La mano derecha de mi padre

La mano derecha de mi padre

Louise Delacroix

11/12/2017

Tal vez el título os lleve a pensar que soy lo que suele llamarse «el ojito derecho» de mi padre, o lo que es lo mismo, aquel hijo sobre el que descansa gran parte de la responsabilidad familiar, por gozar de la total confianza del padre. No. No es eso.

En mi familia suceden cosas muy raras. Mi padre es carpintero y aficionado a la escritura. Solía presentar trabajos a certámenes literarios, en los que nunca tenía éxito. El día que uno de sus relatos fue seleccionado para su publicación, lo que implicaba la cesión de derechos sin ninguna contraprestación económica, montó en cólera, maldijo a todos los jurados del mundo y dejó de escribir.

Una mañana, alertada por los gritos, mi madre acudió a la nave contigua a la casa, donde mi padre tiene el taller. Cuando entró, mi padre yacía en el suelo con el brazo derecho sobre un gran charco de sangre. La sierra le había amputado su mano derecha. Los vecinos que lo trasladaron con urgencia al hospital olvidaron llevarse la mano y mi madre la encontró en el suelo, oculta bajo el serrín. La recogió con sumo cuidado y consultó al veterinario sobre lo que debía hacer con ella. El veterinario la sumergió en un líquido dentro de un bote de vidrio y se la devolvió a mi madre que decidió conservarla, colocándola en uno de los estantes del mueble bar tras una antigua colección de libros titulada «Grandes Obras Maestras de la Literatura Universal».

Después de un tiempo, mi padre adquirió destreza con su mano izquierda en el manejo de las herramientas pero nunca consiguió escribir con ella y eso le mortificaba tanto que cayó en una profunda depresión de la que no conseguía salir.

Mi madre, harta ya de lamentos y de repasar garabatos ilegibles, aprovechando que mi padre se hallaba en su escritorio cogió el bote, sacó la mano, la secó a conciencia y colocó entre sus dedos el bolígrafo preferido de mi padre que la miraba perplejo. Delante de él situó un taco de folios en blanco y la mano sobre ellos.

Mi padre, aunque desconcertado ante lo que estaba viendo, reaccionó.

—Pero mujer… ¿Es que te has vuelto loca?

La mano se enderezó y comenzó a escribir: «Pero mujer… ¿Es que has perdido la razón?

De nuevo mi padre gritó aterrorizado.

—¡No me puedo creer lo que estoy viendo!

Y la mano escribió: «¡Esto que contemplo resulta increíble!»

Mi padre nos invitó a salir, pero la curiosidad pudo con nosotros y nos quedamos tras la puerta. Después de unos segundos oímos a mi padre.

—No escribas esto que voy a decirte —gritó—. ¿Me oyes? Sé que este tiempo que has permanecido junto a los Grandes Maestros te ha servido para perfeccionar tu escritura. Pero no te consiento que escribas lo que te venga en gana. Si vuelves a hacerlo, yo mismo te meteré en el bote y te devolveré a la estantería. ¿Te ha quedado claro? Hagamos un trato. Tú escribirás lo que yo te dicte. Cuando hayamos finalizado te dejaré un tiempo para las correcciones, en el que gozarás de absoluta libertad. Ya veremos qué tal lo haces. ¿De acuerdo?

Tras un rato de silencio, mi madre y yo nos decidimos a entrar. Mi padre estaba sentado a la mesa y sobre ella se encontraba el bote abierto. La mano aún tenía el bolígrafo entre sus dedos y permanecía quieta. En el primer folio leímos las tres últimas frases: «Sí. Te oigo», «Me ha quedado claro» y «De acuerdo».

Ayer, mi padre apareció eufórico. En no se qué concurso había resultado ganador. Orgulloso, nos enseñó los comentarios plagados de elogios hacia su relato y nos pidió que lo acompañásemos para informar a la mano.

—¿Qué te parece?, —dijo, mientras le mostraba la noticia.

La mano salió del bote, cogió el bolígrafo y escribió lo que podéis leer ahí abajo.

Así es mi familia y podría contaros cosas aún más extrañas.

Fin

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