El extranjero del bar de Cuenca

El extranjero del bar de Cuenca

A mí, desde luego, venir a preguntarme por el ingresado en urgencias, ese tal Tomas Müller… Yo no lo conozco, porque él no es de por aquí. Creo que debe de haber estado parando más bien por la parte vieja, esa es la zona por donde paran los extranjeros cuando vienen a Cuenca. Ya sabe, por las casas colgadas, que si uno las ve desde lejos parecen celdas de colmenas asomándose a nuestro valle del Huécar. A mí me han contado que los extranjeros salen de paseo por allí, no se vienen a la parte nueva de la ciudad. Si es que esto no les gusta, ¡cómo les va a gustar con la cantidad de tiendas de chinos que hay!

Yo solo lo vi ayer, pero es un día que no se me olvidará tan facilmente. En la radio estaban poniendo unos boleros de los que no se los puede escuchar como música de fondo, hay que prestarles atención. Yo estaba canturreando en bajito, doctor. Rosi, mi mujer, que es la que guisa, estaba negra, por una gotera que nos ha salido en el váter. Esto ya no lo aguanta nadie, Antonio, yo de aquí a dos años a más tardar le echo el cierre a la cocina y me vuelvo a casa.

En esas estábamos cuando vi a un joven en la puerta. Tenía el pelo cortado a cepillo por un lado y un mechón muy largo atrás, tipo coleta, y unas gafas de pasta negra como las que llevan los ciegos. Pensé: ¡vaya, un punkies de esos! El joven se quitó las gafas y se quedó mirando las servilletas arrugadas y los huesos de aceitunas esparcidos por el suelo y yo aproveché para hincarle los ojos en la cara como hago con todos los jóvenes y les veo dentro de muchos años. Antonio, me dije, te has equivocado por las pintas. Este va camino de ser un ingeniero de la BMW o de la Mercedes.

Después de lo que le estaba haciendo sufrir la gotera a Rosi, que tiene la tensión un poco alta, me puse contento, la verdad, y seguí canturreando en bajito. Cuando ves que te entra gente así en el bar te emocionas, pensando que te van a venir más turistas de la parte vieja.

Bueno, pues a lo que iba, doctor, que de repente Tomas Müller pisó las servilletas y los huesos de aceituna y fue directo a una mesa donde estaban sentadas dos chicas. Se conoce que a ellas les hizo mucha gracia porque no le quitaban los ojos de encima. A ver si se pone la cosa bien y las invita a comer unos langostinos, pensé mientras me acercaba. Le pregunté con toda educación que qué le ponía. Esperé tranquilo a que me contestase, pero el extranjero lo miraba todo como si fuese la primera vez que entraba en un bar como el mío, ya sabe, hay gente que los llama bares de abuelo, pero bueno, a mí me gusta más decir un bar de los de toda la vida, en los que no tenemos platos cuadrados, ni vinagre de Módena. La comida de Rosi no tiene truco, no parece una cosa y es otra, que nadie se equivoque. Y si a alguien no le gusta, pues que no entre, se siente. Bastante tenemos mi mujer y yo ya con la gotera en el váter.

No sé qué le pasaría con las chicas, pero Tomas Müller se levantó y vino a sentarse a la barra. Miraba la carta de raciones con cara de: ¿qué tengo que pedir? Estuve a punto de decirle, hombre, pídete unas albóndigas, pero no sabía si a Rosi, que había andado con prisas por lo de la gotera, le habría dado tiempo a prepararlas. Y, doctor, vamos a dejar las cosas claras desde el principio, cuando pidió lo que pidió, me sorprendió, claro que me sorprendió. Pensé: ¡este extranjero no habla nuestro idioma, pero vaya si entiende de la comida española! Se lo digo porque a mí lo que Tomas Müller pidió me gusta mucho.

Era fabuloso ver cómo el extranjero se comió todo lo que había en la cazuela. Y esto último lo digo, por si a alguien le importa ahí en el hospital. Pero ahora se ve que pensó: ¡Qué me ponga lo más barato de la carta!

Antes de servirle la segunda caña de cerveza, le pregunté:

-¿Estaba buena?

Y le vi llevarse la mano a la tripa como queriendo saber si había comido callos, ya sabe, el estómago de la vaca.

Entonces, doctor, cerré el grifo, me sequé la mano en el delantal, y me la acerqué a la cara. Con el dedo índice me toqué el lóbulo de la oreja. Tomas Müller me miró con cara de haber visto de repente a un monstruo. La boca se le quedó bastante abierta al pobrecillo. Me miraba como diciendo: ¡Ay de mí! ¿Qué me has dado en esa cazuela? Si hubiese hablado español le hubiese explicado lo bien que le sale la oreja de cerdo a Rosi. Le hubiese contado que sofríe la cebolla en el aceite hasta que se reblancede, después echa la oreja de cerdo entera, eh, doctor, esto es muy importante, añade un hueso de jamón y lo cubre con vino. Luego hay que dejar cocer la oreja a fuego lento, tres o cuatro horas, hasta que la carne está tierna.

Y aunque yo no sé quién es Tomas Müller y de dónde ha salido y qué hace aquí en Cuenca, me dio tanta pena que le puse un aguardiente de hierbas. El extranjero se tomó el orujo y adiós. Salió corriendo.

Que a partir de aquí se fuera a un bar de copas, que haya acabado con una noche de borrachera, que le hayan ingresado en urgencias… A ver si voy a acabar siendo un asesino, oiga, doctor, que yo no intoxico a nadie. Es que estos extranjeros no tienen término medio. ¿Que ha tenido que atenderle un psicólogo, dice?

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