Las calles que perdimos

Las calles que perdimos

Louise Delacroix

10/12/2017

Suele decirse que cuando alguien regresa a la calle donde vivió durante su infancia no puede evitar que le asalten los recuerdos, todos ellos con un fuerte componente nostálgico y que al hacerlo rememora quizás los mejores momentos de su vida.

Mi calle se llamaba Agua. Allí vivía María La Bruja. Era una vieja que fabricaba colonias y siempre vestía de negro. Su casa era una habitación llena de botes de cristal, con potingues de colores. Alguna vez de las muchas que mi madre me mandó a comprarle, imaginé que me secuestraba para servirle de ayudante. No conversaba; solo preguntaba: ¿Rosas? ¿Jazmín? ¿Azucena…? Yo entraba nerviosa, respondía con el nombre de la flor en cuestión y no respiraba hasta que salía huyendo con el bote, después de entregarle la moneda.

Amador el de los nervios era distinto. Amador tenía una tienda de comestibles. El hombre permanecía siempre detrás de su mostrador. Cuando salíamos del colegio, desde la puerta de la tienda le formulábamos la pregunta obligada: Amador… ¿Hay nervios? Él sonreía y salía con unos pequeños recortes de la parte más dura del jamón. Esa parte que solo puede tragarse después de ser masticada durante varias horas. Siempre pensé que era demasiada casualidad que cada día, los jamones nerviosos de Amador, tuvieran el número exacto de nervios según los niños que le hubiéramos preguntado.

Estaba el taller de bicicletas. Cada mañana, Antonio el de las bicicletas, sacaba a la puerta ocho o diez, mientras dentro se afanaba en alinear ruedas, reparar pinchazos, tensar frenos… Supongo que la gente llevaba a arreglar su bicicleta y luego no la recogía por no poder pagar la reparación. Así ocurrió. Antonio, una vez en la ruina, devolvió las bicicletas a sus dueños y cerró para siempre su taller.

El loco siempre caminaba mirando al suelo. Creo que ninguno de nosotros sabía su verdadero nombre. Recogía colillas para fabricarse sus propios cigarrillos. Nunca respondía a nuestras provocaciones, ni a las de nadie; iba a lo suyo. Llevaba un cartucho hecho con una hoja de papel de periódico donde introducía las colillas encontradas en el suelo de la calle o en el bar. Después se sentaba en cualquier lugar, vaciaba el cartucho e introducía en él el tabaco, una vez extraído del papel.

Había también un tío con el pelo muy largo: El inglés. Nadie podía calcular su edad. Parecía joven por su forma de vestir, pero también parecía mayor. Tenía un acento raro a pesar de llevar toda la vida en nuestra calle. Fumaba unos cigarros que no eran rectos, con un olor muy diferente y vestía con ropas de colores. Tenía una guitarra y cantaba fatal, unas canciones que nadie entendía. De él se murmuraba que andaba escondiéndose de alguien o de algo malo que había hecho por ahí.

Y la familia esa tan estirada, que no permitía que sus hijos salieran a la calle para jugar con nosotros. Siempre se les veía limpios, como recién salidos de la ducha, y bien peinados. La niña menos; pero el niño nos miraba con disimulo y con una expresión entre desprecio y envidia. Llegaron sin que nadie les esperara y también se marcharon sin despedirse.

La calle era nuestra. El pueblo era nuestro único universo. Los niños de otras calles eran intrusos, al igual que nosotros en las de ellos. De vez en cuando espiaban desde la esquina y emprendían la huida cuando se sabían descubiertos, para refugiarse en su propia calle.

Alguien decidió en aras del progreso, que aquella calle, que aquel pueblo entero no merecía sobrevivir. Como si progresar llevara implícito la destrucción de todo aquello que fuimos una vez, para dejarnos sin historia. Un día nos marchamos de allí para que el agua lo inundase todo; para que nuestra historia quedara sumergida con nuestra calle y así también una parte importante de nuestras vidas. Para los niños significaba toda una aventura y no comprendían las lágrimas de los ancianos al echar la vista atrás; ellos quedaban despojados de sus recuerdos, con la misma crueldad que puede hacerlo la maldita enfermedad.

A veces, todavía puede contemplarse la parte superior de la torre de la iglesia.

Aún conservo mi carnet de identidad con el nombre de mi pueblo y de la calle donde nací. Supongo que si ahora me enviara una carta a mí misma, ésta vagaría por toda la eternidad de oficina en oficina o terminaría arrumbada hasta el fin de los tiempos en el cajón de las cosas que nunca tuvieron un destino definido.

El progreso destruyó a María La Bruja y sus colonias, a Amador y sus nerviosos jamones, a Antonio el de las bicicletas, al Loco con sus colillas, al Inglés, y a todos los demás que nunca volvimos a ser los de antes. El progreso también acabó con mi pueblo dejándome para siempre ese sentimiento de nostalgia, privándome así de la emoción que se siente al volver a pasear por las calles de nuestra infancia.

Fin

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