Quien me escuchara no me creería. Contar sobre las historias que nos contaba el Tata Mundano. Si, Tata Mundano le gustaba que lo llamáramos los chamacos en la ranchería. Una ranchería de no más de ocho casas, con un viejo y oxidado vagón de ferrocarril haciendo las funciones de escuela. Una escuela comunitaria atendida por una sola maestra que igual atendía las necesidades de preescolar hasta el sexto año.

Las escasas casas desperdigadas en un terreno accidentado y cubierto de una vegetación dominada por árboles frutales. Un arroyo amplio pero poco caudaloso se paseaba a un costado de la ranchería, separando las casas de terrenos más altos y llanos utilizados para reproducir las cosechas.

Y ahí, el Tata Mundano sentado cada noche como siempre, rodeados por los niños de la ranchería bajo un huizache, con la punta de los pies remojando en el arroyo mientras dibujaba figuras diversas sobre el tepetate fresco a la luz de la luna.

¡Les digo! – Decía con entusiasmo – ¡Que lo he visto! Ese Guajolote de Julia se ha subido la noche anterior a ese papayo – Y señalaba el papayo más grande de la ranchería.

Pero Tata – Replicábamos los más grandes ante el desagrado de los más pequeños que solo deseaban sumergirse en ese mundo fantasioso que dominaba èl. Y es que a pesar de que también nos agradaba escuchar sus historias, los que ya asistíamos a la primaria, sabíamos por dolorosa experiencia lo arriesgado que era querer encaramarse a un ciruelo, no se diga a un papayo – ¿Cómo podría ese monstruoso Guajolote treparse al papayo? –

¡Es verdad! – Insistía paciente, como quien sabe como compartir su tiempo con los niños – Les digo que lo he visto. Ha caminado tan ceremonioso, hinchando el pecho y esponjando esas inmensas alas. Subió por ese cerro no sin antes repartir espuela y picotazos a gallinas y perros – Y señalaba el cerro que separaba a la ranchería de los maizales.

¿Hasta allá? ¿Tataa? – Reclamó Chencho – Ese cerro esta relejos –

¡Ya déjenlo terminar! – Dijeron en coro los mocosos que era como llamábamos a los más chicos. Aquellos que solo iban a la escuela comunal a trazar garabatos para aflojar la mano como decía la maestra Cornelia.

¡Pues si! – Continuo el Tata con su relato – A ese cerro. Y es que para treparse en el papayo, necesita planear desde lo alto, que es lo único para lo que le sirven esas alas.

A querer y no querer, ya nos imaginábamos aquel armatoste de espeso plumaje aventándose desde el cerro, adornar la escena cómicamente, viéndolo girar con fuerza su pequeña cabeza para hacer a un lado el grueso y arrugado moco que colgaba por encima de su pico para no entorpecer su visión.

Y ya llegando al papayo – Dijo el Tata dándole un tono ceremonioso a su relato – Abrió esas alas tan grandes que taparon la luna de mi vista. Y todo lo que pude ver, fue su sombra majestuosa posándose sobre la última rama del papayo. Y ahí se quedo estático toda la noche –

Los pequeños abrieron la boca y los ojos desmesuradamente, hipnotizados por el suceso narrado por el Tata. Los mayores, volvimos con incredulidad la vista hacia la delgada y vidriosa punta del papayo, adornada por una cuantiosa cantidad de unas no menos frágiles ramas.

¿Y eso para qué? – Preguntó Chinto con curiosidad, otorgándole el beneficio de la duda.

Porque el señor Tlacuache anda cortejando las carnes del señor Guajolote – Contestó el Tata sonriente, mostrando su hilera de dientes blancos, blanqueados a fuerza de tallarlos diariamente con la cascara del coco recién cortado – Ese Tlacuache es todo un pillo y no se da por vencido tan fácilmente – Agregó – Ya lo descubrí practicando el salto que piensa lo hará alcanzar la punta del papayo –

¿Pero cómo? – Preguntaron los chiquillos preocupados.

Lo he visto aventándose del cerro, en el mismo punto donde salta el señor Guajolote – Dijo el Tata – Antes de saltar aspira con fuerza aire para hacerse tan liviano como pueda y luego hace girar con rapidez esa cola lampiña para buscar que lo impulse hacia arriba –

¿Y? – Dijeron los chiquillos invitándolo a continuar.

Creo que ha comido demasiado antes de cada intento – Dijo él – Ese peso no le permite llegar al papayo. Pero… –

¿Pero qué Tata? – Insistieron los niños.

Creo que pronto llegará a esa conclusión y entonces el señor Guajolote estará en problemas porque el papayo no tiene demasiadas ramas para evitarlo –

¡Tataa! – Volvió a reclamar Chencho con intención de aclarar sobre la estructura vidriosa del papayo, pero la turba de mocosos lo acosó con sus berridos hasta callarlo.

Tata – Hablo panchito el más pequeño – ¿Tonche peldedemos a cheñor Guolote? – Preguntó entre pucheros.

Bueno – Dijo el Tata – No tanto así – Corrigió para calmarlos como siempre hacía para darle un buen final a su cuento – El señor Guajolote tiene dos aliados muy poderosos a quienes el señor Tlacuache teme demasiado –

¿Quiénes? – Preguntaron entusiasmados nuevamente los mocosos.

He visto al señor Tlacuache observando al señor Perro y al señor Gato. Cuando el señor Guajolote pasa cerca de ellos, les ha visto platicar –

Ahí viene ese tlacuache gordo, gordo – Les dice el señor Guajolote

Sin decir nada, el señor Gato contesta moviendo los bigotes de un lado al otro, lo cual en el lenguaje del señor Tlacuache quiere decir “Por aquí me lo paso, por aquí me lo paso”

El señor Perro por su parte con sus ojos cerrados solo mueve la cabeza de arriba abajo, lo cual en el lenguaje del señor Tlacuache quiere decir “Ta bueno, ta bueno”

Vaya historias aquellas las del Tata. En nuestra imaginación conocimos desde un burro que podía desgranar maíz de una forma peculiar hasta un anciano que podía saltar desde un vagón a plena marcha y caer de pie.

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