Emigrar fue, por lejos, la peor idea de Jean. Peor que cuando decidió desayunar ese par de huevos que llevaban un mes en el frigorífico y peor que cuando hizo el amor con Marilú sin protección. Emigrar fue, por mucho, la peor de todas sus ocurrencias.

Si se puede decir algo en defensa del país al que llegó, Jean no hablaba correctamente el idioma ni tenía un aspecto demasiado agradable: le faltaban dos dientes y su rostro moreno tenía un par de cicatrices mal cosidas, lo que justificaba –ante los ojos nacionales– el trato hostil del que era merecedor.

Ilusionado emigró desde el calor de su tierra para llegar a comienzos del verano, buscando temperaturas familiares para «facilitar el cambio», según le aconsejaron. Al final, la encrucijada por una vida mejor no fue otra cosa que el verano más largo e infeliz de su vida. «Daría todo por un poco de frío», reflexionaba más tarde, culpando a los treinta y siete asfixiantes grados de su nueva ciudad de todos sus males.

Alcanzó a estar un par de meses en su nueva nación sin llegar a recibir ese añorado primer invierno. Bajo la sequedad aplastante, Jean se las arregló para hacer una cantidad increíble de cosas, como si del mejor verano de su vida se tratase.

Dio conciertos a miles de personas que, apuradas por llegar a sus trabajos, se detuvieron a oírle (seguro no tuvieron otra opción); consiguió suficientes envoltorios como para tapizar de colores todas las paredes de su cuarto y hacerla acogedora, e incluso, pensó en iniciar su propia empresa de reciclaje; probó las frutas más deliciosas y durmió bajo la sombra de robustos árboles aprovechando algún descuido del supervisor.

Jean intentaba mantener el espíritu en alto frente a la cuesta imposible que ante él se elevaba: atrapado en un cubículo de cemento que le costaba más de lo que ganaba, en una habitación hacinada sobre y bajo miles iguales, alineadas hacia el cielo –¡vaya paradoja!– en una ciudad horrible y gris. Muchas noches rezaba hecho un óvalo sobre el colchón hasta dormirse y muchas otras solía preguntarse cuál era el sentido de su travesía.

Sin embargo, la angustia ante las súplicas sin respuesta y la búsqueda de un propósito no eran nada en comparación al sentimiento de rechazo: ese fue el fantasma que lo persiguió durante todo el tiempo que estuvo en su nuevo hogar, fantasma que lo acompañó hasta que su verano terminó abruptamente.

Quizá tuvo suerte de nunca abrazar el invierno que tanto ansiaba conocer. «De lo que se salvó», pensaron sus amigos meses más tarde: varios de sus compañeros de viaje sí lo soportaron y más de alguno dejó este mundo en medio de tristeza, edredones viejos, techos de lata y lluvia helada recorriendo la nuca torcida.

Pero Jean no era una persona con suerte. No fue el frío, sino otro destino el que su nuevo país le había preparado la tarde del veinte de marzo a las seis, en el autobús camino a casa luego de otro largo día de intentos de trabajo.

–¡Me han robado! –comenzó a gritar una mujer que viajaba junto a él, mirando de un lado a otro con su cara huesuda–. ¡Me han robado!

–¡Silencio! –exclamó alguien irritado desde el fondo del bus.

–Señora cálmese. ¿Qué ocurre? –preguntó desde el frente el conductor.

–¡Le digo que me han robado! –chillaba tocándose los bolsillos con histeria–. ¡Mi teléfono! ¡No está!

–¡Silencio, señora! –vociferó fuertemente el conductor y todos los pasajeros se miraron–. Alguien llame a la señora, por favor. ¿Señora? Diga su número –prosiguió el conductor algo más calmado.

Al interior del transporte la tensión iba en aumento debido a los gritos agudos de la señora y las voces sobreponiéndose a ella en el intento de acallarla. Varios registraban sus propios bolsillos y la mujer rogaba que alguien discara su número para descubrir al delincuente con las manos en la masa.

Justo en el momento en que el teléfono empezó a sonar apareció en el suelo del autobús patinando sobre la carcasa plástica. El delincuente se había librado por los pelos. O tal vez la señora lo había dejado caer en un descuido. Fue Jean quien lo vio deslizándose de un lado a otro y orgulloso lo apuntó.

–Ahí está –balbuceó, pero había demasiada gente. Se agachó a recogerlo y lo entregó a la señora quien, para su sorpresa, comenzó a increparlo.

–¡Él lo cogió! ¡Ladrón!­ –acusó a Jean–. ¡Inmigrantes repugnantes! ¡Vienen aquí a robar! –los pasajeros asentían.

–¡Son violentos! ¡Ladrones! –voces anónimas se sumaban al altercado.

–¡Vienen a quitarnos lo que es nuestro!

–¡¡Son ladrones y asesinos!! ¡Bájenlo!

–¡Sí! ¡Fuera, ladrón! –sentenció la mujer. Jean no entendía lo que ocurría, pero para algunas cosas sobran las palabras: sintió todos los rostros volteados hacia él despreciándolo.

–Yo no, madame, yo no … su fono. –El español entrecortado de Jean solo empeoró la situación y la muchedumbre le impidió explicarse.

Los pasajeros gritaban enardecidos. El conductor no podía detenerse en medio de la carretera y a los pocos minutos, la paciencia se agotó. Lo golpearon con puños y piernas, mientras una joven gritaba desde su asiento que la ley protegía a los que se defendieran de los inmigrantes. Todos le daban la razón, a pesar de lo improbable que parecía la cita legal.

–¡Denle su merecido!

–¡Ladrón!

Cuando por fin se abrieron las puertas en la parada, la multitud lo empujó fuera como si de un bulto se tratara, abandonándolo en medio de una calle desconocida en una comuna desconocida de un país desconocido. Su cuerpo aguardó pacientemente, y no fue hallado sino semanas más tarde, bajo un montón de hojas y colores otoñales.

–De lo que se salvó –repetían los compañeros de Jean una y otra vez durante la vigilia celebrada en su memoria, consolándose mutuamente entre el castañeo de dientes, abrazados bajo mantas agujereadas a la luz de las velas–. De lo que se salvó.

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