El alma de la luna

El alma de la luna

VerbisAnimae

24/07/2020

Cuentan que allá, en la lejanía, existe un tal Amadeo Fibusta, nacido hace ya 45 agostos en una pequeña aldea de la comarca del Pimoteo.

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Ya de joven mostraba gran talento con los mecanismos automáticos. De pequeño no había ni un solo trasto mecanizado que no hubiese pasado por sus diminutas manos para ser destripado y, como si de un cirujano se tratase, recomponer todas sus piezas horas más tarde para que siguiera funcionando como si nada. Poco a poco fue ganando fama por toda la comarca hasta tal punto que, con tan solo 20 primaveras, este ya era conocido como el señor Ingeniero Fibusta. Gentes de acá y de allá no dudaban en acercarse hasta la pequeña aldea con sus viejos trastos inservibles, esperando que el joven Ingeniero Fibusta hiciera magia y los devolviera a la vida.

Así, se vio obligado a modificar no solo su forma de vivir —aunque tal vez esta fuera la que menos cambiara— sino también la fisonomía de su propia casa. En un alarde de altruismo y generosidad máximos, el joven se deshizo de todo lo prescindible, quedándose con lo justo para poder ejercer su labor, a medio camino entre artesana y técnica. Sus únicas pertenencias eran una antigua mesa de pemba envejecida con una silla a juego, su viejo juego de herramientas, una lámpara de gas y una gran estantería cuidadosamente acoplada en la alacena, su almacén de trabajos olvidados.

Ni por tener tenía cama, pues como su padre dijera 30 inviernos atrás: “el sueño es el gran enemigo del artesano; quita tiempo de trabajo y hace que la musa pierda tino”. Si bien Amadeo no entendía lo de la musa, sí que le importaba el asunto del trabajo, hasta tal punto que ideó un extraño método para poder realizar la ingesta de alimentos mientras dormía apenas hasta el amanecer.



Así, su vida se convirtió en pura rutina. Reparar velocípedos y rastrillos a vapor por la mañana, modificar hojas de guadaña y arreglar mochilas hidrófobas al mediodía y, sobre todo, fascinarse con la magia de todo lo que le rodeaba. Tantas cosas había visto ya que dudaba que existiera algún ingenio en la comarca que no hubiese pasado por su taller. 

Pero no le importaba, intentaba reinventarse a diario con cada trabajo. Encontrar las soluciones más dispares y extravagantes para un mismo problema era su particular forma de entretenerse. Su premisa era muy simple: no podía repetir la misma operativa más de dos veces seguidas; de lo contrario, regalaba la reparación al que viniera.

Cierto día llegó hasta su casa un cruzado —así se les conocía a aquellos que habían cruzado el océano y habían regresado a la comarca— con un extraño y diminuto objeto entre sus manos. Lo sostenía con sumo cuidado y no hacía más que mirarlo con ojos apenados.

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—¿Qué me trae usted? —preguntó Amadeo mientras se acariciaba las manos, impaciente.

—Es la luna, señor Ingeniero… —contestó el cruzado, algo nervioso, mientras alargaba los brazos entregándole aquel extraño objeto metálico.

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Amadeo, como de costumbre, dejó de prestar atención a todo cuanto le rodeaba y se centró en el objeto. Lo examinó con detenimiento; se trataba de un pequeño dispositivo con forma redondeada. Su envés estaba hecho de plata y mostraba un grabado en un extraño idioma que desconocía: «tempus fugit», pero lo que realmente le sorprendió era la parte delantera. Un círculo dividido en 12 partes con 2 agujas de distinto tamaño, y un círculo más pequeño en su interior situado en la parte inferior, dividido éste en 4 partes y una única aguja. En la parte superior se podía distinguir un sol y una luna juntos, formando un único ser. Intentó tocar las agujas, pero fue imposible. Algo invisible se lo impedía.


—Señor Fibusta, la luna no va. ¿Lo ve? —volvió a insistir el invitado.

—Disculpe, ¿decía? —contestó Amadeo, mirándole de nuevo a los ojos.

El cruzado cogió de nuevo aquel extraño objeto, alargó los dedos y giró una pequeña ruedecilla, situada en el lateral.

—Si usted gira esto hacia atrás, comienza a funcionar; pero, justo cuando la aguja pasa por encima de la luna, se detiene. Si lo muevo hacia delante, lo podrá comprobar. —Las tres agujas comenzaron a moverse, cada una a su ritmo, pero al llegar al dibujo de la luna, la aguja más larga se detuvo.

—Interesante… ¿Y para qué sirve este instrumento?

—En el Viejo Continente lo utilizan para medir el tiempo, señor Ingeniero. Me lo regaló mi capataz de obra antes de regresar a mi querida comarca.

—¿Para medir el tiempo, dice? —preguntó incrédulo— ¿Y cómo dice que se llama?

Reloj, señor Ingeniero. Lo llaman reloj.

—Vaya nombre, yo lo hubiese puesto «cuentadías». Mucho más preciso, ¡dónde va a parar!

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¡Cómo no se le había podido ocurrir antes! ¡Medir el tiempo! Toda su vida había girado en torno a la necesidad de aprovechar al máximo los días, intentando no malgastar luz, pero nunca había pensado que tal vez lo más sensato hubiese sido crear algún mecanismo para calcular cuánto tiempo llevaba consumido. Pero ya daba igual, se le habían adelantado una vez más desde el otro lado del océano —ya ni recordaba cuántas otras veces se había quedado absorto, contemplando algún otro objeto venido del Viejo Continente—. Lo importante ahora era descubrir cómo funcionaba aquel instrumento llamado reloj para devolverlo a la vida.


Fue a la mesa y dejó sobre ella el reloj. A continuación se dirigió a la estantería, cogió su caja de herramientas y volvió a la mesa. Dio la vuelta al objeto, se sirvió de un pequeño punzón metálico para abrir su caparazón de plata, y contempló ensimismado aquel mecanismo compuesto por pequeñas ruedas dentadas —con diminutas piedras preciosas de color rojo sangre engastadas en cada uno de sus centros— unidas entre sí, una especie de garfio dorado en miniatura encima de todo y un muelle diminuto debajo de la última rueda. Esto prometía, se dijo. 

Acto seguido, levantó la mirada y sonrió al desconocido.

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—No se preocupe, amigo; haré todo lo posible por devolverlo a la vida. Y ahora, veamos qué esconde el alma de la luna…


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