Las vísceras del roedor brillaban en la comisura de sus labios. El hedor penetrante era vomitivo, pero él masticaba el emparedado sin asco. Se sentó al borde la acera para terminar más cómodo su almuerzo. Lo rodeaba un cúmulo de desperdicios y alimañas. El camión del aseo no pasó por allí anoche. Las moscas estaban de fiesta. Pululaban de un lado a otro. Disfrutaban su orgía maloliente: conchas de cambur, restos de tomates podridos, huesos de pollo y otras menudencias con un origen difícil de precisar por su avanzado estado de descomposición. Él parecía indiferente ante ese paisaje, indiferente ante lo que se llevaba a la boca. Se sabía observado. Levantó la vista y nos sonrió.

Ese gesto no lo olvidaré jamás. Los ojos refulgentes, la piel escarchada, mustia, mordida por la miseria. Sus dientes, incompletos, eran peculiarmente blancuzcos. Se dibujaban hoyuelos en sus escuálidas mejillas. Tenía una evidente cicatriz cerca de su ceja izquierda. La barba a medio poblar rematada un cabello negro voluminoso. Me vio fijamente con sus hermosos ojos ámbar. Afloraron dolores indecibles, penas añejadas, culpas perdidas en el tiempo y escurridas por las alcantarillas de una ciudad que le escupe su rencor. No sé su nombre. Pero, ¿acaso importa? Es un sin nombre. Es una estadística. Es un error de la civilización. Bajó la mirada de nuevo a su sándwich. Se chupó los dedos. No quería perderse el bagazo de las húmedas y fibrosas entrañas de la rata.

Yo lo miraba ausente. Sin ninguna expresión evidente. Me sentía lívido, como un maniquí, a diferencia de mis compañeros de viaje en este autobús vía al centro de Caracas. Ellos sí que tienen emociones. Se ríen a carcajadas. Mira, se está comiendo un perro caliente de rata. Eso es lo que vamos a comer ahora los venezolanos. No es “lo que vamos a”, pensé yo. ¿Acaso este sin nombre no es venezolano? Eso es lo que estamos comiendo los venezolanos. Así suena mejor. Y es que él es él y todos a la vez. Él es toda una sociedad perdida en caminos sórdidos. Andamos y andamos, siglo a siglo, sin encontrarnos, sin brújula, con afanes que nos dejan vacíos, que nos llenan de superficialidades, que nos convierten en miopes del futuro.

Relájate, hermano. Es puro chalequeo. Oí. Volteé el rostro y percibí una figura joven. No tendría más de 25 años. Estaba sentado a mi lado. Lo detallé por unos segundos. La gran gorra que decía Caracas le ensombrecía el rostro, pero dejaba entrever una barba poblada y una mueca caricaturesca. Seguramente se sorprendió ante mi auscultación. Tú sabes que aquí los problemas nos lo tomamos con soda. Ante esa acotación, volví en mí. La inercia de entablar una conversación sin sentido me llevó a susurrar: sí vale. Luego, lo ignoré. Me repugnó. Me dio un viaje a tierra, me deslío en esa sensación que me agobia: soy un extranjero en mi calle, en mi urbe, en mi país.

Somos puro chalequeo, pensé. Banalizamos hasta las peores circunstancias. Eso es bálsamo en coyunturas duras, pero es dantesco cuando se trata de la tribulación ajena. Nos convierte en simulacros de seres humanos, en cosas. Y no me excluyo. Soy culpable. Justos pagan por pecadores, decía mi profesora de Castellano. Todos somos responsables. El suelo de esta acera que tantas veces he recorrido no nos merece. Me recrimina, me señala, se queja de mi paso apurado, de mi paso diáfano de miedo a la sombra que me sigue, al extraño que me mira, al otro, al que te podría pegar un quieto a plena luz del día.

Luz roja. El semáforo detiene el autobús en la esquina. Dejo atrás un poco de mí, un poco de alegría, un poco de esperanza, un poco de fe. En ese momento, sube una señorona, piel de nácar, cabello negro recogido en una cola, la piel poblada de lunares y ojos verdes. De su mano estaba colgada una niña de unos 4 años, ataviada con prendas preescolares. Sus rulitos encandilaron el ambiente. Su sonrisa era contagiosa. Su carisma evidente. Siéntese aquí, le dijo otro pasajero. Gracias, señor, lo amo. Así respondió ella. Sin ton ni son. Así rajó a la oscuridad. Así me contagió de futuro en esta ciudad que oscila entre la belleza y la muerte. Luz verde.

Foto: Carolina Isava

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