La calle de sus sueños

La calle de sus sueños

Edu Gonzalez

07/12/2017

Desde el sillón que mece la pesadez de sus lustros, Serafín examina el polvo de la avenida a contraluz, mientras los millones de partículas terrosas, como una invasión de atomísticas naves alienígenas, se despegan del asfalto con el paso de los automóviles y se arremolinan en el caldeo atardecer de la ciudad, para posarse de nuevo en cada poro del paisaje.

La película del tiempo va dejando los contornos de su calle como cuadros segmentados de memorias sueltas, alojadas en su cerebro cual perlas de destellos fulgurantes atrapadas entre conchas de bivalvos.

Poco a poco, desatasca sus visiones. Recuerdos amurallados construidos alrededor del castillo de su alma para protegerla de la erosión de los años, arropándola con la cálida consistencia de sus propias emociones.

Cualquier tiempo pasado fue mejor; como dijo el poeta –rezonga para sí mismo.

Sera imaginación, quimera o vislumbre; pero desde esos pedacitos de su infancia íntima, en los más entrañables rinconcitos de sus recuerdos, doce casas majestuosas y vetustas, que exhiben sus portalones con hercúleas columnas de piedras adornadas de primorosas cenefas, derrochan umbrios reflejos sobre fuentes, rosales, acacias y frondosos helechos, tiñendo los pulidos adoquines de la vía con motas claro oscuras, y esparciendo susurros de brisa empapelados en una fragancia sublime.

Calma: sosiego que eleva el espíritu hasta los paseos románticos; y a las dimensiones hogareñas de las cenas familiares en patios de sombras sugestivas.

El autobús amarillo hace sonar una horrísona corneta alertando a un coche que casi lo embiste. El rechinar de sus frenos llega a sus oídos, amortiguado por la presbiacusia y la prolongada distancia de su perturbado anuario. El coche cruzó tan rápido por delante de aquellos ojos miopes, que la azorada rigidez de sus cristalinos apenas pudo distinguirlo.

-¡Oh! ese humo fosco y pegajoso que desprende ese cacharro. Todo lo ennegrece, todo lo ofusca –se enfurruñó Serafín-. Al final de la tarde tendré dificultades para respirar.

Que rítmico traqueteo el de la carreta de dos ejes de Ramón el verdulero, sobre los sobados adoquines de la anciana carretera. Su pregón mañanero con voz melodiosa y el acompasado tintineo de los cascabeles, colgando de los jaeces de su jaca, evocan silvestre andadura y bucólicos paisajes.

Poco tráfico. Era de esperarse durante el sábado santo.

-Este fin de semana saldré con mis amigos a jugar a la calle a las escondidas, a los agarrados, al líder –cavilaba Serafín.

-Esta cuadra es nuestra, no existe el peligro.

A veces, entre juego y juego, el niño Serafín ayudaba al negro Jesús a repartir el carbón que cargaba en un carretón de dos ejes chillones, y que vaciaba indefectiblemente en su entrañable calle.

El negro Jesús no es que fuera tan moreno, es que la carbonilla lo teñía de pies a cabeza.

A su mula le gustaba masticar las flores de los Hibiscus, y allí, bajo dos de aquellos arboles orgullosos que se miraban cara a cara desde lados opuestos de la vía, en la misma esquina, el cuadrúpedo desayunaba, a media mañana, un suculento plato de flores.

No transcurría una jornada sin que se extraviara la imaginación de Serafín entre casas gigantes, jardines animados de mariposas, jazmines, fuentes, mulas y adoquines.

Aquella, su calle, era su región fabulada. El lugar donde su fantasía se perdía entre abejas, caracoles y flores vanidosas de sus propios fulgores. Donde los pájaros competían por enaltecer sus trinos, acompañados por hadas y duendes que hacían lo posible por destacar la fuerza pictórica de sus plumajes.

¿Sera que aquel mundo realmente existió?

-Abuelo está oscureciendo –dijo su nieta acercándole los labios al oído.

Serafín realizó un mohín cariñoso y la espantó con la mano, como se espanta a un insecto molesto.

Su escrutadora mirada se perdió en la distancia.

En ese mismo instante, en la esquina, vio desplomarse la casa de doña Francisca y en su lugar nació un edificio.

Aquel contorno desangelado y angular se tragó todo el terreno. No quedo lugar para el Hibiscus.

Sintió una angustia asfixiante y desgarradora, un tajo en el plexo solar como el dolor lacerante e infinito de una auténtica puñalada. Creyó morir cuando una por una las casas señoriales de su calle hechizada desdibujaban sus contornos, y continuaban emergiendo, de la nada, geometrías monocordes, insulsas y execrables.

Una larga fila de vehículos rebosaba la ruta. Un camión averiado cortaba la circulación desde la esquina.

-¿Cuándo desaparecieron los macizos adoquines? -preguntó quejumbroso.

-Abuelo, eso fue hace mucho tiempo, yo ni siquiera había nacido. –Trató de consolarle la nieta.

Los ojos entristecidos de Serafín se pasearon desde el opaco asfalto hasta el último de los jardines; mustio, desarbolado. El único que resistía a duras penas el paso del tiempo.

-Aquí ya no habitan ni hadas ni duendes -expresó con senil desencanto.

Apretó ligeramente la mano de su nieta y dejó caer suavemente la cabeza hasta apoyar el mentón en el pecho.

La única hada que le quedaba le ayudó a pasar del sillón a la silla de ruedas.

Luego atravesó el portalón de imponentes columnas de piedra, llevándolo al interior de la última casa encantada: en la calle de sus sueños.

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