Las manoletinas moradas

Las manoletinas moradas

El paisaje había cambiado. Lola debía esa visita a Anabel. Enfermera local atendía especialmente a sus padres, ancianos, porque ella estaba fuera. Ana vivía en la plaza nueva, cerca de ellos, donde la antigua serrería. En los troncos, decían de chiquillas. Los jóvenes iban ahí al caer la tarde, para beber, fumar, demostrarse amor o compartir la mutua efervescencia de su pubertad pero sobretodo a ser grupo. Se contaban muchas historias de los troncos.

Lola recordaba especialmente un verano. Era una niña. Las bolsas de patatas fritas, con pocas variedades aún, escondían pegatinas de Naranjito que acaban por el suelo. Acontecían los mundiales de fútbol, el pan y circo de un país cuyo segundo deporte, tras éste, eran los prejuicios, juicios y cotilleos. Tras cuarenta años de férrea dictadura católica, hacía uno que la ley del divorcio devolvía a los españoles el derecho a rehacer sus vidas. Eso no evitaría el reojo a las fulanillas, ni fulanas decían, que sin entierro por medio pretendieran el calor de un regazo distinto del legítimo marido, el primero.

En una España cautiva de su moral, cualquier historia que hurgase en esto tenía éxito. Y los troncos daban mucho juego. Aquel verano el rumor más jugoso fue el de una muchacha casquivana que se iba a los troncos con los chicos para dejarse tocar. Decían de cinco, otros que más. Unos que una vez, otros que siempre. Sin precisar siempre cuánto es. No había nombres, de los chicos no. De la chica varios, alguno con acierto.

También recordaba Lola que aquel verano se pusieron de moda unas manoletinas moradas. No eran tiempos de caprichos y lo nuevo indefectiblemente, fueras creyente o no, se dejaba para misa. Una tarde la madre de Lola cedió ante la pesadez de la niña y le compró el antojo. Tampoco pudo evitar que bajase como loca esa misma tarde para estrenarlas a la calle.

  • Cuídalas o me enfadaré, le advirtió.

Las trajo embarradas. Cosas de críos, dijeron más tarde. Pero entonces su madre cumplió la amenaza sin escuchar. Ofreció a la familia un desmesurado despliegue de indignación que, gracias a su depresión, había ganado en teatralidad. Esta vez Lola se encerró en su cuarto y los años pasaron sin interesarle salir. Se volvió rara, desprestigiante, reclamaba su padre. Las amigas se aburrieron de llamarle y allí encerrada se convirtió en presa fácil para el abuelo quien se fue creciendo en su labor de instructor. Vivía corrigiendo a la niña. Ésta a tiempo, no como a su madre, para evitar en ella la malicia propia de su condición femenina e inculcarle la necesaria obligación de validar, con ostentosos títulos, su genérica insignificancia. Quizás así algún incauto despistado la pretendiese, sin avergonzarlo demasiado, por esposa. Un día, Lola, lo mandó todo al carajo y se fue.

Iba recordando todo esto camino a los troncos. Debía ir, se lo debía a Anabel. Los muros de los edificios de antes le susurraban de camino: tú sabes dónde vas.

Tenía un carácter alegre, que conservaba. Pero ya no permitía confusiones. Antes parecía una licencia. La tarde que manchó el calzado sus amigas jugaban al balón prisionero cuando ella llegó y nadie interrumpía partidas hasta terminar. Otros amigos del barrio, también a medias de la suya, mas estos con verdad o atrevimiento, sí le dejaron participar. La llamaron y fue. Los acompañó a los troncos y de pronto se vio rodeada de ellos, sin aire, sin ropa…

Los rayos de sol se filtraban entre los cuerpos acariciándole la cara. Estaba morena del verano y tenía muy reciente esa sensación cálida, junto al mar, al atardecer. Cuando la gente se va y hasta el agua parece más tranquila. Se sentía allí y en la nada. Ahora no existía el tiempo. El instante y la eternidad eran la misma ausencia. Su cuerpo estaba inmóvil, como en casa. Conocía esa sensación pétrea, estática, de cuando el abuelo se apoderaba del domicilio, de sus habitantes, de decisiones, pensamientos o de cualquier movimiento de ellos, a base de decibelios. Ante los insultos a las mujeres por el simple hecho de serlo. O la servil admiración del padre de Lola por su triunfador suegro que lo convertía en un vergonzoso lacayo afirmando como un eco. Ella siempre se quedaba inmóvil. Ya pasará.

Sintió el fresco de la tarde. Hubiera agradecido alguna prenda. Le tocaron de todo.

De pronto la charla de unas mujeres, paseando cerca, la sacó de su letargo. ¿Cuánto llevaba ahí? Sola, desnuda. Cogió su atuendo lanzado antes con molestia sobre un charco. Se vistió despacio, sucia. No estaba allí. Hasta que cogió las manoletinas:

Qué pena, recién estrenadas, llenas de barro.

Los chicos la esperaban con otros, acechando su portal, para reírle al paso. Ellos olvidarían la hazaña. Irían pronto a por nuevas aventuras dejando ésta atrás. Con los años disfrutarían de motos, coqueteos con lo prohibido, escarceos con mujeres y la normalización de sus vidas en respetables familias. Ella felicitaría a sus madres cuando estos les dieran nietos, haría gracias a sus niños y se presentaría a sus mujeres como una amiga de la infancia de sus maridos. Porque todo había sido una cosa de críos.

Cerró el portal dejando tras de sí aquella experiencia para reencontrarla de vez en cuando en el anecdotario del pueblo con los ornamentos propios de cada narrador. Sólo un elemento común: la chica siempre era más golfa que una perra. Escucharía esa historia a veces anónima, otras despistando la duda ¿Eras tú?. El rumor estaría tras los excesos de los muchachos que buscaban propasarse creyendo que todo el monte era orégano, en las confesiones clandestinas y la negativa pública de amor de sus admiradores, que los tuvo, y en la defensa ante todos de un vecino de su edad, para siempre, su héroe.

Dos Robertos, uno el hermano de Ignacio, Jorge, Alberto y Francisco. Cinco, fueron cinco. Ella sí sabía sus nombres. Y el de la casquivana, también. Hasta los apellidos.

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