Pasada la una de la madrugada, la señora Valentina salió de su casa con la intención de quitarle el coche a su nieto. Ella, que lo había criado por eso que llaman circunstancias de la vida, no podía creer que fuera la única de la familia que viera el peligro de dejarle un coche a una criatura de dieciocho años recién cumplidos. Una criatura que hasta hace cuatro días no soltaba los juguetes ni para comer, y que ahora le había aprobado el carné de conducir a la primera. Y también la selectividad, aunque en septiembre y por los pelos, movido solo por la promesa de su abuelo por parte de padre de darle su coche para ir a la universidad.
Esperó en el portal a su cómplice, una amiga de la asociación de viudas, persona de total confianza y con carné conducir, que no había accedido a ayudarla hasta que la idea primera de robar el coche no se rebajó a la de aparcarlo en la otra punta de la ciudad. Así, entre unas cosas y otras, la señora Valentina tendría tiempo para convencer a su consuegro, que no era mala persona, pero que no se daba cuenta de que el niño era muy joven para conducir.
Un taxi se detuvo en el portal. Su amiga salió trabajosamente. Juntas, y más bien emocionadas, se fueron calle arriba comentando el tiempo que hacía que no pisaban la acera a esas horas. Pero a la señora Valentina la emoción le duró poco y volvió a justificar por qué actuaba así: ¿Era de recibo que una criatura se lanzara a la carretera tan joven? Si la vida ya estaba llena de peligros para los adultos, ¿qué no podría pasarle a un muchacho que se había deshecho de sus juguetes antes de ayer? Y sin avisar, que arrambló con todo para dárselo a sus primos. Y ella tuvo que sacar de la basura lo poco que dejó de aquella niñez que tanto trabajo, y tanta vida, le habían dado. Y qué decir de la carita que tenía dormido mientras rebuscaba entre sus cosas. Cuando llegaron al coche, la señora Valentina le dio la llave a su amiga.
Pero no abría. La sacó y la metió varias veces, pero no había manera. La llave entraba en la cerradura sin dificultad, pero luego no giraba. Separadas por la capota del vehículo, manejaron hipótesis entorno a la posibilidad de que una, fruto de su torpeza, se hubiese equivocado de llave, o de que la otra, a consecuencia de la edad, se hubiese olvidado hasta de cómo se abría la puerta de un coche. Dado que ambas hipótesis no conducían a nada bueno, acordaron que la cerradura, quizá por el paso del tiempo, no en vano era un coche viejo, pudiera estar averiada o tuviera algún defecto que hiciera de involuntario sistema antirrobo. Decidieron entonces probar con la otra puerta delantera.
Por la otra puerta todo eran ventajas. La luz de una farola permitía ver mejor la cerradura. También podían operar desde la acera, cosa muy de agradecer, aunque no circulara un alma a esas horas. Y ello aportaba la comodidad necesaria para que ambas pudieran agacharse hasta casi el límite tolerado por sus rodillas para supervisar mejor la operación. Iban a introducir la llave de nuevo cuando un coche de la policía se detuvo junto a ellas.
El cristal de la ventanilla bajó al tiempo que la amiga de la señorita Valentina se agachaba más allá del mencionado límite de flexión de sus rodillas. Era doloroso, y sabía que no se podría levantar por sus propios medios, pero prefirió pasar inadvertida. El agente preguntó si podían ser de alguna ayuda. La señora Valentina, viendo a su amiga, improvisó que no, que habían bajado como cada noche a tirar la basura y darle una vuelta a la manzana. El problema era que su acompañante, cuya cabeza los agentes podía ver a través de los cristales, se había sentido indispuesta de repente, razón por la que no había tenido más remedio que aliviarse allí mismo. Por descontado, añadió, iban a limpiarlo todo.
El coche de la policía se marchó lleno de incomodidad. La amiga de la señora Valentina pidió ayuda para levantarse. Lo malo, o lo bueno, según se mire, es que mientras la una tiraba dolorosamente de la otra, con la llave pasando de mano en mano, a un Renault Clio que estaba aparcado justo al lado le parpadearon los cuatros intermitentes a la vez. La amiga de la señora Valentina le devolvió la llave con un manotazo y sacó su teléfono del bolso para llamar a un taxi. No dijo una palabra más. Cuando se marchó sin despedirse, la señora Valentina dio por seguro que se había molestado. Y pensando que encima tendría que hacerle un bizcocho, volvió a su casa.
¿Has visto las llaves del coche, abuela? ¿Has mirado bien en tu habitación?, respondió la señora Valentina. Las acabó encontrando en la lavadora, en el bolsillo de unos pantalones. ¿Te vas en el coche?, le seguía por toda la casa. Sí, abuela. ¿Llevas el carné? Claro que sí, abuela. Ten cuidado, hijo mío, ten mucho cuidado, le suplicó en la puerta del ascensor. No te preocupes, abuela; cierra, anda, que llego tarde. Y desde la ventana, estrujando el pañuelo, la señora Valentina lo vio marcharse en el coche.
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