Mandalas. Rojo, amarillo, azul, rojo, amarillo. Hace poco las descubrí en el Hospital Santa Cristina en la Calle O´ Donnell. Me gustan, me hacen parar, parar mi cabeza, mis recuerdos, mi vida.
Dicen que cada persona que aparece en tu vida, que te acompaña una parte del camino , te aporta cosas nuevas, te abre hacia una perspectiva diferente, no necesariamente válida o errónea, de forma que influye en ti de tal manera que va limando tu persona hasta el día de hoy, y así constantemente. Nunca dejamos de cambiar,evolucionar; pero solos no podemos.
Cuando ingresé en el Hospital Santa Cristina el 26 de septiembre de 2016, lo último que imaginé es que combinar colores repetitivamente iba a calmar mi ansiedad y, por qué no, mi cabeza trastornada.
Mi nombre es Camila Villa y llevo luchando contra la anorexia nerviosa 15 años, y en poco más de un mes cumplo 24. Esa idea me angustia bastante. No sé en qué momento se trastocó mi vida, o quizá, sí que lo sé.
Dicen que las experiencias vividas van minando la personalidad de una persona, incluso cabe la posibilidad de que la conviertan en una persona diferente, irreconocible.
En mi caso, siendo fiel a mi carácter rebelde, me rebelo contra esa afirmación o, al menos, eso vendo. Esta es mi historia.
De familia de estricta tradición militar, nací en Cartagena, Murcia; sin embargo no lo conozco. A los pocos meses de nacer destinaron a mi padre a San Fernando, Cádiz. Y fue así, destino tras destino como se ha ido sucediendo mi vida.
Cada uno de mis hermanos ha nacido en un punto diferente de España, menos el pequeño que nació en Londres. Ahora mismo vivo en Madrid, de donde son más de la mitad de mis recuerdos, donde me convertí en mujer de golpe, donde me di cuenta de la cruda realidad de la vida, el lugar donde perdí mi inocencia.
-¡Granuda, enana, gorda!-. ¿En qué momento había cambiado todo? Recuerdo cuando llegué al Colegio Huérfanos de la Armada (C.H.A), situado en calle Serrano Galvache, por primera vez. Todos los niños querían salir conmigo, me perseguían, me agobiaban.Sin embargo, estando yo cursando 2º de la ESO, no hay día sin que reciba un comentario desagradable, sin que rece porque no llegue nunca la hora del patio y rezaba por refugiarme de una vez en mi casa con mi madre.
El colegio de cuento en el que me lo pasaba en grande, pasó a convertirse en un auténtico infierno. Los insultos, las risas, las críticas a mis espaldas eran constantes. Yo solo quería llegar a casa y llorar abrazada a mi madre, a la que empecé a querer con locura, de una forma extremadamente dependiente.
Recuerdo que durante los años que viví en Nápoles, Italia, todo para mí era causa de alegría y diversión. Disfrutaba con cada mínima cosa, convirtiendo los pequeños detalles en auténticas aventuras. Pienso que durante esos tres años fui verdaderamente feliz.
-¡Granuda, gorda, enana!-. Estoy sentada en el patio del colegio del CHA. Un patio de recreo que durante la Guerra civil solían utilizar los huérfanos para sus adiestramientos bajo la tutela franquista. El caso es, que en ese patio de recreo histórico, los chicos solo se dedicaban a fumar y utilizar los baños para follar, por qué no decirlo. Y fue un día cualquiera en ese patio de recreo, donde tanto chicos como chicas me rodearon y se empezaron a burlar llamándome monja, monja de clausura, Don Pimpón, enana, deforme, culo pollo, granuda, que no ves que no tienes amigas, bollera…. Después llegaron los empujones, los robos del jersey de uniforme para colarlo donde yo no pudiera llegar, incluso escupitajos. Yo ese día, reconozco que salí corriendo, y confieso que esa fue mi primera huida.
Hace tiempo que no me relajaba tanto. Mi salida del Hospital Santa Cristina el 9 de enero de 2017, fue un triunfo para mí. Mi estancia allí duro poco menos de cuatro meses; no por ello dejaron de ser los cuatro meses más largos de mi vida.
A veces me pregunto como pude acabar allí, como me pude dejar vencer por las circunstancias y los reveses de la vida hasta el punto de intentar quitarme la vida.
Mis primeros días en el hospital fueron, cuando menos, curiosos. Unidad de trastornos de la conducta Alimentaria ( UTCA), situada a unos 400 metros aprox de la parada de metro O´donnell, por lo que podías muy fácilmente deducir el destino de aquellas pasajeras de metro.
Éramos 20 chicas con sus correspondientes problemas y mal humor y tres terapeutas a los que les encantaba sacarnos de quicio , más todavía, si cabe.
El tratamiento consistía en un desayuno, media mañana y comida, pero todo siempre muy terapéutico, claro. Estábamos divididas en dos comedores, controladas por dos enfermeras, Charo y Mari, dos mujeres regordetas que intentaban hacernos reír con auténticas sandeces, y por supuesto, no lo conseguían, por lo menos no conmigo. Digamos que su misión era la de vigilarnos tanto en comidas como en los baños. En las comidas, debía haber conversación, relajada y distendida, tal y como dictaba el psiquiatra, y por supuesto, no decir nada que pudiera dañar la susceptibilidad de alguna compañera. Pero, ¿cómo no puede dañarse la susceptibilidad de una persona a la que la mala leche le corroe? Me pregunto.
A día de hoy, no quiero saber nada de amigas, chicos o lo que sea, susceptible de hacerme daño. Decidí refugiarme en las calles Madrid y en la lectura. Sin embargo, no me siento como en casa, porque nunca he tenido un lugar fijo y estable al que volver, aunque sea por Navidad. Mi vida, por tanto, es una sucesión de paisajes, viajes, gente, alegría y dolor, mucho dolor, que me impiden enraizarme en lugar alguno, que no me dejan sentir las calles, las gentes, los barrios como casa, que soy incapaz de llamar hogar a nada. Pero cuanto lo deseo, sentir ese “Confieso que he vivido” de Neruda.
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