El olor de aquél suculento plato me hacía viajar en el tiempo y en un solo suspiro ya me encontraba en su cocina. Todo estaba igual que lo recordaba e incluso era capaz de percibir el olor a manzanas asadas que inundaba toda la estancia. Con mucho cuidado me acomodé en una esquina y, como si de una película se tratase, comencé a visualizar numerosas escenas interpretadas por la niña que fui hacía muchos años atrás.

En una esquina de la gran mesa, la pequeña se divertía quitando los gorgojos de los puñados de lentejas y arroz que su abuela le preparaba para espulgar. La veía charlotear, reír, preguntar, canturrear y, sin ningún remilgo, espolvorear la harina que su abuela añadía al tamiz. Con su pelo negro y largo, manchado con el fino polvo blanco, esperaba encontrarse con los pequeños bichitos y aplaudía su encuentro como una gran victoria.

En otra esquina de la mesa, la niña untaba aceite para hacer piruletas. Colocaba palillos de dientes en posición y distancias perfectas según las indicaciones de su abuela que, con paciencia, vertía el azúcar quemado sobre ellos para regalarle a su nieta el más sencillo y divertido de los dulces.

Cerca de los fogones podía verme recogiendo palomitas del suelo, esperando con sorpresa a que alguna otra rebotara hacia el techo y cayera a la velocidad de la luz. Mi abuela me preguntaba si las quería con una pizquita de sal o con azúcar y yo dudaba ante tan complicada decisión.

Buscando los ingredientes en la alacena me preparaba sola la merienda y me deleitaba junto al pan crujiente, el ajo picante, el aceite, la sal y el rojo pimentón con el que jugaba espolvoreando desde bien alto para ver cómo se derretía y cambiaba de textura y color al llegar al pan aceitoso.

Sabía que no me quedaba mucho tiempo en el viaje y no quería volver sin echar un último vistazo a aquella cocina e inhalar la mescolanza de olores apetitosos y exquisitos. Quería embriagarme de los recuerdos de aquellos sabores dulces, salados, picantes, fuertes y empalagosos que inundaban las cuatro paredes, no quería irme.

Quise despedirme de mi abuela pero ella seguía interpretando escenas con la pequeña y, al suspirar, el viaje acabó y me llevó de vuelta al plato. Pero sé que al cocinarlo consigo el billete directo a aquella cocina.

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