La música de la salsería

La música de la salsería


Por décadas, la música de la salsería de la calle 72 abajo, cerca al mar y al río, estruendaba día a día, no en decibeles, como en toda parte se suele estimar el volumen del sonido, sino en megabeles, como se estila en mi Caribe. A los numerosos clientes sentados a las mesas, entre un calor más que estimulante y no pocas cervezas heladas, no les era posible departir por medio del habitual modo oral de comunicación; por lo cual, atraían la atención de sus contertulios valiéndose de toques y trataban de entenderse entre sí por medio de gestos y señas. Cuando les era imprescindible dialogar, también les era imprescindible salir de aquel tremedal, dando así, descanso a sus oídos.

Un buen día, dos nuevos clientes se unieron a estos fervorosos de la salsa: la linda Carolina y su novio, quienes con la mayor de las naturalidades obviaron la imposibilidad de hablar departiendo con fluidez en el lenguaje manual de señas. Hijos de sendas parejas de sordos, desde niños habían aprendido de forma intuitiva ese modo de comunicación, aunque ellos eran audientes.

A partir de entonces, sus años de interacción con los demás salseros permitieron también a los otros clientes cotidianos aprender a entenderse en lenguaje gestual, y estos tampoco volvieron a tener la necesidad de salir a platicar. A la larga, clientes, empleados y propietario se fueron habituando tanto a dialogar con las manos que continuaban hablando de esta forma aún durante los intermedios entre canciones; e inconscientemente, y con el paso del tiempo, cada vez con más frecuencia y en mayor número, abandonaban noche a noche el establecimiento en grupos que tomaban calle arriba charlando por señas, hasta dispersarse a sus casas.

Y el proceso se replicaba con los nuevos clientes que se fanatizaban por la salsa.

Solo cuando la vida ya iba muy avanzada, y no había nada por hacer, cada uno se fue percatando de que, aunque seguía siendo asiduo de la salsería, se había dedicado con tal entrega a sus charlas manuales, que no recordaba cuándo había dejado de oír la salsa. Ni Carolina, ni su novio, ni el propietario, ni ninguno de los empleados ni de los viejos clientes infaltables sabía cuándo había quedado sordo.

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