«ANGELINES»

Ella va decidida. Su mano estruja un pañuelo atado a la vieja usanza. Con sus cortos pasos se bambolea graciosamente mientras el rostro dibuja un rictus más propio de un pirata que de una joven algo diferente.

Se planta ante el mimo. Saca una moneda del pañuelo y la posa en el pocillo.

«¡Baila!», le espeta al hombre-estatua quien, sorprendido, inicia un movimiento constructivo sincopado.

«¡Baila más rápido!», ordena la muchacha. Y le tira varias monedas que rebotan en el suelo fuera de la manta sobre la que, a duras penas, el interpelado se retuerce intentando complacer a la espectadora impaciente.

«¡Ahora boca abajo!»

El pobre actor mendicante entiende que es mejor iniciar una retirada prudente. No así Angelines quien le persigue calle abajo lanzándole con impactante acierto el resto de las monedas que atesoraba para la ocasión.

«¡No huyas cobarde…!»

«BARRABÁS»

En realidad se llamaba Manuel. De pequeño surgieron comparaciones odiosas con un elemento de la cultura infantil: «Manolito gafotas». Eso hizo que su nombre fuera evolucionando a la par que crecía su odio por todo lo que le rodeaba.

«Manolín», «Manu», «Manolo»… Pasados los años y con unos kilos de más prosperó «Manolón».

Al aumentar su poder y debido a las malas artes empleadas se le conocía en toda la comarca como «Don Manuel», «El Don» o, simplemente, «Barrabás».

Era juez. Venal. Temido. Nadie osaba interponer contencioso alguno contra él pues se decía que estaba en contacto con las «Más Altas Esferas». E incluso que tenía pactos de sangre con el Diablo…

Ese día se cruzó ante el mafioso una escena jocosa: una joven perseguía a un pintarrajeado personaje quien esquivaba infinidad de monedas que le llovían intermitentemente.

Tal fue el ataque de risa que le produjo aquel espectáculo que «Barrabás» empezó a congestionarse hasta el punto del paroxismo. Cayó al suelo fulminado con un fuerte dolor en el pecho.

De inmediato salió de entre la multitud un hombre y comenzó a practicar una serie de maniobras golpeando en el pecho al caído e insuflando aire…

El casi moribundo recuperó el sentido.

Apenas habían transcurrido diez minutos cuando llegó la ambulancia gracias al aviso de una policía municipal que patrullaba la calle.

Don Manuel con un gemido dijo: «yo te conozco, eres aquel a quien condené a dos años de cárcel…»

El salvador asintió.

Y con un hilillo de voz el juez continuó musitando: «sé que tú no fuiste…perdón, perdón…»

La ambulancia se abre paso entre el gentío con la sirena a todo volumen…

«C 3 P O»

Es un gato vecinal. No se le conoce dueño pero siempre recibe alimento de personas bienintencionadas y de turistas ahítos de marisco y sardinas asadas.

El felino es amable y ronronea frotándose en las piernas de quien lo alimenta. Dicen que su presencia da suerte.

Ese día estaba sobre un tonel relamiéndose.

Miró sin dar mucha importancia a los sonidos y luces intermitentes que pasaron, fugaces, junto a él. El pescado era lo más importante en ese momento.

«DIMAS»

Haciendo honor a su nombre el descuidero está a punto de alcanzar el bolso abierto de la anciana que acaba de sacar dinero de un cajero automático.

El murmullo primero y la gran cantidad de personas arremolinándose despiertan la atención de la vieja señora. Va hacia las escaleras para ver mejor. Una ambulancia pasa rozando un tonel con un gato encaramado. Para evitar la posible colisión el conductor da un volantazo y el vehículo derrapa en dirección a la escalera…

La anciana resbala…

El ladrón ha alcanzado su objetivo e intenta retirarse con su botín pero su jersey se engancha en la pulsera de la mujer que, asustada por la ambulancia, da un traspiés. Dimas, en un acto reflejo, evita que aterrice en el suelo. Pero sí cae el sobre con el dinero. Y ante la multitud que les rodea el arrepentido restituye lo robado.

«Señora, esto es suyo. Se le salió del bolso».

Ella asiente mientras se deshace en elogios, a media voz, sobre la valiente actitud del héroe que ha impedido se rompiera la crisma y ha recuperado un dinero a punto de extraviarse…

«¡Joven, usted merece un homenaje!»

«¡Tenga, cómprese unas marañuelas!»

Y añade a su alegato un billete de curso legal que introduce en la camisa del pobre Dimas quien enrojece por primera vez en su vida…

«EVA»

Su compañera de patrulla anda ocupada con un asuntillo menor. Las licencias de los puestos públicos no están todas en regla. Siempre hay quien invade el acceso central destinado al deambular de los vecinos.

En esta ocasión hubo que llamar a Emergencias para trasladar a un enfermo con una crisis cardíaca.

Una mujer se empeña en que se haga un informe para declarar ciudadano ejemplar… ¡a Dimas!

Piensa que esa calle está sobreexplotada. Por ella circulan todo tipo de eventos: Carnavales, procesiones de Semana Santa, el mercado sabático…

Es vía natural para el acceso a la población de Reyes Magos, Farolero, Bandas de Gaites…

A uno de los puntos más emblemáticos de la Calle Braulio Busto llaman «El Paseín». Lugar del «Encuentro». El hábil acompañante ha de quitar el velo que cubre la imagen de la Virgen frente al Cristo: si es así habrá buena pesca…

Ahí se celebran conciertos al aire libre, junto a la fábrica de «Conservas Ortiz», ahora restaurada.

En unos escalones de piedra reposan sus memorias los jubilados. Quizá piensen en la gloria de la caza de la ballena. O en la espera del marido que faenaba entre las galernas del Cantábrico.

Eva deja correr un poco su imaginación y se ve zarpando hacia la Antártida en el «Idus de Marzo» goleta que inició desde el puerto de Candás aquella singladura septentrional allá por los años -80 del siglo pasado…

«Chrrr… chrrr… ¡Ven rápido! Chrrr… Algo pasa junto a la Sidrería Repinaldo… chrrr… ¡Parece que ha tocado la lotería de Navidad!»

Eva corta la comunicación y aviva el paso. Nunca se sabe qué puede pasar entre tanta alegría.

«Que sea para bien», se dice.

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