El sereno atrae moléculas de hielo que congelan todo lo que toca; la oscuridad entra hasta en los lugares inimaginables de su ser. La paciencia se ha hecho oportuna, la necesita, así como necesita amor, así como necesita atención y así como necesita voluntad. Es algo difícil de explicar, no tiene idea lo que siente, no sabe que quiere, solo piensa y aunque el frío se ha convertido en una confusión interminable de espasmos y gripe, no es suficiente para que olvide la situación en la que está.
Nadie, moderadamente malo, merecería estar en una situación así pero ella lo eligió, un día cualquiera cuando quería viajar sin moverse de su sitio, un día cuando quería perderse pero volver a encontrarse en el mismo lugar; un día cualquiera en el que prefirió evadir sus problemas en vez de enfrentarlos con seriedad y carácter. Pero, ¿quién es la sociedad para juzgarla? Está mal, hace tiempo que no sabe lo que es estar cómoda o bien consigo misma. En cambio de eso, cada día se hunde en aquel hueco sin fin del que no sabe si quiere salir, porque no sabe que encontrará afuera de aquella “zona de confort”. Día a día, recorre las calles, vagando sin un horizonte sin orientación, solo guiada de su extenuante deseo de su vicio, es su fuerza, es su motor… un combustible que poco a poco la acaba, demacra su aspecto, quema los motivos de vivir, funde su existencia.
“Me hubiese encantado pertenecer a un grupo de la alta sociedad, en vez de eso, soy despreciada por ella; ¿qué será de mi familia?, ¿qué será de mis amigos?, ¿a dónde irá mi vida? No puedo responder ninguna de mis dudas, no entiendo y la gente tampoco me entiende a mí. Temo despertar un día y darme cuenta que he envejecido, aunque no sé cómo me encuentro ahora, no me he visto hace tanto… ¿cómo luciré?” Que pensamientos tan patéticamente inteligentes de una persona que vive de esa manera, pero aunque no crean, sí, ellos tienen sentimientos, sí ellos son humanos y sí, se dejaron llevar por una mala decisión.
Se pierde la noción del tiempo, al principio las calles les parecen grandes edificios monstruosos mostrando sus garras, cuando todo esto comienza la vergüenza existe pero luego la necesidad es el doble.
Recuerdo haberla visto una mañana, hacía frío y sus brazos estaban totalmente descubiertos, su cabello lucía alborotado, sus ojos apagadamente rojos, sus uñas quebradizas y sucias; su cuerpo padecía de un mal aspecto, algo anoréxico. Fijé mi mirada en su existencia, ¿qué hubiera sido si no estuviera allí? ¿Médico? ¿Profesor?, ¿Asesina?, ¿Ladrón?, ¿Político? ¡Quién sabe! Sólo me dolía mirarla, supe desde aquel momento que nadie merece vivir así, y ¿quién tiene derecho a juzgar? Nadie, pero mis pensamientos giraban alrededor de que nadie podía acostumbrarse a eso.
Se fijó en mí, no sé si estaría consciente de ello, no sabía si ya conocía mis pensamientos, solo se acercó y como siempre lo hacía me pidió dinero, modestamente. Yo sólo sonreí, la miraba, sabía dónde iba a terminar ese dinero, no era para comer, no era para un refugio, era para su vicio, su maldito vicio. Perdí la cuenta de cuánto tiempo permanecimos mirándonos. Su vista parecía ir recobrando momentos antiguos, estaba segura de que ella miraba sin mirar, no podía mirar a quién le pedía limosna porque se avergonzaba de igual manera, pero el tiempo que tardamos observándonos fue tan significativamente corto que empezó a traer recuerdos del pasado.
Podía sentir lo que ella padecía, su mundo giraba como hélices de un helicóptero, las imágenes que sucedían fuera de su mundo se distorsionaban y su mente no encajaba con el paso del tiempo; sus sentidos se hacían menos efectivos y su falta de conocimiento sobre realidad o ficción se hacía más confuso. Lo imaginario se combinaba con su mundo de una manera extraordinaria, a tal punto que no sabía que era real, que era falso. Sus ojos emanaban una felicidad extremadamente dolorosa y solitaria, sus gestos se hacían más impredecibles y menos consientes, su mente volaba, y estaba tan acostumbrada a aquello, que no le gustaba volver y encontrarse con una realidad de la cual prefirió salirse un día.
El tiempo se acortó, noté que por fin me reconocía, sabía que era yo, sabía que estaba muriendo de felicidad aunque no lo demostrase. Lo único que mi cuerpo me permitió hacer fue correr a sus brazos sin importar nada y decirle: ¡Te hemos extrañado tanto, vamos a salir de esto!
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