Escribo esta historia para recordarme que incluso en los devenires más inciertos existen acontecimientos asombrosos que obligan a poner en entredicho el significado de la miseria humana. El concepto como tal existe en el lenguaje cotidiano, en la retórica académica, en el discurso político, pero nadie sabe con certeza qué es; nadie puede definirlo en su esencia, porque al fin de cuentas cada individuo alberga una noción diferente de lo que implica.

Es de mañana, aunque lentamente se acerca el mediodía. En mi eterna desesperanza asumo la cotidianidad de otra jornada más. Tomo un bus cuyo trayecto me llevará a cumplir con mi deber moral de seguir intentando existir. Me siento detrás de una pareja y retomo la lectura del libro que todavía no termino de leer.

En un puesto cercano está una mamá con un niño, a quien la mujer que se encuentra al frente de mi silla sonríe. Habla alto, porque ansía ser escuchada; le dice a su amigo, marido, amante, que quiere un hijo, que le encantan los bebés y que sería una buena madre.

El ruido de su voz me desconcentra e inmediatamente me sumerge en sus palabras. Tiene que estar loca para poder pensar eso -me digo- mientras observo con asombro que el hombre que se está a su lado sonríe también.

Ese gesto, tan aparentemente simple, propicia que ella termine ofreciéndole aguardiente a los ayudantes del conductor del bus, quienes la invitan a sentarse en la cabina. La mujer se niega porque, según su respuesta, está acompañada de la persona que ama.

Al regresar a su puesto, el novio le hace un comentario jocoso sobre su falso matrimonio, actitud que ocasiona que ella aumente aún más el volumen de su voz para explicarle que es así, porque sabe que quiere pasar el resto de su vida con él, que no quiere dejarlo nunca, que desea ser su “esclava, complacerlo, darle lo que necesite porque la hace sentir segura”, como si fuera “dueña del mundo”.

En ese instante, tomo un esfero y empiezo a escribir. Mi intención es captar ese momento tan absurdo, quizás con el propósito último de enfocarme en algo que permita volverme a concentrar. Lo curioso es que nadie más escucha o al menos, nadie más hace el ademán de escuchar; sólo yo parezco interesada en su diatriba, sólo yo comienzo a sentirme ahogada, asfixiada, como si la ropa de repente me pesara más. Y es en ese punto cuando comienza a hablarle a él de su trabajo; señala con toda la calma posible un local sobre la 13, llegando casi a la 19, justo en plena zona de tolerancia. Allí –cuenta- hace su show de striper. La primera vez que lo hizo se ganó 15 mil pesos, dinero con el que compró media botella de aguardiente; desde entonces, quién sabe cuántas más …

Ella recuerda en especial a dos hombres: a un “peladito” que le ofreció dólares a cambio de su cuerpo y al ex-piloto de Pablo Escobar, quien le aseguró que le daría 100 millones de pesos si dormía con él. Ninguno de los dos lograron su cometido: el primero porque era horrible y no sabía qué le podía pegar; el segundo, porque creía que lo que le proponía era pura mentira. “No soy una prostituta. Yo me como lo que me guste. Pero mis clientes son fieles; siempre llegan preguntando que dónde está Tatiana”.

Extraña mujer a la que me imagino no le importa nada. Habla sin parar de lo duro del oficio, sin vergüenza, sin arrepentimiento, como si únicamente se tratara de una labor similar a la de un campesino que se rompe la espalda cultivando.

Extraña mujer que se confiesa ante un público que prefiere ignorarla, pero sobre todo, ante un hombre que la mira sin prejuicios, que parece aguantarla e incluso, quizás, amarla.

Extraña mujer, insisto. No creo que pase de los 24, aunque tampoco puedo saberlo por su rostro. Está vestida con ropa coreana de la que venden ahora en cada calle bogotana; tiene una blusa de fondo azul celeste con motivos geométricos en negro y naranja. La tela es arrugada y los bordes de la manga se tiñen de azul rey. Mira por la ventana, le grita a los transeúntes que quiere aguacate y que le encanta la ropa de Sisley.

Mientras habla sigue bebiendo aguardiente; no directamente de la botella, sino de una copa plástica que posiblemente la acompañe a diario. El líquido se acaba y el envase de Néctar termina posado sobre el asiento contiguo al mío. Aunque el trago se haya acabado, ella comenta que muy cerca queda la licorera de un amigo de su mamá que siempre ha tenido ganas de “hacerle la vuelta”. Pero es amigo de su mamá y por eso sabe de antemano que no puede tener nada con él.

Dos mujeres jóvenes se bajan del bus en ese instante; tal vez, igual que yo, se encuentran aterradas, con ganas de salir corriendo y escapar de ahí. Mi miedo, sin embargo, está impregnado de intriga. Todavía quedan algunas cuadras para arribar a mi destino y no creo que valga la pena bajarme antes. ¿Para qué?, si de todas terminaré llegando a donde debo llegar.

Tatiana tiene una mamá, tiene un papá y tiene una hermana o un hermanito. No la escuché bien. Es consciente de lo que posee, de su poder, de la profesión que carga a cuestas, de los atributos de su feminidad y principalmente, de la atracción que genera en quienes la observan.

Mientras escribo me pregunto si saldré sana de ese bus; si su charla no es un ardid para robarme, para robar a los pocos pasajeros que quedan. Pero antes de acabar de escribir la frase, ambos se bajan. La mujer se despide del conductor y de sus ayudantes agradeciéndoles con un piropo por haberlos llevado.

Me quedan unas cuadras más de camino y lo único que me ronda en la cabeza es que no sé cuál de las dos es más infeliz.

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