Ella buscaba su luna de miel. Sentía que él siempre se la había negado, que la había llenado de excusas y desencuentros, que su reloj no marcaba horas para ella. Por eso tan pronto como llegó a la conclusión que aún quedaba mucho por vivir, tomó esa maleta vieja y se deshizo de ella. Como los vikingos, le hizo un funeral a todos los recuerdos de esos años que parecían muertos tras días de nada. La maleta flotó hacia el olvido siguiendo la corriente. Escribió una carta para que ninguna de las ideas de todos esos años se le olvidaran. Una vez terminó las siete páginas de postergaciones y promesas incumplidas, las tiró al basurero y les prendió fuego. Miró por largo rato los discos de tapas oscuras mientras se preguntaba que los pudo unir por tanto tiempo. Ese día se quedó fija en su mente, el día que entendió que su vida no le pertenecía, que las pautas las dictaba desde el silencio y la omisión. No podía entenderlo. Ya no recordaba las campanas de semana santa ni el amor con vista al mar. Ya no recordaba que era el amor o sentirse feliz. Una vida propia, eso era todo lo que necesitaba.
Miraba la calle a través del ventanal del café. La gente pasaba, como cada febrero, embobada en el espíritu romántico de San Valentín. No lograba comprender. Sus pensamientos divagaban y procrastinaban sin encontrar una respuesta que, por evidente, no quería ver. No tenía miedo a morir, tenía miedo a que hubiese algo peor que eso. Quizás pensaba en sentirse muerto en vida. Consciente de que tu interior está vacío de toda esperanza y felicidad.
Cerró la puerta y lanzo las llaves a lo lejos. Caminó determinada a no mirar hacia atrás hasta subirse al taxi que la esperaba. Era tiempo de vivir.
Desembarcamos y tomamos un bus que tras dos horas de viaje llegó a nuestra primera parada. Era enero, pero la ciudad estaba a oscuras a las cuatro de la tarde. Frente al hotel había un restaurante de comida thai que incluía bar abierto. Nos fuimos a acostar después de varias horas de conversar sobre lo mismo una y otra vez. Hicimos el amor por horas y nos dijimos ardientes palabras hasta que amaneció. Ella se escabulló en mi sueño y al aroma del café nada recordaba de nuestra noche en llamas. Entendí, mientras ella miraba a la calle a través del ventanal del hotel, que nada volvería a ser como cuando las campanas de la iglesia adornaban nuestro amor. Que debíamos elegir entre poblar nuestra vida de recuerdos o quemar todo y empezar de nuevo.
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