Agotado del largo viaje, en imprecisas horas de enero en un verano extravagante, me encontré sentado en una vieja cantina. Permanecí inmóvil por eternos minutos, solo, con mis latidos en la sien y un cigarro a medio prender. Ante mí, posaba la calle Sargento Lores, el río Huallaga y la selva Amazónica.

Pronto la abstracción cobró peaje. Enmudecí ante la antigua vanguardia de ese pueblo, ausente de revoluciones y sin años que contar. Vi el amarillo de cientos de vidas prudentes y decentes, tan lejanas a mi vulgar capital, por primera vez, vecino de una geografía honesta.

Ese día cargué en mis hombros una culpa como del que pide perdón al paisaje, a la selva y sus vidas prudentes; cargaba cientos de kilos de tristeza y mis rodillas temblaban. Fue mi vida, reflejada en la inocencia de aquellas casas de una sola planta, tan absurdas como la semántica. Fue mi padre, enterrado en la capital que me dejó la sorpresa de conocer su pueblo. Tan decente.

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