pendientes.

Las flores púrpuras eran su mayor angustia. Al principio le pareció que con solo atenderlas de la misma forma en que atendía las otras plantas de su piso, Fe se iría adaptando al clima de Madrid y a la temperatura de su nuevo hogar. Durante los primeros días, el piso entero se inundó con aquel olor dulce que tanto le recordaba a su abuela. Una mañana incluso llegó a sentir el perfume de Mamá Pili en el salón y bromeando lanzó en voz alta “¿Ya te fastidiaste de estar allá arriba? ¿O viniste a asegurarte de que no termine matando a tu Fe adorada?”. Soltó una carcajada sin notar que un par de hojas habían comenzado a perder su color.

Catalina era una mujer pragmática. Había crecido entre las atenciones de su abuela y la severidad del Real Colegio Alfonso XII. Durante los años en el internado, aprendió que la rigurosidad y la disciplina eran mucho más necesarios para hacerse camino en este mundo que la ensoñación y las fantasías alimentadas por su abuela en cada carta semanal. Sin quererlo y gracias al ejercicio de responder aquellas cartas, había logrado desarrollar un lado creativo y sensible que le había llevado a escribir cuentos y decidirse por una carrera literaria. La universidad reforzó su apego a las reglas gramaticales y la obsesión por los detalles. Se había convertido en un genio atrapando las inconsistencias temporales de cuanto libro caía en sus manos, en una especie de juego delator. Esta mezcla de matices le había convertido a sus 38 años en una de las editoras más respetadas de la firma donde trabajaba. Su abuela tenía muy claro que la mujer exitosa, ambiciosa y orgullosa, que en muchas oportunidades no se permitía el más mínimo sentimiento de vulnerabilidad, era un sello de familia. Pero solo Doña Pilar sabía que este sello había sido justamente la causa de un sufrimiento heredado que ella nunca estuvo dispuesta a perpetuar.

El temor de Catalina de perder el recuerdo de su abuela fue creciendo con los días. Una mañana, mientras tomaba su café antes de salir a la oficina, se percató de que a un lado de la maceta habían caído un par de hojas amarillas. Días después, cayeron un par de flores. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el olor que había invadido su casa a su regresó de Sevilla había perdido su intensidad. Controlando el pánico ante la idea de dejar morir el tesoro más preciado de Mamá Pili, leyó todo cuanto consiguió en internet sobre las plantas como Fe. A medida que iba leyendo, se percataba de las contradicciones de los internautas en los cuidados de las plantas de su especie. Liada con las instrucciones, lo probó todo sin éxito. Sin remedio, las hojas siguieron desprendiéndose de los tallos.

A dos semanas de haber regresado a Madrid, mientras recogía las hojas que habían caído la noche anterior, vino a su memoria la carta de Mamá Pili. La había dejado en uno de los bolsillos de la mochila del ordenador para que no le recordará que hace años que ya no le escribía a su abuela, sentía que en aquellas líneas encontraría los reproches que ella misma se había hecho cuando recibió la noticia de su muerte. Pero en esta oportunidad, quizá esa carta sería la única alternativa para salvar su recuerdo. Al sacarla vio también el billete de Alberto y la dirección del vivero. Guardó la carta de Mamá Pili en su abrigo, tomó la maceta, el billete y las llaves del coche.

III

Hola Alberto,

Te escribe Catalina, nos conocimos hace un par de semanas en el AVE de Sevilla a Madrid. Compartimos el mismo vagón y tú te interesaste mucho por mi planta, ¿la recuerdas?, ¿nos recuerdas? Quizá esté tentando mi suerte más de lo que debería. Es muy probable que ya estés de vuelta en Sevilla y yo haya perdido la oportunidad de evitarme el fracaso más profundo de mi existencia. Pero aún no descubro cómo devolver el tiempo, así que no me queda más remedio que aferrarme a la esperanza de que esta carta llegue a tus manos antes de que sea demasiado tarde.

Creo que Fe está muriendo y es mi culpa.

He seguido cuidadosamente cada paso del ritual que me enseñó mi abuela: de agua lo justo, mucho sol y poco frío, pero por más que lo intente las flores parecen opacarse con el paso de los días, las hojas han ido inclinando sus tallos, cabizbajas, derrotadas. Siempre le dije a mi abuela que no tenía la mano verde, que eso de cuidar plantas no era lo mío. Aún así, aquí estoy, sentada en un café frente a un vivero recomendado por un desconocido en un tren, esperando encontrar la cura para salvar el recuerdo más preciado de mi abuela y el amor desmesurado que le profesaba.

Desde que volví a casa, ese olor que te intrigó, esa mezcla de musgo fresco, chocolate, canela y azúcar de caña, ha invadido todos los rincones de mi piso. A ratos lo siento en el salón, brotando directamente de la maceta y enseguida me arrebata la imagen de mi abuela acomodada en su sillón, leyendo. Otras veces, me visita directamente en mi habitación obligándome a salir de la cama como solía hacerlo el aroma de sus tortitas de maíz dulce los sábados por la mañana. Con cada ráfaga, vuelven también sus ocurrencias, sus refranes.

Mamá Pili murió un jueves de febrero a las 3h47 de la mañana. La llamada de la enfermera que vivía con ella me despertó al día más gris, el más triste. Han pasado sólo un par de semanas y aún no me siento lista para dejarla ir. Necesito tu ayuda para que me acompañe al menos un año más.

Lo que queda de mi Fe y yo te esperamos.

IV

Anotó el número de su móvil y lanzó la nota debajo de la puerta.

El reloj marcaba las 16h34. Catalina ya había pasado dos horas con los ojos fijos en la entrada del vivero. Pidió un tercer café para tratar de calmar su ansiedad. Pensó en leer la carta que guardaba el bolsillo izquierdo de su abrigo, pero siempre había sido celosa de su privacidad y aquel último encuentro epistolar requería un escenario más íntimo. Entonces, abrió su libro de emergencia en la página 252. Así llamaba al libro que guardaba en su cartera para matar tiempo durante las largas horas de atasco en la M30, para cuando tomaba el subterráneo de Madrid o en las filas interminables del súper los sábados por la mañana. La novela de turno contaba la historia de la llegada de la vacuna contra la viruela a América, firmada por Javier Moro. En las últimas semanas, su mente no lograba concentrarse como antes, pero leer siempre había sido su refugio y la situación en la que se encontraba bien valía una distracción.

Avanzó en su lectura desordenadamente. En intervalos desiguales levantaba la mirada y la posaba sobre el caminante más cercano a la puerta del vivero, reteniendo la respiración. Releyó un mismo párrafo tres veces y con la misma ligereza con la que solía repasar las páginas deportivas de su diario matutino. En la duodécima lectura de la página 254, algo llamó su atención. Balmis había llegado a Caracas entre vítores, música y fuegos artificiales. Sintió un vuelco en el corazón y se dio cuenta de que había estado perdiendo el tiempo allí sentada. Pagó la cuenta y con Fe en sus manos, regresó a su piso.

Las líneas del libro la llevaron de vuelta a Sevilla, unos meses atrás. Mamá Pili había estado enferma y había decidido tomarse un fin de semana largo para estar con ella. Su abuela, ya había cumplido 89 años y cualquier gripe terminaba en cama. Los últimos años, prefería tomarse el tiempo para visitarla aunque fuera un par de días, en lugar de pasar horas enfrentada a una hoja en blanco trantando de mantener el rito epistolar entre abuela y nieta.

Mamá Pili no sintió la puerta de la entrada, tampoco oyó el saludo de Cata. Como era su costumbre había puesto la música que más le gustaba mientras pasaba horas ocupada en sus plantas. El cordón de mi corpiño, de Antoñita Moreno guió a Catalina hasta el salón. Sigilosa, se sentó en borde del sofá para disfrutar cómodamente del espectáculo. “Trala la la, trala la la, que sin ti no sé que haría”, remataba su abuela entre violines y trompetas. Catalina anunció su llegada con una ovación y la insistencia de una canción más, pero Mamá Pili, entre risas y avergonzada por haber sido descubierta infraganti, se negó rotundamente.

–Mejor ven a ayudarme con Fe, que justo ahora me iba a ocupar de ella – le dijo aún entre risas.

–Abue, ya sabes que a mi esto de las plantas no se me da. La última que me regalaste está viva de milagro – bromeo Catalina.

–Pues si no se te da, acompáñame y aprende – le dijo obligándola a tomar el rociador – Más pronto que tarde, Fe tendrá que mudarse contigo.

–¡Vale, vale! ¿Qué hago? – cedió sin más remedio.

–En el fregadero está su alimento, anda y llena el rociador. ¿Recuerdas la receta? – Cada vez que venía de visita, Mamá Pili le repetía paso a paso la receta de aquel líquido oscuro que utilizaba solo para rociar a Fe.

–Un litro de agua, cuatro cáscaras de banana, una cucharada de azúcar moreno, una pizca de canela y… – sabía que había un quinto ingrediente, pero no lograba recordarlo.

– … y una cucharadita de cacao en polvo – le recordó su abuela.

Vertió el líquido en la botella y se lo entregó. Mientras Mamá Pili rociaba la planta, Catalina se instaló en el sillón a un lado de la terraza para poner atención una vez más a ese ritual que había presenciado tantas veces. Con la luz de la tarde, el rostro de su abuela parecía aún más pasible que de costumbre, sus mejillas se plegaban con cada palabra que pronunciaba, el cabello blanco y lacio iba atado en una trenza rematada en un lazo azul. Su vestido se transparentaba contra el reflejo de la luz, dejando asomar su silueta fina y cansada. Le encantaba andar por la casa en “velillos”, así a llamaba los vestidos desgastados de tanto uso y que al tacto eran casi imperceptibles.

  • –En las orillas de un río, en la sombra de un laurel, estaba la vida mía viendo las aguas correr – repetía en un canto lánguido – Para lavar necesito un río con agua clara, y para lavar mis penas, me basta con tu mirada.

Nunca antes había puesto atención a esa oración que le recitaba a Fe todos los día. Aquella era la primera vez que escuchaba nítidamente sus palabras en un canto rítmico y triste, ajeno a las zarzuelas y coplas que entonaba de costumbre. Su voz era aguda y a sus ochenta y tantos todavía conservaba una nitidez más bien prodigiosa. No quiso interrumpir el rito. Se dejó llevar por la melodía y su cabeza fue repitiendo palabra por palabra, tratando de memorizar la entonación: “… y para lavar mis penas, me basta con tu mirada”.

–¿De dónde has sacado esa canción, abue?

–Al fin pones atención a lo que le digo a Fe – le respondió sarcástica – Es un canto que aprendí antes de que tú nacieras, en el primer viaje que hice a Chuao, en Venezuela.

–Ya, pero ¿por qué se la cantas a la planta? – insistió.

–Porque Fe siente nostalgia por su tierra y cantar esta canción la pone contenta, ¿no ves? – explicaba Mamá Pili mientras acariciaba las flores púrpuras – El juguito que le preparo alimenta sus raíces, pero ya sabes, no solo de pan vive el hombre. Mis canciones, le recuerdan su pasado y le alimentan el alma.

V

Mi niña adorada,

Hace tanto tiempo que ya no nos escribimos cartas que espero no te moleste que te llame de nuevo “mi niña adorada”.

No quiero que estés triste. He sido una mujer profundamente feliz, incluso ahora que ya no viajo como antes y que me muevo despacito, la vida ha sido generosa conmigo. No solo hablo de la dicha de amar a tu abuelo, un hombre noble y un compañero de aventuras incansable. Tampoco me voy a detener en el inexplicable sentimiento que produce la maternidad, esa sensación de amor y temor profundos que nunca se acaba. Ni siquiera cuando los hijos ya no están. Hablo del extraordinario privilegio de haber sido tu abuela.

Cuando nos quedamos tú y yo solas descubrí una maternidad distinta, sin presiones, ni rabias, ni sobresaltos, tan solo la alegría de tener a mi lado un trocito de vida a quien entregarle el mejor de los tesoros: este amor infinito que me infla el corazón cada mañana. Ser tu abuela ha sido una dispensa del destino que agradeceré hasta mi último suspiro.

¡Y mira que no quiero hacerte llorar, eh! Que para eso están esos alaridos flamencos que matan de tristeza a cualquiera. Solo quiero que sepas que estas líneas y esa maceta que te dejo llevan la esencia de este sentimiento puro que intento describirte.

Te imagino liada porque te has convencido de que no eres capaz de cuidar a mi Fe. Puedo verte revisando todo lo que se ha escrito sobre flores parecidas y preguntándote cuál sería mi secreto para mantenerla con vida. No desesperes, yo me hice las mismas preguntas hace más de 50 años. Como te lo conté tantas veces, en mi familia nadie sabía mucho de la Tatarabuela Pilar, la americana. Aquello de que las mujeres de la familia nacían con el instinto para cuidar las flores era solo una leyenda que había sido alimentada por cuatro generaciones, y de la historia de su llegada a Sevilla en el mismo barco que la abuela Pilar, nadie conocía detalles. Y bueno, ya me conoces. ¡Yo, como Santo Tomás! Y como no tenía internet, me zambullí en los Archivos de Indias. Allí descubrí el Diario Marítimo de La Vigía de febrero de 1823, en donde aparecía ese pequeño párrafo que ya conoces:

Entró al puerto de Cádiz el 14 de febrero de 1823 la fragata española nuestra señora del las Nieves, alias la Fama de Cádiz, maestre José María de Águeda de Veracruz y La Habana en 28 días con azúcar, añil, polvo (tabaco), cacao, palo (de tinte), 534 966 pesos fuertes en oro y plata, 276 marcos de plata labrada a los señores Puente Hermano y Cía. Pertenecientes a Don Alejandro Carranza Figueroa y Doña María del Pilar de Liendo de Carranza: tres baúles de madera y plata labrada, 1 vasija de flores violáceas y 228 983 pesos fuertes en oro.

Lo que no te he contado aún es que esta pista me llevó en un camino insólito y al secreto mejor guardado de mi familia. Desde entonces, me he pasado la vida tratando de enmendar un error que marcó tan profundamente la vida de la abuela Pilar que ha perforado las capas gruesas de nuestra historia familiar. Tu última visita y tus preguntas sobre el cuidado de Fe, me confirmaron que ya estás lista para recibir el testigo y que seas tú quien continue esta carrera.

Tan pronto como puedas, regresa a Sevilla y llévate a Fe contigo. En el sobre verás el número de acceso a mi caja fuerte en La Caixa de Plaza del Altozano. Allí encontrarás el complemento de esta herencia bizarra que mi familia no supo entender y las razones de mi amor desmedido hacia esa planta que ahora es tuya. No sientas miedo, Fe es caprichosa, pero cuando descubra quién eres no le va quedar otro remedio que amarte como lo hago yo.

Mi niña adorada, agradece tú también al destino este trozo de vida que hemos compartido juntas. Yo estaré esperándote en las esquinas de cada recuerdo.

Te amo infinitamente.

Mamá Pili.

Mientras buscaba un pañuelo para limpiarse las lágrimas, vio en la pantalla de su móvil el anuncio de tres llamadas perdidas y un mensaje de voz.

  • –Hola Catalina, soy Alberto, el chico del tren. Fer, mi amigo del vivero, me acaba de leer tu nota. Ya voy en el tren de regreso a Sevilla, pero llámame a este numero cuando quieras, yo encantado te ofrezco un café y todo lo que necesites para salvar a tu Fe.


Capítulo II

VI

El barco saldría en las primeras horas de la mañana, tal y como lo había acordado con el traficante de café que cubría la ruta Veracruz-La Guaira. María del Pilar había conseguido vender las últimas fanegas de cacao que habían sobrevivido al incendio y se embarcaba junto con aquellos sacos en un viaje que sabía no tenía regreso. A casi un mes del trágico accidente, su ánimo la apresuraba a alejarse de ese pueblo maldito enclavado en las montañas de un país que no sentía suyo. Su sangre aún hervía de impotencia y esperaba con ansias regresar al mundo civilizado que la esperaba al otro lado del Atlántico. Quería apurar al futuro para que de un soplo borrara para siempre este presente triste que se empeñaba en acompañarla.

Gracias al buen nombre de su familia, había conseguido salir de Chuao hacía La Guaira en cinco botes cargados con los restos de su herencia: doce fanegas de cacao, once de café, 25.563 pesos fuertes en oro y una sensación de derrota que en tan solo tres semanas ya había hecho callo en su alma. En las noches que pasó en La Guaira a la espera de su próximo viaje, no lograba conciliar el sueño, y cuando finalmente lo hacía el incesante recuerdo de la hacienda en llamas, la discusión con aquella esclava rebelde en medio de centenares de gritos pidiendo auxilio, la despertaban en un sobresalto.

Le costaba admitir que todo aquello había sido su culpa. La Concepción, la hacienda que vio crecer tres generaciones de los Liendo de las Casas y ostentaba la plantación más importante de cacao de la región, había quedado reducida a cenizas gracias a su orgullo. Cuando el remordimiento la carcomía volvía a leer la carta de su tío Francisco, quien le recordaba que por encima de cualquier error, era una Liendo y que en las costas de México la esperaba un matrimonio en el seno de una buena familia de Sevilla y el regreso definitivo a España.

Desde el puerto veía a los peones montando la carga con la parsimonia de la tarde. La misma escena de preámbulo a su primer viaje en barco. Tenía apenas ocho años, cuando acompañada por su padre cruzó el Atlántico para reunirse con sus tías abuelas, quienes le inculcarían los buenos modales y costumbres de la alta sociedad andaluza. “Nunca debí haber regresado a Chuao”, pensaba trece años más tarde. No pudo evitar preguntarse cuán diferente habría sido su vida si sus hermanos no hubieran decidido traicionar al Rey y morir defendiendo la causa de los patriotas.

  • –Tus hermanos han sido timados por esos arribistas y no puedo quedarme atado de manos – le dijo Don Jerónimo mientras la fragata proveniente de Cádiz atracaba en la bahía de Chuao – Sé que es mucho pedir para una señorita que está lista para casarse, pero tendrás que cuidar a tu madre mientras traigo a tus hermanos de regreso.

Don Jerónimo le repitió que su tío Francisco ya estaba en conversaciones para conseguirle un buen matrimonio y que en tan solo un par de años regresaría primero a Veracruz y luego a Sevilla. No tuvo más remedio que obedecer a su padre. Los dos últimos meses que pasó con él, aprendió en la hacienda la información básica para hacerse cargo de la plantación, las rutinas y responsabilidades de los ciento veinte esclavos que estarían a su mando y los compromisos con la Obra Pía. “… y si tienes cualquier duda, siempre puedes recurrir a la hija de Antonia”, así terminaban todas las lecciones de su padre.

Mientras Don Jerónimo se esforzaba por que memorizara cada detalle, María del Pilar pensaba en la boda veraniega de Lucrecia Figueroa con el hijo mayor de Don Felipe Larios. Cuántos otros festines se perdería a causa del egoísmo de sus hermanos. Pero el tiempo que es necio y quizá por eso sabio, permitió que el empeño de su padre y la rudeza de cada jornada la moldearan como la nueva patrona de La Concepción.

Todo aquello le parecía tan lejano. ¿Cómo había llegado hasta allí? Qué fuerza inexorable la había cegado al tal punto que había ignorado todas las señales que apuntaban a la tragedia que se aproximaba. Es cierto que aquella tierra no significaba nada para ella, tampoco el cacao, ni las historias que había oído de pequeña. Pero entonces ¿por qué la sensación de derrota? El recuerdo de la discusión que provocó el accidente no dejaba de resonar en su cabeza en un zumbido inagotable. Tomó su sombrilla y pidió que le trajeran su caballo.

–Me alegra mucho que esté aquí, Doña María – la recibía Don Lorenzo Laza en el salón principal de la Caja Real de La Guaira.

–Solo he venido para reiterarle mi agradecimiento. Mi familia estará para siempre en deuda con usted – respondió.

–Faltaba más, Doña María. La deuda es mía, no podría hacer otra cosa que sacarla de aquí luego de semejante tragedia. Junto a su padre y su tío Francisco, fuimos de los primeros criollos en regresar a América. Sin la familia Liendo de las Casas, estaría limpiando mástiles en el puerto.

–Mi padre guardaba gratos recuerdos de aquella época. – apresuró la conversación – Mi barco zarpa mañana y quería asegurarme que todo este en orden.

–Como lo dispuso Don Francisco, La Concepción pasará a manos de la Iglesia de Chuao como parte de la Obra Pía. Solo debe firmar con su nombre completo en esta línea – le señaló el pergamino y le extendió la pluma – Doña Catalina, que Dios tenga en su Gloria, estaría conmovida con vuestro gesto.

–¿Eso es todo? – Preguntó incomoda por el comentario que aludía a su madre.

–Sí. Disculpe usted, no fue mi intención incomodarla – se excusó – Mi asistente salió a caballo esta mañana por la montaña junto con los hombres que me pidió que contratara para reconstruir la casa grande y hacer un sondeo de la plantación. Cuando regrese la comitiva, le enviaré un informe a Don Francisco.

–Se lo agradezco – respondió.

Pensó que al salir de allí sentiría su cuerpo más liviano, como si la firma de aquel papel borrara de su historia el ataque de codicia que había sufrido y que la había llevado a sustituir una fructífera plantación de cacao por un incierto sembradío de café. Pensó en su última discusión con los peones de la hacienda y en aquella mocosa quien siendo esclava había creído tener la autoridad suficiente como para revertir sus órdenes. Si bien era cierto que ella y Fe habían crecido juntas y hasta compartido juegos en La Concepción, no tenía derecho a contradecir sus decisiones y mucho menos actuar a sus espaldas. Fue ella quien trajo la antorcha y la rabia contra el café.

Ya en la cama, en su cabeza revoloteaban recuerdos sin sentido. Sabía que estaba tratando inútilmente de unir puntos para justificar sus actos y buscar una absolución. Pero el zumbido que la había acompañado todo el día, se había convertido en una voz nítida y por primera vez pudo entender lo que su conciencia intentaba decirle: Fe era el alma de la plantación y fuiste tú quien lanzó la primera chispa.

SINOPSIS

Los padres de Catalina murieron en un accidente de tránsito cuando sólo tenía 15 años. Desde entonces, su abuela se convierte en la persona más importante de su vida, una mujer coqueta y extrovertida quien pasó muchos años de su juventud viajando por Venezuela y cuyo mayor tesoro era una planta de casi 200 años.

Una madrugada de invierno, Catalina recibe una llamada desde Sevilla anunciando la muerte de su abuela y la noticia de una herencia poco convencional. Fe, una maceta de flores púrpuras, es el regalo póstumo de su abuela y el boleto para un viaje al pasado en el que descubrirá sus orígenes sudamericanos y un secreto de familia celosamente guardado por seis generaciones.

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