Inventario interior

Inventario interior

Dashten Geriott

04/08/2020

MAGIA NEGRA

Debía de ser trece aquel viernes de octubre

en que las calles eran espejos de lluvia y frío.

Un día de lluvia, quién lo diría,

como si la muerte hubiese decorado las calles.

Te llevaba en mi cartera, dentro de una fotografía

que rescaté del último incendio de mi olvido.

La gente corría espantada, aún sin ser consciente

de que todo el temporal había sido tu culpa.

No les dije que esa era tu forma de dolerme,

de hacerte presente en esta ciudad embrujada,

de sellar tu ausencia con un hechizo

de espantar a todos porque a ti siempre te gustó

ser la protagonista de las tormentas.

¿Sigues teniéndole miedo a las tarántulas

o de eso también te olvidaste?

¿Qué tal tu claustrofobia

a los seis metros cuadrados de mi cuarto?

La luz… cómo explicarte…

la luz no ha podido olvidarte tampoco

y así sin que no estés

sigue proyectando tu sombra en las paredes.

Los libros de magia con tu nombre

están llenos de polvo y telarañas;

la última vez que los abrí

me provocaron pesadillas por semanas.

No sé si quererte, pero echarte de menos

ya no tiene ningún antídoto.

Y así sin poder recordarte del todo,

así con tu foto en mi bolsillo,

así con tu risa sonando de fondo,

te confieso que el único motivo por el que resisto

es por la esperanza de verte algún día,

vestida de negro o de vida,

para desvestirte con mis manos o mi boca.

Para que tu lengua y la mía bailen

al sinfín de esa nota aguda

a la que suena el infinito;

para que tus caderas le den vida

a las flores muertas de las macetas;

para que tus piernas se crucen con las mías

en el sueño noctámbulo de la gloria.

Yo vivo todavía, por si acaso.

Vivo por si quieres matarme

asfixiándome entre tus piernas,

vistiendo de sábanas los cuerpos

de todas las mujeres que fuiste conmigo,

de ninguna mujer que se quedó a mi lado.

Vivo por si te es insuficiente el sudor

y quieras mi saliva rodeando la isla de tu pubis.

Te recuerdo de tantas formas,

de tu tararear ausente cuando estabas triste,

de tu fumar tabaco en la terraza,

de tu bailar formando círculos

sentada sobre mi cuerpo.

Te recuerdo de tantas formas,

sin poder recordarte por completo.

Y aunque te dediques a perseguir sueños

que no conocen ni tu nombre,

aunque me quieras olvidar

bajo la sombra de cualquiera,

aunque beses otras bocas

y otros horizontes

te prometan futuros de playas,

quiero que sepas,

querida mía,

querida de nadie,

que soy el único hombre que se conoce

todos tus misterios y secretos

y que sigue creyendo, pese a eso,

que eres lo mejor que le ha pasado

a esta ciudad de ruinas y escarcha.

Clava el puñal en estos huesos,

ya no profanes tumbas de recuerdos;

vente con todas las heridas que te hiciste

por jugar a la ruleta rusa con la tristeza;

ven cargada de inseguridades,

ven con tus complejos, con tus miedos,

ven con tus oscuridades tormentosas,

con tus silencios pestilentes de tierra removida.

Ven.

Aquí los dos nos resguardaremos de la tormenta.

Será cruel y sucio, como la vida misma.

Pero también real y vivo,

como ese cielo

con el que sueña la muerte.


LUNARES

Veintiocho lunas y veintisiete soles,

como la cantidad de lunares en tu espalda:

cincuenta y cinco como presagio

del tiempo que pasaría sin ti

luego de haberte besado justo en el lugar

donde el silencio se hace canción

y la canción gemido.

Quise noches entre tus piernas,

quise playas por orgasmos,

coleccioné besos y abrazos

y la pieza ausente,

que siempre fuiste tú,

nunca dio señales de vida.

Aquellos que te vieron caminar

con esa falda de enamorar huracanes,

con esas piernas de musicalizar las calles,

con esos ojos de embellecer las ruinas,

con esa sonrisa de maldecir la tristeza…

aquellos que se enamoraron

del relámpago de tu escote,

del vaivén de tus caderas,

no sabrán nunca del dolor que dejas:

por cada calle que te recibe

hay varias ciudades que se mueren.

Se me ha muerto la metrópoli paradisíaca

del besarte al alba, comenzando por tu cuello

y terminando en un suspiro de satisfacción.

Se me ha muerto el pueblo escondido

de los dedos que recorrieron tus poros.

Se me ha muerto la isla húmeda

de las gotas que caían de la ducha

cuando el amor todavía nos gustaba juntos,

cuando al juntarnos se creaban las galaxias.

Te vestiste de noche y saliste a enamorar a las estrellas.

Siempre amaste la oscuridad por el misterio,

tal vez por eso el misterio

nunca tuvo la decencia de irse

y pasé días preguntándome si me querías,

si todavía, al cerrar los ojos,

pedías el deseo de un «nosotros»,

si la cama sin mí te aterraba,

si mi mano en la tuya era un signo de victoria.

Me hablarán de las nubes que enmascaran la luna,

me hablarán de los vicios abandonados en portales,

de las botellas que han llevado tu nombre,

de todas las copas en cuyo borde

escribí un «te quiero» con la lengua

imaginando como un idiota

que la vida mejoraba al besarte.

Me hablarán del frío del invierno,

del calor de los ascensores,

del maremoto de las olas,

de las ciudades heridas,

del dólar que ha subido tanto,

del euro que ha bajado mucho,

de todos los cambios monetarios

sin saber que lo más costoso de todo

es haberte tenido tan cerca

para luego ver cómo te ibas.

Yo me he quedado con tus cigarrillos a medias

y las volutas del humo reptaban por las paredes

tantos días fuera de mis márgenes mentales,

recordando que tenías cincuenta y cinco lunares

y fueron cincuenta y cinco los días de tu ausencia.

Hoy ya no quedan páginas para el recuerdo

ni alcohol para las heridas,

la oscuridad cubre totalmente la cúpula del cielo:

ya no hay luna y esta noche…

esta noche

ni siquiera tiene estrellas.

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