Mientras juego, recuerdo la huerta murciana a la sombra de un limonero y aquella  luz de una tarde de junio después de una dura semana de trabajo. Esos días me alojaba en la casa de labor de Encarna, una mujer emprendedora que criaba gusanos de seda, cultivaba los campos y alquilaba habitaciones rodeadas por los colores de sus verduras.

Estaba huyendo del ruido y la civilización y aquí disfrutaba del sonido del agua transparente de la acequia de riego que rodeaba la casa, del perfume de los limoneros y de vez en cuando, del aire impregnado de un ligero aroma a estiércol procedente de las granjas cercanas, que traía la brisa. Me encantaba estar allí.

La mujer se acercó para llevarme un plato de habitas tiernas crudas, recién cortadas. Tenían un ligero toque amargo y dulce al mismo tiempo, que me sorprendió y las acompañaban unas láminas de jamón ibérico y un vaso de vino tinto. Me propuso si quería cocinar paparajotes con ella, para la cena. ¡Otra palabra nueva!. Desde que llegué había aprendido las más variadas denominaciones a ingredientes y platos que conocía de otro modo: Perdices, marineras, matrimonio, zarangollos, michirones… 

–¿Paparajotes? –Le pregunté mientras cortaba las hojas más lustrosas de su limonero.

–No tienen que ser demasiado tiernas ni demasiado duras–, me explicó sonriendo, –y hay que limpiarlas muy bien. Mira–, me dijo acercándome una hoja a la nariz y partiéndola en dos, –es como si te comieras un limón.

No tardé mucho en atravesar el campo a rebosar de flamantes lechugas y de sortear unas cuantas gallinas que pululaban alrededor de la casa.

En la cocina me presentó a su hijo, que había venido para disfrutar del fin de semana. Era un hombre alto, guapo, de ojos soñadores que me plantó dos besos sin pensárselo dos veces.

Me gustó no percibir en él ningún olor.

Encarna reclamó mi atención y me fue indicando como preparar la masa, cómo envolver las hojas verdes recién arrancadas, mientras yo rallaba la piel de un limón bien lavado, aspirando su perfume y notando los ojos fijos en mi nuca de ese hijo recién llegado.

Ese fue el postre. Me comí el rebozado y mordí una hoja. Me pareció que mordía una cuchara. Todos rieron. Era la típica broma para novatos.

–Hay que comer el rebozado y dejar intacto el interior, ¿no es curioso? –dijo 

Los comí. Me parecieron dulces y ácidos, como el amor.

Después salimos a la fresca de la noche a charlar. Y ahí empezó todo, entre risas a la luz de la luna. Afortunadamente, todavía tenía tres semanas de vacaciones, toda una oportunidad.

Hoy juego con mi nieta a preparar los paparajotes ante la tierna mirada de su abuelo en la que veo pasar a cámara lenta los fotogramas de esta película antigua, pero en colores. Levanto mi copa de vino a la salud de todos y él sonríe con sus ojos soñadores.

–Dulce y ácido, como el amor– Le digo a mi nieta, para que él me escuche, mientras ella reboza concienzudamente la hoja del limonero.

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